HHhH (15 page)

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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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A fuerza de frecuentar los burdeles, a Heydrich se le ocurre una idea genial: abrir uno propio.

Sus más próximos colaboradores, Schellenberg, Nebe y Naujocks, se movilizan para llevar a cabo esta empresa. Schellenberg encuentra una casa en un barrio elegante de las afueras de Berlín. Nebe, que durante años se ha trabajado la vida mundana, recluta a las chicas. Y Naujocks se encarga de los arreglos en el local: cada habitación está sembrada de cámaras y de micrófonos ocultos. Detrás de los cuadros, dentro de las lámparas, debajo de los sillones, encima de los armarios. En el sótano es donde se instalará la central de escucha.

La idea es genial de puro simple: en vez de ir a espiar a la gente a su casa, se les hace venir a ésta. Se trata, por tanto, de montar un burdel de alto
standing
para atraer a una prestigiosa clientela de personalidades eminentes.

Cuando todo está preparado, el salón Kitty abre sus puertas, y muy pronto el boca-oreja lo convierte en un establecimiento de renombre en los medios diplomáticos. Las escuchas funcionan sin parar las veinticuatro horas. Las cámaras sirven para hacer cantar a los clientes.

Kitty, la patrona, es una ambiciosa
madame
de prostíbulo vienesa, distinguida, competente y apasionada de su trabajo. Adora poder jactarse de la visita de una celebridad. La venida del conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores italiano y yerno de Mussolini, la vuelve loca de alegría. Supongo que se podría escribir también un libro apasionante sobre ella.

Con bastante frecuencia, Heydrich procede a hacer visitas de inspección. Llega avanzada la noche, por lo general ebrio, y sube a una habitación con una chica.

Hubo una vez en que una mañana Naujocks dio con la grabación de su jefe. Por curiosidad escuchó la cinta —no sé si era una filmación— y decidió prudentemente borrar lo grabado, después de haberse guaseado de lo lindo. No tengo los detalles, pero aparentemente los atributos de Heydrich debían de dar risa.

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Naujocks está de pie en el despacho de Heydrich, quien no le ha invitado a sentarse, bajo una enorme lámpara de araña cuya punta, cual espada de Damocles, amenaza sobre su cabeza, que esa mañana siente como nunca pender de un hilo. Heydrich está sentado delante del inmenso tapiz mural en el que hay bordada un águila gigantesca ciñendo una cruz gamada dibujada en un estilo muy rúnico. Golpea con el puño sobre la placa de mármol puesta en una mesa de madera maciza, y el golpe hace saltar la foto de su mujer y de sus hijos.

—¡Cómo diablos se te ha podido ocurrir grabar mi visita al salón Kitty la pasada noche!

Por mucho que sospechara el motivo de su convocatoria matinal al despacho del patrón, Naujocks palidece interiormente.

—¿Grabar?

—¡Sí, no lo niegues!

Naujocks calcula rápidamente que Heydrich no tiene ninguna prueba material, ya que se cuidó de borrar la cinta él mismo. Adopta entonces la estrategia que considera más rentable. Conociendo como conoce a su patrón, sabe que se juega el cuello.

—¡Pues lo niego! ¡Ni siquiera sé en qué habitación ha estado usted! ¡Nadie me lo ha dicho!

El largo silencio que sigue a continuación prueba los nervios del superagente.

—¡Mientes! O entonces es que te has vuelto descuidado.

Naujocks se pregunta cuál será, en opinión de su jefe, la peor de esas dos hipótesis. Heydrich recobra un tono más tranquilo, pero también más inquietante:

—Deberías haber sabido dónde estaba yo. Eso forma parte de tus cometidos. Y también es tu deber cerrar los micrófonos y los magnetófonos cuando yo estoy allí. Y no lo hiciste la pasada noche. Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces. Puedes irte.

Naujocks, el hombre bueno para todo, el hombre que en Gleiwtiz desencadenó la guerra, es puesto en entredicho. Ha estado a punto de, simple y llanamente, hacerse liquidar, y se ha salvado sólo por su notable instinto de supervivencia. En su caso, como consecuencia de ese lamentable incidente, pasará en adelante la mayor parte de su tiempo tratando de ser olvidado. Es demasiado alto el precio que hay que pagar por reírse a la cara de Heydrich, su jefe, el Heydrich brazo derecho de Himmler, número dos de las SS, jefe supremo de la RSHA, dueño del SD y de la Gestapo, el Heydrich bestia rubia que, por su ferocidad pero también por sus atributos sexuales, merece doblemente el apodo, o más bien no lo merece en absoluto, se dirá Naujocks entre dos ataques de angustia.

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Ese diálogo es el ejemplo por excelencia de las dificultades con que me encuentro. Seguro que Flaubert no tuvo los mismos problemas con
Salambô
, porque nadie ha consignado jamás las conversaciones de Amílcar, el padre de Aníbal. Pero cuando yo le hago decir a Heydrich: «Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces», me limito a poner las frases tal y como son reproducidas por el propio Naujocks. No se puede esperar un testigo mejor, a la hora de reproducir una frase, que el interlocutor directo que la ha oído y a quien ha sido dirigida. Sin embargo, dudo que Heydrich haya expresado su amenaza en esos términos. No es su estilo, es más bien el de Naujocks, que rememora esa frase años después, cuando la reescribe al reunir su testimonio, y el del traductor. De pronto, oír a Heydrich, la bestia rubia, el hombre más peligroso del Reich, decir: «Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces», suena un poco gilipollesco. Es mucho más verosímil que Heydrich, personaje grosero e imbuido de su poder, colérico, hubiera espetado algo parecido a esto: «¿Quieres reírte en mi cara? ¡Ten mucho cuidado o te arranco los cojones!» Pero, claro, ¿qué valor tiene mi visión de las cosas frente a la de un testigo directo?

Si sólo se contase conmigo, yo escribiría:

—Dime, Naujocks, ¿dónde he pasado yo la noche?

—¿Perdón, mi general?

—Has entendido la pregunta perfectamente.

—Pues… no sé, mi general.

—¿No lo sabes?

—No, mi general.

—¿No sabes que estuve en casa de Kitty?

—…

—¿Qué has hecho con la grabación?

—No comprendo, mi general.

—¡Deja de reírte en mi propia cara! ¡Te pregunto si has guardado la grabación!

—Mi general… no sabía que usted estuviera allí… ¡Nadie me ha avisado! Por supuesto, he destruido la grabación en cuanto lo reconocí… quiero decir, en cuanto reconocí su voz…

—¡Deja de hacerte el gilipollas, Naujocks! ¡A ti se te paga para que lo sepas todo, y especialmente dónde estoy yo, porque soy yo el que te paga! ¡En el preciso instante en que yo entre en una habitación de casa de Kitty, cierra los micrófonos! La próxima vez que trates de reírte en mi cara, te envío a Dachau, donde te colgarán de los cojones, ¿me explico con claridad?

—Con mucha claridad, mi general.

—¡Lárgate!

Así sería, en mi opinión, un poco más realista, un poco más vivo, y probablemente más próximo a la verdad. Aunque no es seguro. Heydrich podía ser un grosero, pero también sabía hacerse el burócrata glacial cuando le convenía. Mirándolo bien, entre la versión de Naujocks, incluso deformada, y la mía, es preferible escoger sin ninguna duda la de Naujocks. Sin embargo estoy convencido de que Heydrich, aquella mañana, habría querido arrancarle los cojones con mucho gusto.

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Desde una de las altísimas ventanas de la torre norte del castillo de Wewelsburg, Heydrich contempla la llanura de Westfalia. Puede distinguir, en medio del bosque, los barracones y las alambradas de espino del más pequeño campo de concentración de Alemania. Pero probablemente su atención se haya fijado más en el campo de maniobras donde se entrenan sus
Einsatzgruppen
. El desencadenamiento de «Barbarroja» está previsto para dentro de una semana. Dentro de dos, esos hombres estarán en Bielorrusia, en Ucrania, en Lituania, y entrarán en acción. Se les ha prometido que estarán de vuelta en casa para Navidad, una vez hayan terminado su trabajo. En realidad, Heydrich no tiene ni idea de la duración de la guerra que se avecina. En el seno del partido y del ejército, sin embargo, todos los que están al tanto del secreto rivalizan en optimismo. El desempeño del Ejército Rojo, mediocre en Polonia, francamente lamentable en Finlandia, permite esperar un éxito veloz de la siempre invencible Wehrmacht. No obstante, a tenor de los informes del SD, Heydrich está más circunspecto. Le parece que se ha infravalorado peligrosamente las fuerzas del enemigo, el número de sus carros de combate, por ejemplo, o el de sus divisiones de reserva. Pero el alto mando de las fuerzas armadas, que dispone de su propio servicio de información en el Abwehr, ha preferido ignorar las advertencias de Heydrich y fiarse de las conclusiones más alentadoras del almirante Canaris, su antiguo maestro. Heydrich, para quien su expulsión de la marina sigue siendo una herida que nunca se ha cerrado, debe contener su rabia. Sin embargo, Hitler ha declarado: «Iniciar una guerra siempre es como abrir la puerta de una habitación sumida en la oscuridad. Nunca se sabe lo que se oculta ahí dentro.» De alguna manera equivale a admitir implícitamente que las advertencias del SD no carecen de base. Pero, pese a todo, la decisión de atacar a la Unión Soviética ya ha sido tomada. Heydrich observa con inquietud las nubes que se concentran sobre la llanura.

A su espalda, oye la voz de Himmler que se dirige a sus generales.

Para Himmler, la SS es una orden de caballeros. Él mismo se tiene por descendiente de Enrique el Pajarero, el rey sajón que, tras rechazar a los magiares en el siglo X, estableció la fundación del Sacro Imperio Romano Germánico y se pasó la mayor parte de su reinado exterminando eslavos. Al reivindicarse de tal linaje, el Reichsführer tenía necesidad de un castillo. Cuando encontró éste, era una ruina. Tuvo que mandar venir a cuatro mil prisioneros de Sachsenhausen para volver a ponerlo en condiciones. Casi un tercio de ellos murió durante las obras, pero, una vez acabadas, el edificio se alza imperiosamente por encima del Alma, que fluye por el valle. Sus dos torres y su torreón principal, unidos por unas rampas, forman un triángulo cuya punta, vuelta hacia la Tule mítica, tierra natal de los arios, representa el
Axis mundi
, el centro simbólico del mundo.

Es ahí precisamente, en el corazón de la torre del homenaje, dentro de la antigua capilla rebautizada como
Obergruppenführersaal
, donde tiene lugar la reunión organizada por Himmler, de la que Heydrich no se ha podido librar. En mitad de esa gran sala circular, los más altos dignatarios SS se han congregado alrededor de una enorme mesa de roble macizo, que su jefe ha querido que sea redonda y con doce asientos para reproducir la simbólica de la gesta artúrica. Pero la búsqueda del Grial del Reich en 1941 se presenta un tanto distinta de la de Perceval: «Enfrentamiento definitivo entre dos ideologías… necesidad de apoderarse de un nuevo espacio vital…» Heydrich se sabe de memoria esa cantinela, como la totalidad de los alemanes por aquella época. «Cuestión de supervivencia… lucha racial sin piedad… de veinte a treinta millones de eslavos y de judíos…» En este punto Heydrich, ávido de cifras, debe poner la oreja: «De veinte a treinta millones de eslavos y de judíos perecerán por las acciones militares y por los problemas de abastecimiento de alimentos.»

Heydrich no deja traslucir su irritación. Mira fijamente el magnífico sol negro incrustado de runas que hay dibujado en el mármol del suelo. Acciones militares… problemas de abastecimiento… no son más que evasivas. Heydrich sabe pertinentemente que sobre ciertos temas sensibles es preciso evitar ser demasiado explícito, pero siempre llega un momento en que hay que llamar a las cosas por su nombre y podría pensarse legítimamente que ese momento ha llegado. O si no, a falta de consignas claras, los hombres corren el riesgo de hacer cualquier cosa. Por otra parte, es él quien tiene la responsabilidad de esa misión.

Cuando Himmler da por terminada la reunión, Heydrich atraviesa de prisa los pasillos rebosantes de armaduras, blasones, cuadros y todo tipo de signos rúnicos. Sabe que aquí hay alquimistas, ocultistas, magos, trabajando permanentemente en problemas esotéricos que le traen del todo sin cuidado. Lleva dos días recluido en este manicomio y quiere regresar a Berlín a la mayor brevedad.

Pero fuera, las nubes se han amontonado en el valle y si tarda demasiado, su avión no podrá despegar. Es conducido al campo de maniobras donde le corresponde el honor de pasar revista a las tropas. Se ahorra los largos discursos y pasa por entre las filas. Apenas si echa un vistazo a la banda de asesinos seleccionados para ir a exterminar a los infrahombres del Este. En total, casi tres mil hombres. Su uniforme, de todos modos, es impecable. Heydrich se precipita en el avión que lo espera con los motores encendidos al final de la pista. Despega justo antes de que estalle la tormenta. Bajo trombas de agua, las tropas de los cuatro
Einsatzgruppen
se ponen inmediatamente en marcha.

104

En Berlín, no hay mesa redonda ni magia negra, el ambiente es burocrático y Heydrich redacta minuciosamente sus directivas. Goering le ha pedido que las haga cortas y simples. El 2 de julio de 1941, esto es quince días después del comienzo de «Barbarroja», manda difundir esta nota entre los responsables SS que operan detrás del frente:

«Ejecútese a todos los funcionarios del Komintern, a los funcionarios del Partido, a los comisarios del pueblo, a los judíos que ocupen funciones en el Partido o en el Estado, y a los demás elementos radicales (saboteadores, propagandistas, francotiradores, asesinos y agitadores).»

Simple, en efecto, aunque todavía prudente, incluso pintoresca: ¿a qué viene esa precisión sobre los judíos funcionarios, cuando los funcionarios deben ser ejecutados de todos modos, judíos o no? Es porque Heydrich ignora aún cómo acogerán los soldados del ejército regular las perpetraciones de sus
Einsatzgruppen
. Es verdad que la famosa «directiva de los comisarios», firmada por Keitel el 6 de junio de 1941, y por tanto aprobada por la Wehrmacht, autoriza las masacres, pero oficialmente éstas se limitan a los enemigos políticos. Por eso, al principio, sólo en tanto enemigos políticos se designa a los judíos soviéticos como un objetivo a abatir. El efecto de redundancia producido en la nota es como la huella de un último escrúpulo. Naturalmente, si las poblaciones locales desean organizar pogromos, éstos serán alentados pero con mucha discreción, ya que, a comienzos del mes de julio, no se está todavía en condiciones de asumir a cara descubierta el proyecto de una exterminación de judíos por el mero hecho de que sean judíos.

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