Hermosas criaturas (39 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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Mi madre solía decir: «Lo correcto y lo fácil nunca es lo mismo». Y en ese preciso instante supe qué tenía que hacer, aunque no fuera nada fácil, y desde luego, las consecuencias de mis palabras no iban a serlo.

Me giré hacia la señora Lincoln y la miré a los ojos.

—«Bien hecho, Ethan». Eso es lo que habría dicho mi pobre madre, señora.

Me volví hacia la puerta del edificio de la administración y me dirigí hacia allí. Tiré de Lena para mantenerla junto a mí. No parecía asustada, pero seguía temblando, aunque estábamos a varios metros de distancia. No dejé de apretarle la mano para reconfortarla. Los mechones de su melena negra se ondulaban y alisaban como si estuviera a punto de explotar, y tal vez era así.

Jamás en la vida pensé que iba a alegrarme pisar los pasillos del instituto, pero eso duró hasta que vi al director en la entrada. Nos miraba fijamente con cara de tener muchas ganas de no ser el director y poder distribuir otros panfletos de su propia cosecha.

El pelo de Lena le caía en cascada sobre los hombros cuando pasamos junto a él, pero Harper ya no nos prestaba atención. Estaba demasiado ocupado contemplando la escena que dejábamos atrás.

—¿Qué demonios… ?

Me giré justo a tiempo para ver volar centenares de esos folletos de color verde fosforito. Habían salido despedidos de los parabrisas de los coches, de los montones apilados, de las cajas guardadas en los coches, incluso de las manos. El repentino golpe de viento los hizo volar a todos, como si fueran una bandada de pájaros que remontaran el vuelo hasta las nubes. Fugitivos, hermosos, libres. Era un poco como
Los pájaros
de Hitchcock, pero al revés: subían en vez de bajar en picado.

Escuchamos el griterío hasta que las puertas de metal se cerraron violentamente a nuestras espaldas.

El pelo de Lena se alisó.

—Qué locura de tiempo tenéis aquí.

6 DE DICIEMBRE
Objetos perdidos

C
asi me alegré de que llegara el sábado. Había algo reconfortante en pasar el día en compañía de mujeres cuyos únicos poderes mágicos consistían en olvidarse de sus nombres. Nada más aparecer en casa de las Hermanas vi cómo se «ejercitaba» en el patio frontal
Lucille Ball
, la gata siamesa de la tía Mercy, llamada así porque a las Hermanas les encantaba el viejo programa radiofónico de los cincuenta
I love Lucy
. Mi tía la sacaba al patio todas las mañanas, la llevaba con una correa y enganchaba ésta a la cuerda de tender, que iba de un extremo a otro, para que se diera sus paseos.

Yo había intentado explicarle en más de una ocasión que convenía dejar que los gatos fueran a su aire y volvieran cuando les apeteciera, pero la tía Mercy me miraba como si le hubiera sugerido que se liara con un hombre casado.

—No pienso permitir que
Lucille Ball
vague sola por las calles. Alguien la raptaría, estoy segura.

No había muchos secuestradores de gatos en el pueblo, la verdad, pero era una discusión perdida de antemano.

Abrí la puerta, esperando toparme con el alboroto de siempre, pero la casa estaba sumida en un silencio de lo más perceptible. Mala señal.

—¿Tía Prue?

—Estamos al sol, Ethan. —Su inconfundible y cerrado acento sureño llegaba desde detrás de la casa.

Me agaché para entrar en la terraza, cerrada con mosquiteras, y me encontré a las Hermanas dando vueltas, llevando unos bichos con pinta de ser ratas sin pelo.

—¿Qué demonios son…? —se me escapó sin pensar.

—Vigila esa lengua si no que quieres te lave esa bocaza con lejía. Ese lenguaje soez es indigno de ti —censuró la tía Grace. Ella incluía en ese vocabulario palabras como «panti», «desnudo» o «vejiga».

—Lo siento, pero ¿qué sostienes en brazos?

La tía Mercy se apresuró a adelantarse y extender las manos, donde dormían un par de roedores.

—Crías de ardilla. Ruby Wilcox las encontró en su desván el martes pasado.

—¿Ardillas?

—Son seis. ¿No son las cositas más lindas que has visto nunca?

Yo no era capaz de ver más que un accidente inminente. La idea de mis ancianas tías cuidando animales salvajes, fueran o no cachorros, resultaba de lo más aterradora.

—¿Qué hacéis con ellas vosotras?

—Bueno, Ruby no podía cuidarlas… —empezó la tía Mercy—… por culpa de ese marido que tiene tan asqueroso. Ni siquiera le deja ir a Stop & Shop si no se lo dice antes. Así que nos las dio, como ya teníamos una jaula.

Las Hermanas habían rescatado a un mapache herido después de un huracán y lo habían cuidado hasta que se recuperó. Después de eso, el mapache se zampó a
Sonny
y
Cher
, los periquitos de la tía Prudence. Thelma puso al animal de patitas en la calle y no se volvió a hablar más del tema, pero conservaban la jaula.

—Vosotras sabéis que las ardillas pueden transmitir la rabia, ¿verdad? No podéis quedaros con ellas. ¿Y si os muerde alguna?

La tía Prue puso cara de pocos amigos.

—Estos cachorros nos pertenecen, Ethan. Son de lo más pacífico y no van a mordernos. Somos sus mamas.

—No pueden ser más mansos, ¿a que no? —dijo la tía Grace, acariciando el hocico a una de las crías.

No me quitaba de la cabeza ni a la de tres la idea de que una de esas pequeñas alimañas les pegaría un mordisco en el cuello a cualquiera de esas ancianas; ya me veía conduciendo como un loco para llevarlas a urgencias y que les metieran veinte jeringazos en el estómago, que son los que deben ponerte si te muerde un animal con rabia. Y estaba seguro de que a su edad no iban a sobrevivir a tantas inyecciones.

Intenté razonar con ellas, pero era perder el tiempo.

—Nunca se sabe, son bichos salvajes.

—Queda claro que no eres muy amante de los animales, Ethan Wate. Estos cachorritos jamás nos harían daño. —La tía Grace torció el gesto con desaprobación—. Su madre se ha ido. Morirán si no las cuidamos.

—Puedo dejarlas a cargo de la gente de la ASPCA.

La tía Mercy estrechó a las crías contra su pecho con ademán protector.

—¿Esos asesinos? ¡Seguro que las matan!

—Ya basta de cháchara sobre la ASPCA. Ethan, pásame ese colirio de ahí encima.

—¿Para qué?

—Debemos alimentarlas cada cuatro horas con ese cuentagotas —me explicó la tía Grace mientras sostenía en alto a una ardillita mientras ésta succionaba con avidez el extremo del cuentagotas—. Y una vez al día tenemos que limpiarles sus partes íntimas con un bastoncito de algodón, hasta que aprendan a limpiarse ellas solas.

Podía pasar perfectamente sin esa imagen, la verdad.

—¿Cómo es posible que sepáis todo eso?

—Lo hemos consultado en internet. —La tía Mercy sonrió con orgullo.

No me imaginaba que mis tías supieran algo de la red. ¡Pero si ni siquiera tenían un horno que tostara pan!

—¿Cómo os habéis conectado?

—Thelma nos llevó a la biblioteca y la señorita Marian nos ayudó. Allí disponen de ordenadores. ¿Sabías eso?

—Y ahí puedes ver cualquier cosa, incluso fotografías sucias. De vez en cuando, sin venir a cuento, aparecían en la pantalla unas imágenes lo más obsceno que puedas imaginarte.

La tía Grace debía de referirse a desnudos con el término «sucias», lo cual me llevó a pensar que las tres se mantendrían bien lejitos de internet por siempre jamás.

—Sólo os digo que me parece una mala idea. No os podréis quedar las ardillas para siempre. Se volverán agresivas cuando crezcan.

—Bueno, tampoco tenemos pensado cuidarlas eternamente. —La tía Prue meneó la cabeza, haciendo ver que la idéale resultaba ridícula—. Las soltaremos en el patio de atrás en cuanto sepan valerse por sí mismas.

—Pero entonces no sabrán cómo alimentarse. Por eso es una mala idea quedarse con animales salvajes. Morirán de hambre cuando las soltéis.

Ése era un argumento de peso a los ojos de las Hermanas, uno capaz de evitarme el numerito en urgencias.

—Ahí te equivocas de medio a medio. Todo eso lo cuenta la página de internet —refutó la tía Grace. ¿Quién demonios habría hecho esa web sobre crianza de ardillas jóvenes y limpieza de sus partes con bastoncitos?—. Hay que enseñarles a coger nueces. Se entierran en el suelo para que las encuentren y así practican.

Entonces supe dónde iba a terminar todo aquello: en el patio trasero, donde me pasaría buena parte del día enterrando nueces y otros frutos secos para las crías de ardilla. Me pregunté cuántos agujeritos me tocaría hacer hasta que las Hermanas se quedaran satisfechas.

A la media hora de cavar empecé a encontrar cosas: un dedal, una cuchara de plata y un anillo de amatista con pinta de no valer nada. Eso me dio la excusa para dejar de meter cacahuetes en el suelo y me metí dentro de casa. La tía Prue se había puesto las gafas de leer y rebuscaba por encima de una pila de periódicos amarillentos.

—¿Qué buscas?

—Algunas casillas para la madre de tu amigo Link. Las Hijas de la Revolución Americana necesitan ciertas notas sobre la historia de Gatlin para el Tour del Patrimonio Histórico del Sur. —Revolvió los papeles de uno de los montones—. Pero es difícil encontrar un trocito de historia de Gatlin en la que no estén los Ravenwood.

Ése era el último apellido que querían oír las Hijas de la Revolución Americana.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, he de reconocer que Gatlin no estaría aquí de no ser por ellos. Es difícil dejarles fuera a la hora de escribir la historia del pueblo.

—¿De verdad fueron los primeros en llegar aquí?

Se lo había oído decir a Marian, pero me costaba un montón creérmelo.

La tía Mercy cogió uno de los periódicos de la pila y se lo puso tan cerca de la cara que debía de verlo doble, pero la tía Prue se lo quitó con brusquedad.

—Trae eso para acá. Lo ordeno todo según mi propio sistema.

—Bueno, si no quieres ninguna ayuda… —La tía Mercy se volvió hacia mí—. Los Ravenwood fueron los primeros en poblar estas tierras. Tomaron posesión de una gran finca concedida por el rey de Escocia allá por el año 1800.

—Fue en 1781. Tengo aquí mismo el periódico con la fecha. —La tía Prue agitó en el aire una cuartilla amarillenta—. Eran granjeros y daba la casualidad de que el condado de Gatlin tenía el suelo más fértil de toda Carolina del Sur. En estas tierras crecía de todo, algodón, tabaco, arroz, índigo, lo cual no dejaba de ser extraño, pues ese tipo de cosechas no solían crecer en los alrededores. Cuando la gente de aquí descubrió que crecía cualquier cosa que se plantase, los Ravenwood ya tenían su propio pueblo.

—Les gustara o no —añadió la tía Grace, levantando la vista del punto de cruz.

Menuda ironía: Gatlin ni siquiera existiría sin los Ravenwood. Quienes rehuían y rechazaban a Macon Ravenwood y a su familia deberían agradecerles incluso el hecho de tener un pueblo. ¿Cómo le sentaría eso a la señora Lincoln? Ella lo sabría ya, seguro, y eso debía de figurar entre los motivos por los que todos odiaban tanto a Macon.

Me quedé con la vista fija en la mano, cubierta por esa tierra inexplicablemente fértil. Todavía llevaba encima los cachivaches que me había encontrado en el patio. Los limpié con un poco con agua.

—Tía Prue, ¿esto es de alguna de vosotras? —Lavé el anillo y se lo enseñé.

—Vaya, ése es el anillo que mi segundo esposo, Wallace Pritchard, me regaló por nuestro primer y único aniversario de boda. —La voz se le apagó hasta convertirse en un suspiro—. Era muy tacaño, pero mucho. ¿Dónde lo has encontrado?

—Enterrado en el patio. También han aparecido un dedal y una cuchara.

—Mercy, ¡mira lo que ha encontrado Ethan! ¡Tu cuchara de Tennessee! Ya te dije que no te la había robado —informó a grito pelado.

—Déjame ver eso. —La tía Mercy se puso las gafas para examinar el cubierto con atención—. Bueno, colección terminada. Al final, he completado los once estados.

—Hay más de once estados, tía Mercy.

—Yo sólo colecciono los de la Confederación. —La tía Grace y la tía Prue asintieron para manifestar su acuerdo.

—A propósito de objetos enterrados, ¿os podéis creer que Eunice Honeycutt se hizo sepultar con su libro de recetas? No quería que ninguna feligresa le pusiera las manos encima a sus recetas de pasteles. —La tía Mercy sacudió la cabeza con desaprobación.

—Era una criatura muy rencorosa, igual que su hermana —recordó tía Grace mientras utilizaba la cuchara de Tennessee para hacer palanca y abrir una caja de chocolatinas Whitman's.

—Y de todos modos, esas recetas tampoco eran para echar las campanas al vuelo —observó la tía Mercy.

La tía Grace abrió la tapa de la caja para poder leer los nombres de los dulces.

—¿Cuáles eran los de crema de mantequilla?

—Cuando yo me muera, quiero que me entierren con mi estola de piel y mi Biblia —declaró la tía Prue.

—Eso no te va a dar más puntos con el Señor, Prudence Jane.

—No pretendo arañar ningún punto extra. Sólo quiero tener algo que leer durante la espera, pero si caen unos puntillos adicionales, Grace Ann, entonces, tendría más que tú.

Enterrada con un libro de recetas…

¿Y si el
Libro de las Lunas
estuviera enterrado en algún sitio? ¿Y si algunas personas lo ocultaron para que no fuera encontrado jamás? Y tal vez había sido Genevieve, la persona que conocía el poder del libro mejor que nadie.

Lena, creo que sé dónde está el libro
.

Hubo silencio durante unos segundos, pero enseguida ella encontró un camino hasta mi mente.

¿Qué dices?

Genevieve tiene el Libro de las Lunas, o eso creo.

Está muerta.

Lo sé.

Entonces, ¿qué pretendes decir, Ethan?

Tengo la impresión de que ya sabes a qué me refiero.

Harlon James
se subió de un salto a la mesa y puso un gesto de pena. Aún llevaba la pata vendada. La tía Mercy empezó a darle trocitos de chocolate que iba sacando de la caja.

—¡No le des chocolate al perro, Mercy! Vas a matarle. Lo vi en
El show de Oprah
. Dijeron que había que tener cuidado con el chocolate, ¿o fue con la salsa de cebolla?

—Ethan, ¿te importaría traerme los toffees? —pidió la tía Mercy—. ¿Ethan?

Pero yo ya no la escuchaba. Me estaba rompiendo la cabeza pensando en el mejor modo de exhumar una tumba.

7 DE DICIEMBRE
Exhumación

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