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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (50 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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«Leandro permaneció aquel día con el duque de la Bética y su noble esposa, la princesa Ingunda. Durante la cena, Ingunda y el obispo hablaron de la fe católica que ambos profesaban. Hermenegildo no seguía las disquisiciones de ambos; en su cabeza estaba la guerra que se aproximaba y la forma de sufragarla.

«Unos días más tarde la aljama de Hispalis proporcionaba a su noble duque y señor Hermenegildo los caudales suficientes para cubrir los gastos de la larga y sangrienta campaña, que el ejército godo libraría contra el bizantino.»

Entre naranjos

«En el aire se mascaban los rumores de guerra; el ejército ultimaba los preparativos, la tensión se hacía más presente en la ciudad.

«Como cada atardecer, Hermenegildo buscó a Ingunda. Atraído por unas risas alegres, recorrió el patio del estanque central y, después, otras estancias abiertas al cielo límpido de la Bética. En la parte posterior de la casa, se abría un jardín porticado de mediano tamaño, rodeado de habitaciones; en él florecían los naranjos. Oculto detrás de las columnas que rodeaban el patio, observó la escena que formaban Ingunda, riendo, acompañada por las damas que había traído desde Austrasia, algunas jóvenes de la ciudad e Hildoara, la poco agraciada mujer del gobernador Gundemaro. Una de las jóvenes hispalenses empuñaba una cítara oriental con un largo mástil. Ingunda, acompañada de otro instrumento similar, intentaba aprender a tocarlo, pero sus notas salían desafinadas y las demás bromeaban. Ella fingía enfadarse, pero después se unía a las risas del resto. Al fin, cedió el instrumento a otra joven más dotada; una música muy rítmica y alegre salió de él, una cadencia circular con notas que se repetían una vez tras otra. Varias muchachas comenzaron a danzar, arrastrando a Ingunda con ellas, que reía más y más fuerte, con carcajadas contagiosas. Poco a poco se dejaron llevar por la magia de la música. Ingunda parecía haber entrado en un trance. Se sentía como si volase; con el ejercicio sus mejillas adquirieron un color rosado y sus ojos chispearon de alegría.

«Hermenegildo se acercó subrepticiamente, intentando no estropear la escena, de tal modo que no lo vieron hasta que no llegó casi junto a ellas. Las bailarinas detuvieron sus danzas, pero las tañedoras de las cítaras continuaron todavía algún tiempo. Ingunda, al verle llegar, enrojeció.

»—Veo que os divertís… —les dijo el príncipe godo.

«Ellas sonrieron con timidez y se dieron algún discreto golpe con los codos, obligándose mutuamente a callar. Hildoara habló rápidamente:

«—Vuestra esposa, señor, es una buena danzarina…

»—Pero toco muy mal el laúd… —replicó ella con un mohín.

»—Lo he visto y lo he oído… —se rio él.

«Una de las jóvenes, la que había bailado con la princesa, exclamó:

»—¡Baila mejor que las gaditanas…!

«El godo y la princesa franca se examinaron mutuamente. Ella había crecido, ya no era una niña. Hermenegildo se había dado cuenta de que sus formas firmes y plenas se dibujaban bajo la túnica y, al danzar, su pecho subía y bajaba acompasadamente. Aún permanecieron así unos segundos, dibujándose el uno al otro con los ojos.

»—Debo irme —se despidió Hildoara.

»Las otras, lentamente, también fueron saliendo entre risas dejándoles solos. Ya no había temor entre ellos. Se sentaron en la acera del pórtico, contemplando caer a lo lejos el agua de la fuente.

»—Vengo a despedirme…

»—¿Os vais? —preguntó ella con pesar.

»—Sí, querida mía, hay guerra. Los bizantinos atacan nuestros puestos fronterizos, y yo he sido enviado aquí para pacificar la zona.

»—Me quedo sola…

»—No lo creo así. Habéis encontrado muy buenas compañeras.

»Ella sonrió tímidamente mientras le confesaba:

»—Con ellas me río, pero sólo con vos puedo hablar…

»—¡Ah!, ¿sí?

»—Sí, sólo estoy segura a vuestro lado, os echo mucho de menos cuando no estáis.

»—Entonces… ya no estáis aquí por razones políticas, por salvar al reino franco de las perfidias de Chilperico.

»—No.

»—¿Entonces por qué estáis aquí?

»Ella dejó el tono protocolario y le habló con total sencillez.

»—Porque me importas, porque… porque te…

«Hermenegildo no la dejó terminar, la abrazó muy suavemente, besándola tal y como se hace con una hermana querida. En aquel tiempo sus relaciones eran así. Después ella, todavía entre sus brazos, protestó:

»—Quiero que vuelvas, me oyes. No te arriesgues en esa guerra. ¡Quédate detrás! Deja que tus hombres guerreen delante y quédate tú en la retaguardia. Eres el duque, deja que los demás luchen.

»—¡Eso no sería muy valiente por mi parte! No te preocupes tanto, yo sé cuidar de mí mismo… —afirmó él, ufano.

»Eran dos adolescentes unidos por oscuras razones políticas, pero una fuerza de la naturaleza pujaba en ellos.

»—Tú nunca te enfadas conmigo, tienes paciencia infinita y todo te parece bien. Mi madre, la reina Brunequilda, siempre me reprendía: “Esto no lo hace una dama, esto tampoco” o “Debes ser una buena católica”. Ella es sabia y poderosa. Yo siempre me sentía como una hormiga ante su poder. Ella, Brunequilda, quería que te convirtiese al catolicismo para hacerte un aliado de los francos. Yo no sé hacer eso. Mi madre, Brunequilda, me impone, me da miedo… —Acabó como sollozando.

»La entendió y, al mismo tiempo, delante de él surgió la imagen del poderoso rey Leovigildo, su padre, al que nunca conseguía agradar. Por eso se expresó ante ella, no como el duque de la Bética, ni como su esposo, sino como un adolescente que también necesita comprensión.

»—Tampoco mi padre está contento con lo que hago… Dice que no sé guerrear como un verdadero godo, que actúo como un salvaje del norte y que no obedezco sus órdenes.

»Ella se asombró; para Ingunda, cada vez más y más, Hermenegildo era el prototipo de lo que debe ser un caballero.

»—¡Eso no es así! Todos dicen que eres el mejor guerrero del reino, el más fuerte. Que venciste a los cántabros… No lo escuches. Tú eres el mejor y más valiente.

»—¡Quiera Dios que eso fuese así!

»Se separó un poco de ella para poder verla mejor y, con las manos, le apartó el pelo que le caía por la cara, tras el esfuerzo del baile.

»—¿ Cuándo te vas?

»—Mañana al alba.

»Ingunda se entristeció, pero antes de que protestase más, él le anunció:

»—Tengo un encargo para ti.

»—¿Para mí?

»—Deseo que frecuentes la compañía de las hijas de Cayo Emiliano. Quiero que te reúnas a menudo con ellas, que acudas a su casa y te las ganes a ellas y al padre. Intenta averiguar si tienen contacto con los imperiales.

»Ella rio divertida.

»—Eso me gusta. Seré una espía y tendré trabajo en tu ausencia.

»Él movió la cabeza, sonriendo mientras ella le abrazaba. De pronto, comprendió lo mucho que la amaba y cuánto iba a echarla de menos.»

La frontera bizantina

«En el puesto fronterizo, los hombres se alineaban, rindiendo pleitesía al duque de la Bética, el glorioso príncipe Hermenegildo. Él les pasó revista, eran apenas unos cuarenta soldados con tres o cuatro oficiales.

»Con Wallamir, Hermenegildo subió a la torre del baluarte godo para contemplar el frente de guerra. Desde allí se divisaba un paisaje esplendoroso: olivares alineados de los que no se alcanzaba el fin, monte bajo con retamas florecidas y, más a lo lejos, cerros de color pardo, alzándose en la lejanía. El sol calentaba en sus corazas. Al frente y a lo lejos, cerca ya del horizonte, se alzaban las torres de Cástulo, la ciudad invicta de los bizantinos, reducto de los imperiales. Hacia el este, más allá del fuerte godo y de la ciudad sitiada, se divisaba un campamento bizantino, una posición de frontera, hombres que formaban la avanzadilla del ejército de los imperiales y que acosaban a las tropas godas que cercaban la ciudad.

»Junto a ellos, en la atalaya, viendo el frente de combate, se hallaba el capitán del fortín, un hombre barbado, en la cincuentena, poseedor de algunas tierras en el norte pero que, a causa de su comportamiento díscolo e indisciplinado, había sido enviado por el alto mando godo a aquel lugar, perdido en la frontera septentrional del reino. Su nombre era Bessas, un tipo mal encarado, siempre descontento, pero buen luchador.

»En el campamento del enemigo se produjo un movimiento de hombres y armas. Bessas acercándose al príncipe, señaló las líneas enemigas y la lejana silueta de Cástulo:

»—Antes nos atacaban con frecuentes combates mortales, pero ahora apenas hacen alguna incursión. No quieren asaltarnos frontalmente.

»La voz de Bessas sonaba cansada de bregar, era la voz de quien, tras meses de combatir sin conseguir nada, se encuentra desesperanzado. El jefe del reducto continuó explicando:

»—Desde que fuimos derrotados hace unos meses en Cástulo, la frontera se ha fortificado, han construido ese campamento bizantino que nos impide atacar directamente a la ciudad. Sin embargo, ellos tampoco pueden salir. Cástulo, aparentemente, se ha hecho impenetrable. Sin embargo, resiste. Pensamos que existen túneles subterráneos que unen la ciudad con algún lugar lejano por el que se abastece. Nuestros rastreadores los han buscado repetidamente, pero no los han encontrado. Hay quien dice que acaba directamente en alguna villa romana.

»AI oír hablar de los romanos, el rostro de Wallamir adquirió una expresión dura, mientras su voz dejaba traslucir el desprecio:

»—Es lo más probable, esas sabandijas hispanas no dudan en colaborar con los orientales en cuanto ven la ocasión.

»—Si poseen un lugar por donde entrar y salir, el cerco es ficticio —afirmó el príncipe—. Habría que obligarles a salir a campo abierto.

«Hermenegildo se limitaba a señalar lo evidente, pero a Bessas aquellas palabras le sonaron a un reproche; se ofendió y replicó con una cierta insolencia, no ajena a la ironía:

»—Dinos cómo, ya que eres tan ducho en el arte de la guerra.

»Había desechado el trato protocolario hacia su príncipe; sin embargo, éste no se dio por ofendido con las palabras, un tanto descorteses, del capitán godo.

»—Hay que encontrar el punto débil de la fortaleza…

»—Largo tiempo hemos buscado ese punto débil, pero no lo hay: las puertas son macizas e inquebrantables, rodeadas de torres desde donde arrojan aceite hirviendo —contestó Bessas—. Han sellado los portillos de salida y los han cerrado con piedras.

«Hermenegildo preguntó:

»—¿El agua?

»—Tienen pozos y el río circunda la ciudad con un foso.

«Hermenegildo caminó, rodeando la torre, mientras dirigía su mirada a lo lejos, a todas aquellas tierras, llanas y cubiertas de olivos que, tiempo atrás, habían plantado los romanos. Al este del campamento godo se alzaba el frente, establecido entre el campamento bizantino y la propia ciudad de Cástulo. Cuando rodeó la torre hacia el oeste, pudo ver un espacio cubierto de una arboleda y cercado por una gran muralla. Era la mansión de Lucio Espurio. Al divisar la villa una sospecha se abrió paso en su mente, pero no tenía pruebas de ello y la villa romana se alzaba, como una fortaleza, a lo lejos.

«Continuó su paseo por la atalaya y, al regresar junto a Bessas y los otros, ordenó:

»—Mañana por la noche saldré con algunos hombres de exploración, hay luna llena. Me gustaría que tú, Bessas, vinieses conmigo. Tú conoces bien la zona.

»Al hacerse oscuro, Bessas, Wallamir y Hermenegildo salieron del fuerte godo. Por particular decisión de este último, los acompañaba Samuel, el hijo del judío.

»El motivo de la salida era doble: por una parte, a mi hermano le gustaba reconocer el terreno por sí mismo; pero, por otra, había apreciado el cansancio de Bessas y su espíritu pesimista, lo que le invalidaba para encontrar alguna entrada o fallo del terreno que les permitiese conquistar la ciudad. Había que demostrar al capitán godo que la ciudad no era invulnerable.

»Al salir del campamento, la luna asomó sobre el horizonte, una luna blanca, redonda y grande, brillando con un tenue y extraño resplandor y permitiéndoles ver el terreno. Se cubrieron con capas de color pardo para no ser reconocidos desde lejos y caminaron con cuidado de no hacer ruido. Hacia el este, dejaron el campamento bizantino que amenazaba los reales godos. Al fin, divisaron la ciudad de Cástulo. El espacio que les separaba de ella durante el día era, apenas, de media hora a caballo; pero, por la noche, al avanzar despacio y sigilosamente, se les hizo interminable. Al aproximarse, les impresionó el aspecto de la urbe con multitud de torres y vigías. Desde abajo, podían divisar a la guardia haciendo la ronda en la muralla. La noche era muy cálida, aunque corría una brisa fresca que la hacía algo más tolerable a los godos, sudorosos por la caminata.

»Se acercaron al río que bañaba la ciudad a través de un foso profundo. Al ver las defensas, a Hermenegildo le pareció inexpugnable. Con semejante foso y con las murallas, las máquinas de guerra podrían únicamente acariciar la urbe. Los proyectiles no serían efectivos. Si realmente existía una fuente de aprovisionamiento de la ciudad, ésta nunca se rendiría. Se volvió a Bessas, que seguía detrás, quien le miró con un gesto expresivo como diciendo: “Es inconquistable.” Estaban tan cerca de los muros que podían oír las conversaciones de los soldados, sin distinguir claramente sus palabras. Escucharon también los cánticos y gritos en su interior.

«Siguieron andando muy despacio, agachados, rodeando a la población. En la zona este de la muralla, desaparecía el foso. Hermenegildo se percató de que, en aquel lugar, las catapultas se podrían acercar lo suficiente como para dañar los muros de la urbe. Continuaron circunvalando el foso, caminando por la ribera del río iluminado a retazos por la luna. Se alejaron durante un largo tiempo cauce abajo, hasta un lugar donde pudieron cruzarlo; entonces, por la otra ribera, regresaron hacia Cástulo. Un poco más allá, encontraron un pequeño terraplén por el que debieron bajar: se dieron cuenta de que era un cauce seco proveniente de la ciudad. Hermenegildo les hizo un gesto para que lo siguiesen; recorrieron aquel foso, que los condujo de nuevo en dirección hacia las murallas, pero algo más al norte. Al cabo de un tiempo de transitar por él, se dieron cuenta de que se hundía en la tierra; transformándose en un túnel. Se introdujeron por él; la oscuridad era muy densa en su interior. Samuel extrajo de su cintura un hachón y, con pedernal, lo encendió. La luz producía sombras que bailaban en la pared; el lugar era lóbrego y de un hedor insoportable. No habían caminado nada más que unos cuantos pasos, cuando se toparon con una pared formada por piedras amontonadas de cualquier modo. Hermenegildo observó un hueco amplio en la parte superior; del suelo tomó una piedra y la tiró hacia el otro lado; se la escuchó rebotando contra las paredes, el túnel seguía más adelante. Con el ruido, los otros dieron un respingo. Sin mediar palabra, comenzaron a retirar piedras entre todos. Pronto se abrió ante ellos un pasadizo aún más oscuro. Caminaron por él con precaución. Un poco más adelante se dieron cuenta de que en la parte superior se abría un hueco de luz, escucharon las conversaciones de una casa y a un niño gritar.

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