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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (37 page)

BOOK: HHhH
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Pero el 10 de junio de 1942, ni él ni nadie es todavía consciente de ello, y menos aún Gabčík y Kubiš. La noticia de la destrucción del pueblo hunde a los dos paracaidistas en el horror y la desesperación. La culpabilidad los corroe más que nunca. Por más que se digan que han cumplido con su misión, que la bestia ha muerto, que han librado a Checoslovaquia y al mundo entero de una de sus criaturas más maléficas, tienen la impresión de haber matado ellos mismos a los habitantes de Lidice, y también de que hasta que Hitler no sepa que ellos han muerto, las represalias continuarán indefinidamente. Encerrados en su cripta, le dan vueltas a todo esto entre quebraderos de cabeza por la tensión nerviosa y llegan a la única conclusión posible: han de entregarse. Su cerebro ardiente imagina un escenario delirante: irán a pedir que los reciba Emanuel Moravec, el Laval checo. Un vez dentro, le darán una carta en la que expliquen que son los responsables del atentado, lo matarán a él y luego se suicidarán en su despacho. Se necesita toda la paciencia, la amistad, la fuerza de persuasión, la diplomacia del teniente Opálka, de Valčík y de los camaradas con quienes comparten la cripta para que renuncien a tan insensato proyecto. Primero, porque no es factible técnicamente. Luego, porque los alemanes desconfiarán de ellos. Y finalmente, porque, aunque llegaran a realizar su plan, el terror y las masacres habían comenzado mucho antes de la muerte de Heydrich y seguirán mucho después de la suya. No cambiaría nada. Su sacrificio sería completamente inútil. Gabčík y Kubiš lloran de rabia y de impotencia. Pero acaban por dejarse convencer. De todos modos, no llegaron nunca a persuadirse de que la muerte de Heydrich sirviera realmente para algo.

Si estoy escribiendo este libro, quizá sea para hacerles comprender que se equivocan.

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«Polémica sobre un juego checo.

»Un sitio de Internet concebido para captar el interés de los jóvenes checos por la historia del pueblo de Lidice, destruido por completo por los nazis en junio de 1942, propone un juego interactivo consistente en “quemar Lidice en el menor tiempo posible”.»

(
Libération
, 6 de septiembre de 2006)

242

La Gestapo consigue tan pocos resultados que cualquiera diría que ha dejado de buscar a los asesinos de Heydrich. Busca cabezas de turco para justificar su fracaso y cree haber encontrado una. Se trata de un funcionario del ministerio de Trabajo que, en la noche del 27 de mayo, autorizó la salida de un tren lleno de trabajadores checos con destino a Berlín. Como los tres paracaidistas siguen sin aparecer, esta pista vale como cualquier otra, y la Gestapo ha «establecido» que los tres asesinos (sí, la investigación ha avanzado un poco y ya saben ahora que eran tres) iban a bordo. Los hombres del palacio Petschek están a punto de dar unas precisiones del todo sorprendentes: los fugitivos fueron escondidos debajo de los asientos durante el trayecto y aprovecharon una breve parada en Dresde para bajarse del tren y desaparecer por el campo. Es cierto que la idea de que los terroristas hubieran podido abandonar el país para ir a refugiarse en Alemania puede parecer ligeramente atrevida, pero se necesita algo más para hacer retroceder a la Gestapo. Por otra parte, el funcionario no acepta esa versión y se defiende cogiéndolos desprevenidos: sí, claro que autorizó la salida del tren, pero lo hizo a petición expresa del ministro del Aire en Berlín. Que es lo mismo que decir Goering. Además, ese funcionario meticuloso había conservado copia de la autorización para circular sellada por los servicios de policía de Praga. Por tanto, si hubo un error, la Gestapo deberá asumir su parte de responsabilidad. En el palacio Petschek optan por no insistir en esta historia.

243

El comisario Pannwitz, ese viejo soldado claramente fino conocedor del alma humana, tiene una idea para desbloquear la situación. Pannwitz parte de esta premisa: el clima de terror creado a propósito desde el 27 de mayo es contraproducente. No tiene nada en contra del terror, pero supone un problema: produce un efecto absolutamente disuasorio en todos los delatores de buena voluntad. Más de dos semanas después del atentado, nadie se ha arriesgado a ir a contarle a la Gestapo que tiene alguna información pero que hasta la fecha no se atrevía a darla. Hay que prometer —y cumplir— una amnistía para todos aquellos que acudan voluntariamente a hacer alguna revelación sobre el asunto, aunque estén implicados en él.

Frank se deja convencer: decreta una amnistía para cualquiera que aporte,
en no más de cinco días
, alguna información que permita la captura de los asesinos. Después, no podrá contener la sed de sangre de Hitler y de Himmler.

Enterada de esto la señora Moravec, comprende inmediatamente lo que quiere decir: los alemanes se juegan el todo por el todo. Si de aquí a cinco días nadie denuncia a los muchachos, estarán libres de toda delación y sus posibilidades de supervivencia habrán aumentado considerablemente. En efecto, una vez expirado el plazo de la amnistía, ninguna persona se atreverá a ir a la Gestapo. Estamos a 13 de junio de 1942. Ese mismo día, un desconocido pasa por su casa, pero no hay nadie. El hombre pregunta al portero si ella ha dejado una cartera para él. Es checo pero no da la contraseña, «Jan». El portero contesta que no sabe nada al respecto. El desconocido se marcha. Karel Čurda ha tenido que salir a la superficie.

244

La tía Moravec ha enviado a su familia unos días al campo pero ella sigue estando demasiado atareada en Praga. Hace la colada, plancha, se encarga de la compra, corre de aquí para allá. Para no llamar la atención, le pide ayuda a la mujer del portero. No conviene que la vean con los brazos cargados tan a menudo. Por otra parte, el lugar donde se esconden los paracaidistas debe mantenerse en secreto. Eso hace que las dos mujeres se citen en la plaza Carlos, allí la portera le da las bolsas con provisiones entre la gente y los parterres de flores. Luego, la tía desciende por la calle Resslova, entra en la iglesia y desaparece. Otras veces, ambas montan en el mismo tranvía pero la portera se baja dos o tres paradas antes de llegar, dejando allí sus bolsas, que la tía se encarga de recuperar. Lleva a la cripta pasteles calientes recién salidos del horno, cigarrillos, alcohol de quemar para el funcionamiento de un viejo infiernillo, y las noticias del mundo exterior. Casi todos los muchachos están un poco enfermos debido al frío pero tienen la moral algo más alta. Aunque la muerte de Heydrich no puede hacer olvidar Lidice, poco a poco van comprendiendo el alcance de lo que han hecho. Valčík recibe a la tía en una especie de bata. Es verdad que tiene el aire un poco paliducho, pero se ha dejado un fino bigote que, en mi opinión, le da un porte distinguido. Le pregunta si sabe algo de Mula, su perro. Mula está bien, los porteros se lo han confiado a una familia que tiene un jardín enorme. A Kubiš se le ha ido la hinchazón en el rostro e incluso Gabčík recupera un poco su alegría natural. La pequeña comunidad de los siete se organiza: han hecho un colador con una camiseta, les encantaría poder tomar café. La tía les promete que intentará encontrar un poco. Durante todo ese tiempo, el maestro de escuela Zelenka ha estado trabajando con la Resistencia en hipotéticos planes de huida. «Antropoide» había sido concebida como una misión suicida y nadie había imaginado de verdad que podría plantearse la cuestión del retorno. Como primera medida, habría que mandarlos a todos al campo. Pero la Gestapo no descansa, la ciudad está en estado de alerta máxima y es preciso esperar. Pronto será San Adolfo y para celebrarlo (pues, para mayor precisión, Adolf es el nombre de pila del teniente Opálka), la tía querría encontrar unos filetes de ternera. También le gustaría hacerles un caldo con higadillos. Obviamente, los muchachos ya no la llaman «tía» sino «mamá». Siete hombres superentrenados reducidos a la inacción, vulnerables como niños, enclaustrados en ese sótano húmedo, dependen exclusivamente de esta mujercita maternal. «Hay que aguantar hasta el 18», se repite ella. Estamos a 16.

245

Karel Čurda está de pie en la acera, en lo alto de la calle Bredovska, hoy rebautizada como Růžová, la calle rosa, que los checos, como recuerdo, llaman también «la calle de los prisioneros», y que desemboca en la Estación central, ex estación Wilsonovo. Enfrente, el palacio Petschek es un imponente caserón de piedra gris, lúgubre y perfectamente inquietante, que hace esquina. Ese inmueble macizo fue edificado después de la Primera Guerra Mundial por un banquero checo que poseía la casi totalidad de las minas de carbón de Bohemia del Norte. Quizá la antracita que recubre la fachada del edificio sea como una reminiscencia del origen carbonero de su fortuna. Pero el banquero cedió las minas y el palacio al gobierno, optando prudentemente por abandonar el país para irse a Inglaterra justo antes de la invasión alemana. Todavía hoy, el palacio Petschek es un edificio oficial que alberga el ministerio de Comercio y de Industria. Pero en 1942 es el cuartel general de la Gestapo en Bohemia-Moravia. Cerca de mil empleados trabajan allí en las más oscuras tareas, a lo largo de pasillos tan sombríos que incluso a pleno día parece que es de noche. Situado en el corazón de la capital, dotado de un equipo ultramoderno, con una imprenta, un laboratorio, un correo pneumático y una central telefónica, el edificio es, desde un punto de vista funcional, absolutamente idóneo para la policía nazi. Sus numerosos subsuelos y sótanos han sido convenientemente acondicionados. Regenta la casa el doctor Geschke, un joven Standartenführer cuya única foto que he visto me hiela la sangre, con su cuchillada en la cara, su piel femenina, sus ojos de loco, sus labios crueles, su raya a un lado y su cabeza medio rapada. En resumidas cuentas, el palacio Petschek es la imagen misma del terror nazi en Praga, y el mero hecho de pararse delante del edificio ya requiere cierto valor. Karel Čurda no carece de él, pero lo que le motiva son veinte millones de coronas. Porque también hace falta valor para denunciar a los propios camaradas. Hay que sopesar los pros y los contras. Nada le garantiza que los nazis mantendrán su palabra. Va a jugarse la vida al doble o nada: la fortuna o la muerte. Pero Čurda es un aventurero. Por afán de aventura se alistó en las fuerzas checoslovacas libres. Ese mismo afán de aventura le hizo presentarse como voluntario para misiones especiales en el Protectorado. Sin embargo, su regreso al país no le ha gustado, la clandestinidad para él no tiene nada de atractivo. Desde el atentado vive en casa de su madre, en provincias, en la pequeña ciudad de Kolín, a 60 kilómetros al este de Praga. Antes, sin embargo, tuvo tiempo de contactar con el mayor número de personas implicadas en la Resistencia, incluidos Kubiš y Valčík, con los que participó en la operación Škoda en Pilsen, y también Gabčík y Opálka, con quienes se cruzó repetidas veces a causa de los cambios de escondites por Praga. Conoce, entre otros, el piso de los Svatoš, que suministraron una bicicleta y una cartera para el atentado. Conoce también, y sobre todo, las señas de los Moravec. No sé por qué ha pasado por casa de éstos hace tres días. ¿Tenía ya en ese momento la intención de traicionarlos? ¿O en cambio buscaba recuperar el contacto con la red de la que no tenía noticias? ¿Pero por qué regresar a Praga, si no es por la recompensa? ¿No estaba más seguro en casa de su madre, en la pintoresca pequeña ciudad de Kolín? La verdad es que no: Kolín, en 1942, es un centro administrativo alemán; allí también es donde se reagrupa a los judíos de Bohemia Central y la estación sirve de nudo ferroviario para las deportaciones hacia Terezín. Por consiguiente, es posible que Čurda no quisiera poner por más tiempo a su familia en peligro —aparte de su madre, también su hermana vivía en Kolín— y regresara a Praga para buscar apoyo y refugio junto a sus camaradas. ¿Cómo sopesó las cosas cuando al ir a llamar a casa de los Moravec encontró la puerta cerrada? Porque la tía Moravec lo esperaba, ya que cuando el portero le habló de un misterioso visitante, ella le preguntó si venía de Kolín. Pero había salido… Nunca podemos saber qué hace que las cosas sucedan como suceden, si el azar travieso y burlón o las poderosas fuerzas de una voluntad en marcha. Sea como sea, este martes 16 de junio de 1942, Karel Čurda parece haber tomado ya su decisión. No sabe dónde se esconden sus camaradas paracaidistas. Pero sabe bastante al respecto.

Karel Čurda atraviesa la calle, se presenta al centinela que hace guardia en el pesado pórtico de madera, dice que tiene una revelación que hacer, sube los gruesos peldaños alfombrados de rojo que lo conducen hasta el amplio vestíbulo de entrada y se abisma en el vientre de piedra del palacio negro.

246

Ignoro cuándo y por qué los Moravec padre e hijo volvieron a Praga. Regresan como por arte de magia tras unos días de descanso en el campo, por la impaciencia del chico, sin duda, para ayudar a los paracaidistas o para no dejar totalmente sola a su madre. Y por el trabajo del padre, tal vez. Dicen que no estaba enterado de nada pero me cuesta creerlo. Cuando su mujer acogía a los paracaidistas en su casa, él veía perfectamente que no se trataba de
boy scouts
. Y además ha llamado varias veces a amigos suyos para conseguir un traje, una bici, un médico, un escondite… Toda la familia, por tanto, ha participado en la lucha, incluido el primogénito, refugiado en Inglaterra, piloto de la RAF, del que no tienen noticias y que morirá el 7 de junio de 1944 cuando su caza se estrelle al día siguiente del Desembarco, dentro de casi dos años, es decir, para los tiempos que corren, una eternidad.

247

Čurda ha cruzado el Rubicón pero no es recibido exactamente como un triunfador. Después de toda una noche de interrogatorio, durante la cual la Gestapo ha demostrado enseguida la importancia de su testimonio dándole una paliza en la misma proporción, aguarda prudentemente sentado en un banco de madera de uno de aquellos pasillos sombríos a que se decida su suerte. A solas un momento con él, el intérprete militarizado le hace la siguiente pregunta:

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque no podía soportar más asesinatos de gente inocente.

Y también por veinte millones de coronas. Que va a cobrar.

248

Una mañana les sucede a los Moravec lo que toda familia teme esos años de hierro y de horror. Suena la puerta y es la Gestapo. Los alemanes empujan a la madre, al padre y al hijo contra la pared, y luego destrozan frenéticamente el piso. «¿Dónde están los paracaidistas?», vocifera el comisario alemán y traduce el traductor que lo acompaña. El padre responde tranquilamente que no conoce a nadie. El comisario se va a registrar por las habitaciones. La señora Moravec pregunta si puede ir al baño. Un agente de la Gestapo la abofetea. Pero nada más hacerlo, es requerido por su jefe y desaparece. Ella le insiste al traductor, que se lo autoriza. Sabe que dispone tan sólo de unos pocos segundos. Así que va rápidamente a encerrarse en el cuarto de baño. Saca su cápsula de cianuro y la muerde sin dudar. Muere al instante.

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