Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
—¿Por qué querría alguien hacer esto desde dentro? —preguntó Lena.
Mantuve mis ojos fijos en el cuaderno rojo sobre la mesa, en columnas de números, cosas que eran seguras y conocidas.
—La pregunta no es por qué. —La voz de Macon sonó extraña—. Sino quién.
Lena lanzó una mirada hacia Ridley. Estábamos pensando lo mismo.
Ridley saltó de su silla.
—¿Creéis que soy yo? Siempre soy la que carga con las culpas de todo lo que va mal por aquí.
—Ridley, cálmate —pidió Macon—. Nadie…
Pero ella le interrumpió.
—¿Nadie ha pensado que las cifras del reloj de la Pequeña Doña Perfecta puedan estar mal? ¡No, eso sería imposible, porque os tiene a todos comiendo en su mano!
Lena sonrió.
No tiene gracia, L.
No me estoy riendo.
Macon levantó la mano.
—Ya basta. Es perfectamente posible que no haya «algo» intentando entrar en Ravenwood. Puede incluso que ya esté dentro.
—¿No crees que lo habríamos notado si una de las Oscuras criaturas de Abraham hubiera logrado abrir una brecha en la Vinculación? —Lena sonaba escéptica.
Macon se levantó de su silla, sus ojos clavados en mí. Me estaba mirando de la misma forma que la noche que nos conocimos, cuando le enseñé el guardapelo de Genevieve en la mesa.
—Una buena idea, Lena. Suponiendo que se tratara de una brecha.
Leah Ravenwood estudió a su hermano.
—Macon, ¿en qué estás pensando?
Macon caminó alrededor de la mesa hasta que estuvo directamente frente a mí.
—Estoy más preocupado por lo que Ethan está pensando. —Los ojos verdes de Macon empezaron a centellear. Me recordaron el tono luminiscente del Arco de Luz.
—¿Qué está pasando? —susurré a Leah, que parecía confusa.
—Sé que los poderes de Macon cambiaron cuando se convirtió en Caster. Pero no tenía idea que podía cazar mentes.
—¿Eso qué significa exactamente? —Aquello no sonaba bien, teniendo en cuenta que Macon estaba totalmente centrado en mí.
—La mente es un laberinto, y Macon puede navegar a través de él.
Sonaba como una de las respuestas de Amma, de esas que no te aclaran nada.
—¿Quieres decir que puede leer la mente?
—No de la forma que crees. Puede sentir las perturbaciones y anomalías, cosas que no encajan. —Leah estaba mirando a Macon.
Las pupilas verdes de éste brillaban sin ver, y sin embargo sabía que estaba observándome. Era incómodo ser visto sin ser visto. Macon permaneció así durante largo rato.
—Tú, entre toda la gente.
—¿Yo qué?
—Parece que has traído algo, no,
alguien,
aquí contigo esta noche. Un comensal no invitado.
—¡Ethan nunca haría eso! —Lena sonaba tan sorprendida como yo.
Macon la ignoró, sin apartar la vista de mí.
—Aún no puedo poner el dedo en la llaga, pero algo ha cambiado.
—¿De qué está hablando? —Una incómoda sensación se estaba apoderando de mí.
Marian se levantó lentamente, como si no quisiera asustarle.
—Macon, sabes que el Orden está afectando a los poderes de todos. Tú no eres inmune. ¿Es posible que estés percibiendo algo que no está aquí?
El resplandor verde se desvaneció de los ojos de Macon.
—Todo es posible, Marian.
Mi corazón galopaba en mi pecho. Un segundo antes me estaba acusando de haber traído a alguien a Ravenwood, y ahora ¿qué?, ¿había cambiado de parecer?
—Señor Wate, al parecer no es usted el mismo. Le falta algo muy importante. Eso explica por qué no percibí a un extraño en mi casa, incluso si el extraño es usted.
Todo el mundo me estaba mirando. Sentí que mi estómago se revolvía, como si la tierra aún se moviera bajo mis pies.
—¿Qué me falta? ¿Qué quiere decir?
—Si lo supiera se lo diría. —Macon empezó a relajarse—. Lamentablemente no estoy completamente seguro.
No sabía de qué me hablaba, y tampoco me importaba. No pensaba quedarme allí sentado y ser acusado de cosas que no había hecho, porque sus poderes estuvieran del revés y fuera tan arrogante como para no admitirlo. Mi mundo se estaba colapsando a mi alrededor y necesitaba respuestas.
—Espero que se haya divertido cazando, o como quiera que lo llame. Pero no he venido a hablar de eso.
—¿De qué ha venido a hablar? —Macon se sentó de nuevo en su silla en la cabecera de la mesa. Lo decía como si yo fuera el que estuviera haciéndoles perder el tiempo, lo que me enfureció aún más.
—La Decimoctava Luna no se refiere a Ravenwood ni a Lena. Se refiere a John Breed. Pero no sabemos dónde está ni lo que va a suceder.
—Creo que tiene razón. —Liv mordisqueó la punta de su bolígrafo.
—Creí que debían saberlo para que pudiéramos encontrarlo. —Me levanté—. Y siento mucho si no parezco ser yo mismo. Tal vez tenga algo que ver con el hecho de que el mundo se está desmoronando.
Ethan,
¿a dónde vas?
Esto es una mierda.
—Ethan, cálmate. Por favor. —Marian hizo amago de levantarse.
—Dígaselo a los Vex que están destruyendo todo el pueblo. O a Abraham, Sarafine y Hunting. —Miré directamente hacia Macon—. ¿Por qué no vuelve sus rayos X hacia ellos?
¡Ethan!
Ya he terminado aquí.
Él no pretendía…
Me da igual lo que pretendía, L.
Macon me estaba observando.
—No existen las coincidencias, ¿no es cierto? Cuando el universo me advierte sobre algo, normalmente es la voz de mi madre. Así que voy a escucharla. —Salí de allí antes de que nadie pudiera decir nada. No necesitaba ser un Wayward para saber quién se había perdido.
T
odo lo que podía ver era el fuego. Sentí el calor y vi el color de las llamas. Naranja, rojo, azul. El fuego tiene muchos más colores de los que la gente cree.
Estaba en casa de las Hermanas, atrapado.
¿Dónde estás?
Miré a mis pies. Sabía que aparecería en cualquier momento. Entonces escuché la voz, a través de las llamas, debajo de mí.
ESTOY ESPERANDO.
Corrí escaleras abajo, hacia la voz, pero la escalera se desmoronó a mis pies y, de repente, estaba cayendo. Cuando la madera cedió, me estampé contra el suelo del sótano, mi hombro chocando en medio de las maderas en llamas.
Vi naranja, rojo, azul.
Comprendí que estaba en la biblioteca, cuando el lugar en el que debía estar era en el sótano de tía Prue. Los libros ardían a mi alrededor.
Da Vinci. Dickinson. Poe. Y otro más.
El
Libro de las Lunas.
Y vi un destello plateado que no provenía del fuego.
Era él.
El humo me devoró, y desfallecí.
Me desperté en el suelo. Cuando me miré en el espejo del cuarto de baño mi rostro estaba cubierto de hollín. Me pasé el resto del día tratando de no escupir cenizas.
Desde mi discusión, o lo que fuera que tuviera con Macon, había estado durmiendo peor que de costumbre. Pelear con Macon normalmente conducía a pelear con Lena, lo que era más doloroso que pelear con todas las personas a las que conocía juntas. Pero ahora todo era diferente, y Lena, al igual que yo, ya no sabía qué decir.
Tratamos de no pensar en lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor: en las cosas que no podíamos detener y las respuestas que no podíamos encontrar. Pero allí estaba, agazapado en el fondo de nuestras mentes, incluso si no queríamos admitirlo. Tratamos de concentrarnos en las cosas que podíamos controlar, como en mantener a Ridley alejada de problemas y a los cigarrones lejos de nuestras casas. Porque cuando cada día que pasa se convierte en el Final de los Días, al final los días acaban pareciéndote casi normales, aunque sepas que es una locura. Y nada es lo mismo.
Los bichos se volvieron más hambrientos, el calor más insoportable y el pueblo entero más desquiciado. Pero, por encima de todo, lo que más nos pesaba era el calor. Era la prueba de que no importaba quién estuviera metiendo canastas o quedando para una cita o yaciendo en una cama de la Residencia del Condado —porque por debajo de todo, desde el momento en que te levantabas por la mañana hasta el momento en que te acostabas, y durante todo el tiempo entre medias— algo estaba mal y no iba a mejorar. Es más, estaba empeorando.
Sin embargo, no necesitaba saber el calor que hacía afuera para confirmarlo. Tenía todas las pruebas que necesitaba dentro de casa, en nuestra cocina. Amma parecía estar conectada a un nivel casi celular con nuestros viejos fogones, y cuando algo rondaba por su cabeza, encontraba desahogo en la cocina. No podía imaginar qué era lo que se traía entre manos y, desde luego, ella no pensaba decírmelo. Sólo podía atar cabos con las pocas pistas que me dejaba, en el lenguaje que más utilizaba: cocinar.
Pista número uno: pollo chicloso. El pollo chicloso era muy revelador, generalmente para determinar un estado mental y una cronología de los hechos, igual que el rigor mortis en una serie de policías.
Para Amma, que era famosa en tres condados por sus buñuelos de pollo, el pollo chicloso significaba dos cosas: a) que estaba distraída, y b) que estaba ocupada. No sólo había olvidado sacar el pollo del horno. Tampoco había tenido tiempo para ocuparse de él una vez que lo sacó. Así que el pollo se había pasado demasiado tiempo asándose, y aún más tiempo macerándose. Esperando a que Amma apareciera por ahí, como el resto de nosotros. Me hubiera gustado saber dónde se encontraba y en qué había estado metida todo ese tiempo.
Pista número dos: una carencia general de tartas. Las tartas habían desaparecido, y por no haber, tampoco había asomo del famoso merengue de limón de Amma. Lo que significaba: a) que no estaba hablando con los Antepasados, y b) que definitivamente no estaba hablando con el tío Abner. Aún no había tenido tiempo de comprobar el aparador de los licores, pero una ausencia de Jack Daniels también sellaría el trato con el tío Abner.
Me pregunté si su pequeña visita al bokor tenía algo que ver con ello.
Pista número tres: el té helado estaba inexplicablemente dulce, lo cual significaba: a) que las Hermanas estaban escabulléndose a la cocina y echando azúcar en la jarra, igual que lo hacían con la sal de la salsa, b) Amma estaba tan distraída que no prestaba atención a cuántas tazas de azúcar estaba añadiendo a la jarra, y c) algo fallaba en mí.
O, tal vez, fueran las tres cosas, pero Amma estaba metida en algo, y estaba decidido a descubrirlo. Incluso aunque tuviera que preguntárselo al mismísimo bokor.
Y luego estaba la canción. Cada día que pasaba la escuchaba con más frecuencia, como una de esas canciones de los 40 Principales que se repite tanto en la radio que se te queda grabada en la cabeza.
Dieciocho Lunas, dieciocho temores,
gritos de Mortales se esfuman y brotan,
aquellos desconocidos y aquellos nunca vistos
aplastados en las manos de la Reina Demonio…
¿La Reina Demonio? ¿En serio? Después de la traducción literal del verso de los Vex, no quería ni imaginar lo que podría significar un encontronazo con una Reina Demonio. Deseé que mi madre la hubiera confundido con una reina de regreso a casa.
Pero las canciones nunca se equivocaban.
Traté de no pensar en los gritos de Mortales o en las manos de la Reina Demonio. Pero no podía escapar de los pensamientos que me negaba a pensar, de las conversaciones que permanecían sin hablarse, de los miedos que nunca confesé o del pavor que crecía dentro de mí. Y menos aún por la noche, cuando estaba a salvo en mi habitación.
A salvo y muy vulnerable.
Y no era el único.
Incluso dentro de los Vinculados muros de Ravenwood, Lena se encontraba igual de vulnerable. Porque también tenía algo de su madre. Y supe que estaba tocando uno de los objetos de la abollada caja metálica cuando vi el resplandor naranja de las llamas…
El fuego prendió, las llamas enroscándose alrededor del quemador de gas una a una, hasta que crearon un bello y resplandeciente círculo sobre el fogón. Sarafine observaba, fascinada. Se olvidó del puchero de agua en la encimera. Se olvidó de la cena, como le pasaba ahora la mayoría de las noches. No podía pensar en nada más que en las llamas. El fuego tenía energía, un poder que desafiaba incluso las leyes de la ciencia. Era imposible de controlar, devorando hectáreas de bosque en minutos.
Sarafine llevaba meses estudiando el fuego. Contemplando la teoría en un canal de ciencias y la realidad en los canales de noticias. La televisión estaba puesta todo el tiempo. En cuanto había una mención al fuego, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y corría a verlo. Pero ésa no era la peor parte. Había empezado a utilizar sus poderes para prender pequeños fuegos. Nada peligroso, sólo pequeños fuegos en los bosques. Eran como hogueras de campamento. Inofensivas.
Su fascinación por el fuego había comenzado prácticamente a la vez que las voces. Tal vez las voces la llevaran a contemplar cosas que ardían; era imposible de saber. La primera vez que Sarafine escuchó una voz tenue, murmurando en su mente, estaba haciendo la colada.
Ésta es una vida patética e inútil, una vida igual a la muerte. Un desperdicio del mayor don que el mundo Caster podía otorgar. El poder de matar y destruir, de utilizar el mismo aire que respiramos para echar combustible a tu arma. Lo que el Fuego Oscuro ofrece en sí mismo. Una ofrenda de libertad.
El cesto de la colada se le cayó y la ropa se desperdigó por el suelo. Sarafine sabía que la voz no era la suya. No sonaba como ella, y esas ideas no eran las suyas. Y, sin embargo, estaban en su mente.
El mayor don que el mundo Caster podía otorgar.
Los dones de una Cataclyst
—
eso es lo que significaba
—. Es
lo que sucedía cuando una Natural se volvía Oscura. Y poco importaba lo mucho que Sarafine pretendiera ignorarlo, ella era Oscura. Sus ojos amarillos se lo recordaban cada vez que se miraba al espejo. Lo que no hacía demasiado a menudo. No podía soportar la visión de sí misma, o la posibilidad de que John pudiera ver sus ojos de nuevo.
Sarafine llevaba gafas de sol oscuras todo el tiempo, a pesar de que a
John no le importaba de qué color fueran sus ojos. «Tal vez iluminen este agujero»,
le dijo un día, echando un vistazo alrededor del pequeño apartamento. Era un agujero: la pintura desconchada y los azulejos rotos, la calefacción que nunca funcionaba y la electricidad que se iba cada dos por tres. Pero Sarafine nunca lo admitiría, porque era culpa suya que vivieran allí. Los sitios bonitos no estaban al alcance de adolescentes que obviamente habían escapado de casa.