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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH

BOOK: HHhH
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HHhH
gira en torno a uno de los más bellos y emocionantes episodios de la Segunda Guerra Mundial, y, muy posiblemente, de la historia de la humanidad; dos miembros de la Resistencia aterrizan en paracaídas en Praga con la misión de asesinar a Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo y cerebro de la solución final. Delatados por un traidor y acorralados por setecientos hombres de la SS, se suicidan.

Laurent Binet

HHhH

ePUB v3.2

chungalitos
23.09.12

Título original:
HHhH

Laurent Binet, 2010.

Traducción: Adolfo García Ortega

Editor original: chungalitos (v1.0 a v3.2)

Versión alternativa cortesía de GONZÁLEZ

Corrección de erratas: faro47 y sofiamarzo (3.2)

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE

De nuevo el pensamiento del prosista deja marcas sobre el árbol de la Historia, pero no nos corresponde a nosotros dar con el ardid que obligue al animal a entrar otra vez en su pequeña jaula.

OSIP MANDELSTAM,
El fin de la novela

1

Gabčík, como se llama, es un personaje que ha existido de verdad. ¿Acaso ha oído de fuera, tras los postigos de un piso a oscuras, donde está solo y tumbado encima de un estrecho jergón, acaso ha escuchado el chirrido tan familiar de los tranvías de Praga? Quiero creer que sí. Como conozco bien Praga, no me es difícil imaginar el número del tranvía (aunque tal vez haya cambiado), ni su itinerario, ni siquiera el lugar desde el que, tras los postigos cerrados, Gabčík, en la cama, espera, piensa y escucha. Estamos en Praga, en la esquina de Vyšehradska con Trojička. El tranvía número 18 (o el 22) se ha detenido delante del Jardín Botánico. Estamos concretamente en 1942. En
El libro de la risa y el olvido
, Kundera deja entender que le da un poco de vergüenza tener que ponerle nombre a sus personajes, y aunque esa vergüenza apenas sea perceptible en sus novelas, en las que abundan los Tomas, las Tamina y muchas Tereza, es obvia la intuición de una evidencia: ¿hay algo más vulgar que atribuir de modo arbitrario, con la pueril intención de lograr un efecto de realidad o, en el mejor de los casos, sencillamente de comodidad, un nombre inventado a un personaje inventado? Aunque, en mi opinión, Kundera debería haber ido más lejos: ¿hay algo más vulgar, en realidad, que un personaje inventado?

Este Gabčík ha existido de verdad, y por difícil que parezca respondía a ese nombre (aunque no siempre). Su historia es igualmente tan verdadera como excepcional. Tanto él como sus camaradas son, a mi modo de ver, los autores de uno de los mayores actos de resistencia de la historia humana, e, incontestablemente, del mayor hecho de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Hace mucho tiempo que deseaba rendirle un homenaje. Hace mucho tiempo que lo veo a él, tumbado en esa pequeña habitación que tiene los postigos cerrados y la ventana abierta, atento al chirrido del tranvía que se detiene delante del Jardín Botánico (¿en qué sentido? No lo sé). Pero por mucho que lleve esta imagen al papel, como solapadamente estoy haciendo ahora, no estoy seguro de rendirle con ello un auténtico homenaje. Sé que reduzco a este hombre al vulgar rango de personaje, y sus actos al de la literatura: alquimia infame, pero, ¿acaso puedo hacer otra cosa? No quiero arrastrar esta visión durante toda mi vida sin al menos haber intentado restituirla. Lo único que espero es que detrás de la espesa capa reflectante de idealización que voy a aplicar a esta historia fabulosa, el espejo sin azogue de la realidad histórica se deje todavía atravesar.

2

No recuerdo exactamente cuándo me habló mi padre de esta historia por primera vez, pero vuelvo a verlo, en mi cuarto de HLM, pronunciando las palabras «partisanos», «checoslovacos», quizá la de «atentado», con toda certeza la de «liquidar», y a continuación esta fecha: «1942». Yo había encontrado en su biblioteca una
Historia de la Gestapo
, escrita por Jacques Delarue, y había empezado a leer algunas páginas. Mi padre, al verme con ese libro en las manos, me hizo algunos comentarios de pasada: mencionó a Himmler, el jefe de la SS, y luego a su brazo derecho, Heydrich, protector de Bohemia-Moravia. Me habló de un comando checoslovaco enviado por Londres y de ese atentado. Él no conocía los detalles (y yo carecía de motivos suficientes para preguntárselos, ya que en aquella época ese acontecimiento histórico no ocupaba todavía el sitio que ocupa ahora en mi imaginario), pero noté en él esa ligera excitación que le caracteriza siempre que cuenta (en general por enésima vez, pues, por deformación profesional o por simple tendencia natural, le gusta repetirse) algo que de un modo u otro le ha impresionado. No creo que en ningún momento él mismo fuera consciente de la importancia que concedía a esa anécdota, porque cuando le hablé recientemente de mi intención de escribir un libro sobre el asunto, sólo percibí por su parte una educada curiosidad, sin el menor indicio de especial emoción. Pero no me cabe duda de que esa historia siempre lo ha fascinado, aunque no haya producido en él una impresión tan fuerte como en mí. También emprendo este libro para devolverle algo de eso: el resultado de unas pocas palabras ofrecidas a un adolescente por ese padre que, en aquel entonces, no era todavía profesor de historia pero que, con unas cuantas frases imperfectas, sabía contarla muy bien.

La Historia.

3

Mucho antes de la separación de los dos países, cuando todavía era un niño, yo hacía ya la distinción entre checos y eslovacos gracias al tenis. Por ejemplo, sabía que Ivan Lendl era checo, mientras que Miroslav Mecir era eslovaco. Y si sabía que el eslovaco Mecir era un jugador más imaginativo, con mayor talento y más simpático que el checo Lendl, laborioso, frío, antipático (pero a pesar de ello número 1 mundial durante 270 semanas, récord batido únicamente por Pete Sampras con 286 semanas), también había aprendido de mi padre que durante la guerra los eslovacos habían colaborado y, en cambio, los checos habían resistido. En mi cabeza (cuya capacidad para percibir la asombrosa complejidad del mundo era entonces muy limitada), aquello significaba que, por naturaleza, todos los checos habían sido resistentes y todos los eslovacos colaboracionistas. Ni por un segundo había pensado en el caso de Francia, donde se nos acusaba de un esquematismo semejante: ¿es que nosotros, los franceses, no habíamos resistido
y
colaborado a la vez? A decir verdad, hasta que no supe que Tito era croata (no todos los croatas habían colaborado, del mismo modo que no todos los serbios habían resistido), no empecé a tener una visión más clara de la situación en Checoslovaquia durante la guerra: por un lado estaba Bohemia-Moravia (como se conocía a la actual Chequia), ocupada por los alemanes y anexionada al Reich (es decir, en tanto que poseedora del poco envidiable estatus de
Protectorat
, considerada como parte integrante de la Gran Alemania); y por otro lado estaba el Estado eslovaco, teóricamente independiente pero satelizado por los nazis. Esto no prejuzgaba en nada, evidentemente, el comportamiento individual de cada quien.

4

Cuando en 1996 llegué a Bratislava antes de ir a ejercer como profe de francés en una academia militar de Eslovaquia oriental, una de las primeras cosas que le pregunté al secretario del agregado de defensa en la embajada (aparte de información sobre mi equipaje, que había sido extraviado en dirección a Estambul) tenía que ver con la historia de aquel atentado. Este buen hombre, suboficial antiguamente especializado en las escuchas telefónicas en Checoslovaquia y reconvertido a la diplomacia al término de la guerra fría, me dio los primeros detalles sobre el asunto. Para empezar, fueron dos los que asestaron el golpe: un checo y un eslovaco. Me alegró saber que un súbdito de mi país de acogida había participado en la operación (por tanto, no cabía duda de que había habido resistentes eslovacos). Sobre el desarrollo de la operación en sí, me dijo poca cosa, salvo, creo yo, que una de las armas se había encasquillado en el momento de disparar sobre el coche de Heydrich (y así supe, en esa misma ocasión, que Heydrich iba en coche cuando ocurrieron los hechos). Pero lo que agudizó mi curiosidad fue sobre todo lo que sucedió a continuación: cómo los dos partisanos se refugiaron con sus amigos en una iglesia, y cómo los alemanes trataron de ahogarlos allí… Extraña historia esta. Yo quería algo con más precisión. Pero el suboficial no sabía nada más.

5

Poco tiempo después de mi llegada a Eslovaquia, conocí a una joven eslovaca muy bella de la que caí perdidamente enamorado y con la que iba a vivir una historia pasional que duraría casi cinco años. Gracias a ella pude obtener algunas informaciones suplementarias. Por de pronto, el nombre de los protagonistas: Jozef Gabčík y Jan Kubiš. Gabčík era el eslovaco y Kubiš el checo; al parecer, debido a la consonancia de sus patronímicos respectivos, es imposible confundirlos. En todo caso, aquellos dos hombres parecían ya formar parte integrante del paisaje histórico: de hecho, Aurelia, la joven en cuestión, había aprendido sus nombres en la escuela, como cualquier otro niño checo o eslovaco de su generación, creo yo. Por lo demás, ella conocía el episodio a grandes rasgos, pero apenas si sabía algo más que mi suboficial. Tuve que esperar dos o tres años para tomar conciencia de lo que siempre había sospechado realmente: que aquella historia sobrepasaba en intensidad novelesca las más improbables ficciones. Y esto lo descubrí casi por azar.

Había alquilado para Aurelia un piso situado en el centro de Praga, entre el castillo de Vyšehrad y Karlovo náměstí, la plaza Carlos. Pues bien, de esta plaza sale una calle, la
ulice
Resslova, que llega hasta el río, donde se encuentra ese extraño edificio de cristal que parece ondular en el aire y que los checos llaman «Tančicí Dům», la casa que baila. En esa calle Resslova, en la acera de la derecha según se baja, hay una iglesia. En uno de los laterales de esa iglesia hay una claraboya en torno a la cual son bien visibles en la piedra numerosos impactos de bala, y una placa, que menciona entre otros los nombres de Gabčík y de Kubiš, así como el de Heydrich, cuyo destino está desde entonces ligado al de ellos para siempre. Yo había pasado decenas de veces por delante de aquella claraboya sin fijarme ni en los impactos de bala ni en la placa. Pero un día me detuve: había dado con la iglesia donde los paracaidistas se habían refugiado después del atentado.

Volví luego con Aurelia a una hora en que la iglesia estaba abierta y pudimos visitar la cripta.

Y en la cripta estaba todo.

6

Estaban las huellas, aún terriblemente frescas, del drama que se había consumado en aquella sala apenas sesenta años antes: el reverso de la claraboya que se ve desde el exterior, el túnel excavado unos pocos metros, los impactos de las balas en las paredes y en el techo abovedado, dos pequeñas puertas de madera. También había unas fotos con los rostros de los paracaidistas, estaba el nombre de un traidor en un texto redactado en checo y en inglés, había un impermeable vacío, un morral, una bici, todo ello reunido dentro de una vitrina, por supuesto había una metralleta Sten, de esas que se encasquillan en el peor momento, había mujeres evocadas, había imprudencias mencionadas, estaba Londres, estaba Francia, había legionarios, había un gobierno en el exilio, había un pueblo con el nombre de Lidice, había un joven centinela que se llamaba Valčík, había un tranvía que pasa, también éste, en el peor momento, había una máscara mortuoria, había una recompensa de diez millones de coronas para el hombre o la mujer que delatase, había cápsulas de cianuro, había granadas y gente para lanzarlas, había emisoras de radio y mensajes codificados, había un esguince en el tobillo, estaba la penicilina que sólo se podía conseguir en Inglaterra, había una ciudad entera bajo el poder de aquel a quien apodaban «El Verdugo», había banderas con la cruz gamada e insignias con calaveras, había espías alemanes que trabajaban para Inglaterra, había un Mercedes negro con un neumático reventado, había un chófer, había un carnicero, había dignatarios alrededor de un ataúd, había policías inclinados sobre unos cadáveres, había represalias terribles, estaba la grandeza y la locura, la debilidad y la traición, el valor y el miedo, la esperanza y la pena, todas las pasiones humanas estaban reunidas en unos pocos metros cuadrados, estaba la guerra y estaba la muerte, había judíos deportados, familias masacradas, soldados sacrificados, había venganza y cálculo político, había un hombre que, entre otros, tocaba el violín y practicaba esgrima, había un cerrajero que nunca pudo ejercer su oficio, estaba el espíritu de la Resistencia que se quedó grabado para siempre en esos muros, estaban los rastros de la lucha entre las fuerzas de la vida y las de la muerte, estaban Bohemia, Moravia, Eslovaquia, estaba toda la historia del mundo contenida dentro de unas pocas piedras.

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