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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (33 page)

BOOK: HHhH
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«
Do píči!
» En el momento en que cae, con el muslo atravesado por un violento dolor, Valčík no puede exclamar otra cosa que «¡Mierda, será cabrón!» Alcanzado por una bala del alemán, qué mala suerte. Ahora el gigantesco SS está ya a unos pocos metros. Valčík se cree perdido. No tendrá tiempo de recuperar su arma, que ha dejado caer. Pero cuando Klein llega a su altura, milagro: no se detiene. Ya porque el alemán concede a Gabčík una importancia prioritaria, ya porque, al ir demasiado concentrado en su objetivo, no ha visto que Valčík estaba armado y listo para dispararle, o ni siquiera lo ha visto
a secas
, lo cierto es que pasa por delante sin pararse ni echarle una mirada. Valčík puede considerarse afortunado, pero aun así echa pestes: se burlarían de él si llega a saberse que le ha dado
una bala perdida
. Cuando se da la vuelta, los dos hombres han desaparecido.

Abajo, la situación apenas es menos confusa. Una joven rubia, sin embargo, ha comprendido lo que ha pasado. Ella es alemana y ha reconocido a Heydrich, que yace atravesado en la carretera sujetándose la espalda. Con la autoridad que le da la convicción de pertenecer a una raza superior, para un coche y ordena a los dos ocupantes que lleven al Reichsprotektor al hospital más próximo. El conductor protesta: su coche va cargado de cajas de bombones que ocupan el asiento trasero por completo. «¡Descárguelas!
Sofort!
», ladra la rubia. Nueva escena surreal, relatada por el conductor en persona: los dos checos, sin darse ninguna prisa, empiezan a descargar las cajas de bombones como a cámara lenta, mientras la joven rubia, bonita y elegante en su traje sastre, da vueltas alrededor de Heydrich en el suelo susurrándole unas frases en alemán que él parece no oír. Pero está claro que es el día de esa alemana. Aparece otro vehículo en la glorieta que, de un vistazo, considera más útil. Se trata de una pequeña furgoneta Tatra que reparte betún y cera para suelos. La rubia corre hacia ella gritando sin parar.

—¿Qué ocurre?

—¡Un atentado!

—¿Y qué quiere?

—Tiene que llevar a Herr Obergruppenführer al hospital.

—Pero… ¿por qué yo?

—Su coche está vacío.

—Pero es que ahí dentro no va a estar muy cómodo, hay cajas de betún, huele mal, no es conveniente transportar al protector en tales condiciones…


Schnell!

Mala suerte para el trabajador de la Tatra, le ha tocado a él salir pitando. Un guardia que ha llegado mientras tanto lleva a Heydrich sosteniéndolo en pie. Parece que el Reichsprotektor trata de caminar recto pero no lo consigue. La sangre corre por su uniforme desgarrado. A duras penas logra poner su cuerpo en el asiento del pasajero, delante, mientras aprieta su revólver en una mano y sujeta con la otra la cartera. La furgoneta arranca y circula por la bajada. Pero entonces el conductor cae en la cuenta de que el hospital está del otro lado y tiene que dar media vuelta. La maniobra no le pasa desapercibida a Heydrich, que le grita: «
Wohin fahren wir?
» Mi flojo nivel de alemán me permite entender la pregunta: «¿Adónde vamos?» El conductor también la entiende, pero como no logra recordar cómo se dice «hospital» (
Krankenhaus
), no contesta, y en ese momento Heydrich se pone a proferir amenazas blandiendo su arma. Afortunadamente, la furgoneta ha regresado a su punto de partida. El conductor ve a la joven rubia, que todavía sigue ahí y que a su vez, al verlos llegar, corre hacia ellos. El conductor se lo explica. Pero Heydrich masculla algo a la rubia. No puede seguir en ese asiento delantero, está demasiado hundido para él. Entonces ella lo ayuda a salir, se pone en la parte de atrás, boca abajo, entre las latas de cera y las cajas de betún. Heydrich pide que le den su cartera. Se la arrojan a su lado. La Tatra se pone otra vez en marcha. Heydrich sigue sujetándose la espalda con una mano y se oculta la cara con la otra.

Mientras tanto, Gabčík no ha dejado de correr. Con la corbata al viento, el cabello despeinado, se parece a Cary Grant en
Con la muerte en los talones
, o a Belmondo en
El hombre de Río
. Pero evidentemente, Gabčík, por muy bien entrenado que esté, no tiene la resistencia prodigiosa de la que el actor francés hará alarde en su extravagante papel. Gabčík, al contrario que Belmondo, no puede correr indefinidamente. Zigzagueando por el barrio residencial de los alrededores, ha llegado a cobrar un poco de ventaja sobre su perseguidor, pero sin dejarlo atrás. Cada vez que tuerce por una calle, tiene unos segundos en los que desaparece de su campo visual. Debe sacar provecho de ello. Sin aliento, divisa una tienda abierta y se mete en su interior, exactamente durante el lapso de tiempo en que Klein no puede verlo. Desafortunadamente para él, no ha podido leer el nombre del establecimiento: carnicería Brauner. Cuando le pide jadeante al dependiente que lo ayude a esconderse, éste se precipita fuera, ve a Klein dando saltos y, sin decir ni una palabra, le señala su tienda con el dedo. No sólo este Brauner es un checo alemán, sino que para colmo tiene un hermano en la Gestapo. Muy mala baza, por tanto, para Gabčík, que se encuentra acorralado en la trastienda de una carnicería nazi. Pero Klein, durante la persecución, ha tenido que darse cuenta de que el fugitivo va armado. No entra, se protege detrás de una maceta y se pone a disparar hacia el interior como un loco. Después de haber esperado detrás del poste telegráfico a que Heydrich dejara de dispararle, la situación de Gabčík no ha cambiado ahora gran cosa. Sin embargo, bien porque recuerde sus cualidades como tirador, bien porque un simple SS de dos metros le impresiona menos que el verdugo de Praga en persona, se siente mucho más capaz de reaccionar. Se descubre por un segundo, distingue el extremo de una silueta que sobrepasa, apunta, dispara, y Klein se derrumba, herido en la pierna. Sin más dilación, Gabčík da un brinco, pasa por delante del alemán, se lanza hacia la calle y se pone a correr. Pero se pierde en un dédalo de callejuelas. Llega a la glorieta siguiente y se queda paralizado. Al final de la calle por la que se disponía a subir, distingue el nacimiento de la curva. En su huida alocada, ha girado en redondo y está a punto de volver a su punto de partida. Parece una pesadilla de Kafa a cámara rápida. Se mete por la otra calle del cruce, que es de bajada, y se precipita hacia el río. Y yo, que cojeo por las calles de Praga y subo por Na Poričí arrastrando la pierna, lo veo alejarse.

La Tatra llega al hospital. Heydrich está amarillo, apenas si se sostiene sobre sus piernas. Lo llevan inmediatamente al quirófano y le quitan la chaqueta. Con el torso desnudo, mira con desdén a la enfermera que se marcha sin pedir más explicaciones. Se queda solo, sentado en la mesa de operaciones. Daría lo que fuera por saber cuánto tiempo exactamente dura esa breve soledad. Aparece un hombre con gabardina negra. Ve a Heydrich, abre los ojos como platos, echa una mirada circular por la habitación y sale enseguida a telefonear: «¡No, no es una falsa alarma! ¡Envíame un escuadrón de SS inmediatamente! ¡Sí, Heydrich! Repito: el Reichsprotektor está aquí y está herido. No, no sé nada más.
Schnell
!» A continuación viene un primer médico, checo. Está blanco como un lienzo pero nada más llegar empieza a examinar la herida con unas pinzas y unos algodones. Tiene ocho centímetros de largo y contiene muchos fragmentos e inmundicias. Heydrich no rechista mientras las pinzas escudriñan en la herida. Un segundo médico, este alemán, irrumpe en la sala. Pregunta qué ocurre, y ve a Heydrich. Enseguida golpea los tacones y exclama: «
Heil
!» A continuación prosiguen examinando la herida. El riñón no ha sido dañado, tampoco la columna vertebral, el diagnóstico preliminar parece alentador. Ponen a Heydrich en una silla de ruedas y lo llevan a radiografía. Por los pasillos parece que los SS han copado el hospital. Se toman las primeras medidas de seguridad: embadurnar con pintura blanca todas las ventanas que dan al exterior, con el fin de evitar a los francotiradores, y colocar nidos de ametralladoras en el tejado. Y por supuesto, poner de patitas en la calle a todos los enfermos que sobren. Heydrich se levanta de la silla y va por su propio pie a situarse delante del aparato de rayos X, haciendo grandes esfuerzos por tener un porte digno. La radiografía revela que el daño ha sido mayor. Una costilla está rota, el diafragma está perforado y la caja torácica dañada. Descubren que hay algo alojado en el bazo, una esquirla de la bomba o un trozo de la carrocería. El médico alemán se inclina hacia el herido:

—Herr Protektor, vamos a tener que operarlo…

Heydrich, lívido, dice que no con la cabeza:

—¡Quiero un cirujano de Berlín!

—Pero su estado exige… exigiría una intervención inmediata…

Heydrich reflexiona. Comprende que está en juego su piel, que el tiempo no corre a su favor, y acepta que manden venir al mejor especialista que haya en la clínica alemana de Praga. Inmediatamente lo llevan otra vez a la sala de operaciones. Karl Hermann Frank y los primeros miembros del gobierno checo empiezan a llegar. El pequeño hospital de barrio conoce una efervescencia como nunca había conocido ni volverá a conocer jamás.

Kubiš se gira sin detenerse y ve que nadie lo persigue. Lo ha logrado. ¿Pero exactamente qué es lo que ha logrado? Matar a Heydrich no, ya que tenía toda la pinta de estar en plena forma cuando lo dejó rociando a tiros a Gabčík, y ayudar a Gabčík tampoco, porque parecía en serias dificultades con su Sten enmudecida. En cuanto a ponerse fuera de peligro, era obvio que lo había conseguido sólo de modo provisional. La batida empezará de un minuto a otro, y su descripción no será muy complicada: un hombre en bicicleta con una herida en la cara. No se le ocurre nada más fácilmente reconocible. Y queda otro dilema por resolver: la bici le permite una movilidad preciosa para alejarse rápidamente de la zona del atentado, pero lo hace mucho más expuesto ante cualquier control. Kubiš opta por deshacerse de ella. Reflexiona mientras pedalea. Bordea el lugar del atentado y va a dejar su vehículo delante de la zapatería Bata, en el barrio del viejo Liben. Habría sido preferible cambiar de sector pero cada segundo que pasa a la intemperie incrementa las posibilidades de que lo detengan. Por eso elige buscar refugio en casa de su contacto más cercano, la familia Novák. Penetra en un edificio de viviendas obreras y sube los escalones de cuatro en cuatro. Una vecina lo interpela: «¿Busca a alguien?» Se tapa torpemente la cara.

—A la señora Nováková.

—Está ausente, pero acabo de dejarla, volverá enseguida.

—La esperaré.

Kubiš sabe que la brava señora Nováková nunca cierra su puerta para que él y sus amigos puedan aparecer por allí cuando lo consideren oportuno. Entra en el piso y se arroja sobre el sofá. Primer segundo de respiro en esta larguísima y espantosa mañana.

El hospital de extrarradio Bulovka se asemeja ahora a la cancillería del Reich, al búnker de Hitler y a la sede de la Gestapo a la vez. Las fuerzas de choque de las SS dispuestas alrededor, en, sobre y debajo del edificio, están preparadas para enfrentarse a toda una división de blindados soviéticos. Sin embargo, esperan al cirujano. Frank, el antiguo librero de Karlovy Vary, abrasa cigarrillo tras cigarrillo como si fuera a ser papá. De hecho rumia: habrá que informar a Hitler.

La ciudad está en zafarrancho de combate: en Praga, todo aquel que lleve uniforme ha sido poseído por unas irreprimibles ganas de correr en cualquier dirección. La agitación es máxima, la eficacia prácticamente nula. Si Gabčík y Kubiš hubieran querido tomar el tren en la estación de Wilson (desbautizada) para abandonar la ciudad en las dos horas que siguieron al atentado, habrían podido hacerlo con toda tranquilidad.

Curiosamente Gabčík, peor parado, tiene menos problemas: debe encontrar como sea una gabardina porque su descripción seguro que va a mencionar que carece de ella, al haber tenido que abandonar la suya a los pies del Mercedes, pero en cambio conserva toda su integridad física, no tiene ninguna herida en el cuerpo, ni visible ni invisible. A fuerza de correr, llega hasta el barrio de Žižkov. Una vez allí, recupera el aliento y la calma, compra un ramo de violetas y llama a la puerta del profesor Zelenka, miembro de Jindra, la organización de resistencia de los Sokols. Ofrece el ramo de violetas a la señora Zelenka, pide prestada una gabardina y vuelve a marcharse. O quizá pidiera prestada la gabardina en casa de los Svatoš, que le habían prestado ya la cartera, también abandonada en la curva, pero los Svatoš viven demasiado lejos, en el corazón de la ciudad, en la plaza Wenceslao; en este punto los testigos no se aclaran y me pierdo un poco. Sea como sea, él vuelve enseguida al domicilio de los Fafek, donde lo aguardan un baño caliente y su jovencísima novia, Libena. Ignoro lo que hacen y lo que dicen. Pero sabemos que Libena estaba al corriente de todo. Debió de sentirse muy feliz al verlo otra vez con vida.

Kubiš se lava la cara, la señora Novák le aplica tintura de yodo, la vecina, buena persona, le presta una camisa de su marido para que pueda cambiarse, una camisa blanca con rayas azules. Completa su disfraz con un uniforme de ferroviario, prestado por el señor Novák. Con su apariencia de obrero, su rostro hinchado atraerá menos la atención: los trabajadores son más proclives a los accidentes que los caballeros con traje, como todo el mundo sabe. Queda un problema: habría que ir a recuperar la bicicleta dejada delante de Bata. Está demasiado cerca de la curva, la policía la encontrará enseguida. Como caída del cielo, la pequeña Jindriska, la benjamina de los Novák, llega toda feliz de la escuela y está muerta de hambre, ya que se come pronto en Checoslovaquia. Mientras se dispone a hacerle la comida, su mamá le confía una misión: «Un señor que conozco ha dejado su bicicleta delante de los almacenes Bata. Ve por ella y déjala en el patio. Y si alguien te pregunta de quién es esa bicicleta, no le contestes, ha tenido un accidente y podría causarle problemas…» La chica sale a escape mientras su madre le grita: «¡Y no intentes usarla, que no sabes! ¡Pon atención a los coches…!»

Un cuarto de hora más tarde, vuelve con la bici. Una señora le ha preguntado, pero, siguiendo las instrucciones, ella no ha abierto la boca. Misión cumplida. Kubiš ya puede irse tranquilo. Aunque lo de tranquilo es una manera de hablar, evidentemente, tan tranquilo como pueda estarlo alguien que se sabe abocado a convertirse en uno de los dos hombres más buscados del Reich en las próximas horas, quizá minutos.

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