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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (32 page)

BOOK: HHhH
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El coche se ha detenido y, esta vez, el tiempo también se ha detenido de verdad. El mundo entero se paraliza, no respira. Los dos hombres del coche están estupefactos. Solamente el tranvía sigue su curso como si no pasara nada, y eso que algunos pasajeros tienen ya esa misma mirada petrificada, porque han visto lo que pasaba, es decir, nada. El rechinamiento de las ruedas por el acero de los raíles desgarra el tiempo detenido. No pasa nada, salvo por la cabeza de Gabčík. Su cabeza es un torbellino, en ella todo se sucede muy rápido. Estoy absolutamente convencido de que si yo hubiera podido estar dentro de su cabeza en ese preciso instante habría tenido material para contar durante centenares de páginas. Pero no estaba dentro de su cabeza y no tengo ni la menor idea de lo que sintió, jamás podría encontrar, en mi pequeña vida, una circunstancia que me hubiera permitido aproximarme a un sentimiento, incluso muy desvaído si cabe, semejante al que lo estuvo invadiendo en aquel instante. Sorpresa, miedo, más un torrente de adrenalina que acude en tropel por las venas como si todas las válvulas de su cuerpo se hubieran abierto a la vez.

«Quienes algún día moriremos, pronunciamos el hombre inmortal en el centro del instante.» Escupo sobre Saint-John Perse pero no escupo necesariamente sobre su poesía. He escogido este verso ahora para rendir homenaje a aquellos combatientes, a sabiendas de que están muy por encima de cualquier elogio.

Hay quien ha aventurado una hipótesis: la Sten estaba escondida en una cartera que Gabčík había rellenado con hierba para ocultar el arma. ¡Vaya idea! ¿Cómo justificar, entonces, en caso de toparse con un control, que uno se pasee por la ciudad con una cartera llena de paja? Pues nada más fácil, basta con responder que es para el conejo. Muchos checos, es verdad, para contar con ciertas mejoras cotidianas, criaban conejos en sus casas e iban a los parques a proveerse de con qué alimentarlos. Sea como fuere, esa hierba se habría metido en el mecanismo del arma.

En conclusión, la Sten no dispara. Y todo el mundo se queda paralizado de estupor durante unas larguísimas décimas de segundo. Gabčík, Heydrich, Klein, Kubiš. ¡Es tan
kitsch
, tan de western! Aquellos cuatro hombres convertidos en estatuas de piedra, todos con la mirada fija en la Sten, todos haciendo revolucionar su cerebro a una velocidad loca, a una velocidad inconcebible para la gente corriente. Al final de esta historia, sólo quedan esos cuatro hombres en esa curva. Y para colmo, hay un segundo tranvía que viene detrás del Mercedes.

219

Eso quiere decir que no tenemos todo el día. Kubiš entra en acción, y Kubiš, a quien los dos alemanes, estupefactos por la aparición de Gabčík, ni siquiera han visto a su espalda, el tranquilo y amable Kubiš, saca una bomba de su cartera.

220

Estupefacto es como también me he quedado yo tras la lectura de
Europa Central
, de William T. Vollmann, que acaba de aparecer en francés. Febril, leo por fin el libro que me habría gustado escribir a mí, y me pregunto, tras la lectura del primer capítulo, que dura y dura, cuánto tiempo va a mantener ese estilo, ese tono, esa sordina increíble. En realidad, no dura más que ocho páginas, pero son ocho páginas mágicas por las que desfilan las frases como en un sueño del que no se entiende nada y se entiende todo. La voz de la Historia resuena quizá por primera vez con exactitud y me quedo impresionado por una revelación como esta: la Historia es una pitonisa que dice «nosotros». El primer capítulo se titula «Acero en movimiento» y leo: «Dentro de un instante, el acero se pondrá en movimiento, lentamente al principio, como los trenes con tropas que salen de las estaciones, luego, más rápido y por todas partes, avanzan las férreas formaciones de hombres con cascos, flanqueadas por hileras de aviones refulgentes; y a continuación los tanques, los aviones y otros proyectiles en una progresiva aceleración irremisible.» Y más adelante: «Siempre dispuesto a despertar al sonámbulo, Goering promete que seguirán como una centella otros quinientos aviones autopropulsados. Luego corre veloz a una cita amorosa con la diva del cine Lida Baarová.» La checa. Cada vez que cite a un autor, debo poner atención en que mis citas no excedan las siete líneas. No más de siete líneas, como los espías no están más de treinta segundos al teléfono para que no los puedan localizar. «En Moscú, el mariscal Tujachevsky anuncia que
las operaciones de la próxima guerra serán parecidas a unas grandes maniobras desplegadas a escala masiva
. Muy pronto será eliminado. Y los ministros de la Europa Central, que también serán eliminados, aparecen en unos balcones soportados por marmóreas mujeres desnudas, desde donde pronuncian unos discursos melancólicos mientras están atentos a que suene el teléfono.» En el periódico alguien me explica: es un relato de «baja intensidad», una «novela maravillosa más que histórica», cuya lectura «requiere una escucha fluctuante». Comprendo. Lo tendré en cuenta.

¿Dónde estaba?

221

Estoy exactamente ahí donde quería llegar. Un volcán de adrenalina cubre la curva de Holešovice. Es el momento justo en que la suma de microdecisiones individuales, únicamente movidas por las fuerzas del instinto y del temor, permitirá a la Historia conocer uno de sus sobresaltos, o uno de sus más sonoros hipidos.

El cuerpo de cada uno asume sus responsabilidades. Klein, el chófer, no arranca otra vez, y eso es un error.

Heydrich se levanta y desenfunda. Segundo error. Si Klein hubiera demostrado la misma vivacidad que Heydrich, o si Heydrich hubiera permanecido inmovilizado en su asiento como Klein, sin duda alguna todo habría sido diferente, y quizá yo no estaría allí para contárselo a ustedes.

El brazo de Kubiš describe un arco y la bomba vuela. Pero, decididamente, nadie hace nunca con toda precisión lo que debe hacer. Aunque Kubiš apunta antes hacia el asiento, la bomba cae junto a la rueda trasera derecha. Sin embargo, explota.

SEGUNDA PARTE

Un rumor alarmante llega de Praga.

Diario de Goebbels, 28 de mayo de 1942

222

La bomba explota y revienta instantáneamente las ventanillas del tranvía de enfrente. El Mercedes despega un metro del suelo. Unos pedazos golpean a Kubiš en la cara y lo proyectan hacia atrás. Una nube de humo inunda toda el área. Del tranvía surgen algunos gritos. Sobrevuela una guerrera de SS que estaba en el asiento de atrás. Durante unos segundos, los testigos medio ahogados sólo verán eso: esa chaqueta de uniforme flotando por los aires sobre una nube de polvo. Yo, en todo caso, es lo único que veo. La guerrera, como una hoja muerta, describe en el aire amplios rodeos mientras el eco de la deflagración se va tranquilamente resonando hasta Berlín y Londres. Sólo están en movimiento el sonido que se propaga y la chaqueta que revolotea. No hay ninguna otra señal de vida en la curva de Holešovice. Ahora estoy hablando de ese segundo. El segundo siguiente ya será otra cosa. Pero ahí, aquí, en esta clara mañana del miércoles 27 de mayo, el tiempo suspende su decurso por segunda vez en dos minutos, aunque de manera un poco diferente.

El Mercedes cae de nuevo sobre el asfalto con pesantez. En Berlín, Hitler no puede imaginar ni por un instante que Heydrich no honrará su cita de esta noche. En Londres, Beneš quiere creer todavía en el éxito de «Antropoide». Qué orgullo, en ambos casos. Cuando el neumático reventado de la rueda trasera derecha, último de los cuatro suspendidos en el aire, vuelve a contactar con el suelo, el tiempo vuelve a discurrir de verdad. Heydrich se lleva instintivamente la mano a su espalda, la mano derecha, en la que sostiene la pistola. Kubiš se levanta otra vez. Los pasajeros del segundo tranvía se pegan a los cristales de las ventanillas para ver qué ocurre, mientras que los del primero tosen, gritan y se atropellan para salir. Hitler duerme aún. Beneš hojea nerviosamente los informes de Moravec. Churchill está ya en su segundo whisky. Valčík observa desde lo alto de la colina la confusión que reina en la glorieta atestada por todos estos vehículos: un Mercedes, dos tranvías, dos bicis. Opálka está en la esquina de alguna parte pero no podría jurarlo. Roosevelt envía aviadores norteamericanos a Inglaterra para ayudar a los pilotos de la RAF. Lindbergh no quiere devolver la medalla que Goering le concedió en 1938. De Gaulle lucha por legitimar la Francia libre junto a los Aliados. El ejército de von Manstein sitia Sebastopol. El Afrika Korps ha empezado el ataque de Bir Hakeim desde ayer. Bousquet planifica la redada del Vél’ d’Hiv’. En Bélgica, los judíos son obligados a llevar la estrella amarilla a partir de hoy. Los primeros maquis aparecen en Grecia. Doscientos sesenta aviones de la Luftwaffe están en camino para interceptar un convoy marítimo aliado que se dirige hacia la URSS tratando de rodear Noruega por el océano Ártico. Después de seis meses de bombardeos diarios, la invasión de Malta es aplazada sine die por los alemanes. La guerrera de SS acaba de posarse delicadamente sobre los hilos eléctricos del tranvía, como ropa tendida puesta a secar. Que es como estamos. Pero Gabčík apenas se ha movido. El clic trágico de su Sten, más que la explosión, le ha dado una especie de bofetada mental. Como en un sueño, ve bajar del coche a los dos alemanes y, como si estuvieran haciendo prácticas, cubrirse mutuamente. En doble apoyo cruzado, Klein se vuelve hacia Kubiš mientras que Heydrich, titubeando, se presenta solo frente a él con el arma en la mano. Heydrich, el hombre más peligroso del Tercer Reich, el verdugo de Praga, el carnicero, la bestia rubia, la cabra, el judío Süss, el hombre de corazón de hierro, la peor criatura jamás forjada por el fuego vivo de los infiernos, el hombre más feroz jamás salido de un útero femenino, su objetivo, está frente a él, titubeante y armado. Saliendo de pronto del atenazamiento que lo había paralizado, Gabčík encuentra la agudeza necesaria para comprender inmediatamente la situación, libre de cualquier consideración mitológica o grandilocuente, y toma la decisión rápida y justa que le permite hacer exactamente lo único que puede hacer: arrojar la Sten y echar a correr. Suenan las primeras detonaciones. Los disparos provienen de Heydrich. Heydrich, el verdugo, el carnicero, la bestia rubia, etc. Pero el Reichsprotektor, campeón de todas las categorías en casi todas las disciplinas humanas, obviamente no está en las mejores condiciones. Falla una y otra vez. Por ahora. Gabčík llega a cubrirse detrás de un poste telegráfico, que debería de ser bastante grueso, porque decide quedarse allí. Desconoce, es verdad, a partir de qué momento Heydrich podrá recuperar todas sus facultades y acertar en su disparo. Entretanto, el trueno retumba. Por la otra parte, Kubiš, limpiándose la sangre que corre por su frente y le nubla la vista, distingue la silueta gigante de Klein que avanza hacia él. ¿Qué locura, o qué voluntad de lucidez suprema le recuerda la existencia de su bicicleta? Agarra el manillar y se monta. Todos los que han hecho bici saben que un ciclista, en relación con un hombre a pie, es vulnerable durante los diez, quince, pongamos veinte primeros metros de arranque, pasados los cuales se distanciará irremediablemente. Kubiš, vista la decisión que su cerebro le obliga a tomar, debe de tener esto en la cabeza. Porque, en lugar de huir en la dirección exactamente contraria a la de Klein, como por instinto habría hecho alrededor del 99% del género humano enfrentado a una situación semejante, es decir, una situación en la que el asunto consiste en huir a toda velocidad de un nazi armado que tiene por lo menos una buena razón para querer matarte, él escoge pedalear hacia el tranvía, de donde los pasajeros medio asfixiados han empezado a salir, describiendo un ángulo inferior a 90º en la línea de Klein. No me gusta meterme en la cabeza de la gente, pero creo poder explicar el cálculo de Kubiš, que tal vez sea además doble. Por una parte, para compensar la relativa lentitud del demarraje y coger velocidad lo más rápidamente posible, sitúa su bicicleta
en el sentido de la bajada
. Ha calculado con acierto que pedalear en cuesta con un SS furioso a la espalda no sería una opción rentable. Por otra parte, para tener una oportunidad, siquiera ínfima, de salir de allí con vida, debe responder a dos exigencias contradictorias: no exponerse ni situarse al alcance de los disparos enemigos. Pero para no estar a su alcance primero es necesario franquear una cierta distancia inevitablemente al descubierto. Kubiš hace lo contrario que Gabčík, tienta su suerte ahora. Pero no se pone exactamente en manos del azar: se servirá de ese tranvía, cuya inoportuna presencia temían los paracaidistas una vez que habían optado por la curva de Holešovice. Los pasajeros que han bajado no son demasiado numerosos para formar una multitud, pero de todos modos va a tratar de utilizarlos como escudo. Supongo que no tiene en cuenta la falta de escrúpulos de un SS a la hora de disparar a través de un grupo de civiles inocentes, pero por lo menos se reducirá su visibilidad para el disparo. Este plan de evasión me parece genial, sobre todo si se considera que el hombre que lo ha concebido acaba de ser sacudido por una deflagración, tiene la cara ensangrentada y ha dispuesto de menos de tres segundos para elaborarlo. Sin embargo, hay un momento en el que Kubiš no tiene más remedio que exponerse a la pura suerte: cuando se aparta del escudo de pasajeros aturdidos. Pero a menudo el azar, creo yo, decide distribuir equitativamente sus hipidos: Klein, conmocionado aún por la explosión, se crispa sobre su arma, el percutor, el gatillo, la culata o qué se yo, el caso es que se le atasca también. ¿El plan de Kubiš va a funcionar? No, porque el escudo de pasajeros es demasiado compacto ante él. En el montón, algunos ya se han recuperado y, bien porque sean alemanes, simpatizantes, ávidos de proezas o de recompensas, bien porque los aterrorice la idea de que se les pudiera acusar de complicidad, o bien, en otros casos, sencillamente por estar paralizados y ser incapaces de moverse ni un centímetro, no parecen dispuestos a franquearle el paso. Dudo mucho que ni siquiera uno de ellos hubiera intentado sujetarlo, aunque tal vez sí le mostrase un aire vagamente amenazante. Llegamos entonces a esa escena cómica (parece que en cada episodio tiene que haber una) en la que Kubiš, en bici, dispara al aire para abrirse camino a través de los atónitos usuarios de un tranvía. Y consigue pasar. El estúpido de Klein comprende que su presa se le escapa, se acuerda de que tiene un patrón al que proteger y se vuelve hacia Heydrich, que continúa disparando. Pero de repente, el cuerpo del Reichsprotektor gira sobre sí mismo y se derrumba. Klein corre hasta él. El silencio que sigue a la interrupción de los disparos no cae en saco roto. Gabčík decide que si ha de probar suerte, es ahora o nunca. Deja el precario abrigo de su poste telegráfico y echa a correr. Ya ha recuperado todas sus facultades y también llega a reflexionar: para darle una oportunidad a Kubiš él debe tomar una dirección diferente. De golpe, sube por la cuesta. El análisis, sin embargo, no es del todo certero porque al hacer eso, se dirige hacia el puesto de observación de Valčík. Pero Valčík, por el momento, no ha sido identificado como participante en la operación. Heydrich consigue apoyarse en su codo. A Klein, que acaba de llegar hasta él, le ladra: «¡Coge el
Schweiehund
!» Klein consigue por fin armar su jodida pistola y entonces se inicia la persecución. Dispara hacia delante y Gabčík, provisto de un Colt 9 mm que afortunadamente llevaba como reserva de la Sten, responde. No sé cuántos metros le saca de ventaja. Ahora que caigo, no creo que Gabčík dispare por encima del hombro, por así decir, para darle a su adversario, sino más bien para advertirle del riesgo que corre si se le acerca demasiado. A la carrera, los dos hombres dejan detrás de sí la glorieta sumida en el caos. Pero delante se perfila una figura cada vez más nítida: es la de Valčík, que va a su encuentro. Gabčík lo ve correr con el arma en la mano, detenerse para apuntar y luego desplomarse antes de haber disparado.

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