Himnos homéricos (7 page)

BOOK: Himnos homéricos
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Ante los olímpicos tiene lugar otro
agón
entre los dos hijos de Zeus. A la denuncia de Apolo (vv. 334-364) responde Hermes negando de nuevo (vv. 368-386). Apolo ha prometido antes a Hermes el «honor entre los inmortales» (v. 291) de ser siempre el rey de los ladrones engañosos. Ahora lo proclama ante los dioses «tan fullero como yo no he visto otro, ni entre los dioses ni entre los hombres, de cuantos engañan a los mortales sobre la tierra» (w. 338-339). Mientras miente, el ladrón engañoso que se tira pedos y estornuda va «guiñando los ojos» (v. 387). Con pedos y guiños Hermes inaugura, él que es dios, un tipo de expresividad corporal que, presente en la cultura popular, halla pocas veces lugar en la cultura alta: ésta es poesía hexamétrica, compositiva y formalmente como la épica, y por ella anda Hermes ventoseando, estornudando y guiñando el ojo.

A pesar de sus mentiras, nada pasa desapercibido a Zeus, y Zeus quiere la amistad entre sus dos hijos. Zeus manda, pues, a ambos que busquen el ganado perdido con ánimo concorde (w. 391 ss.). Además, Zeus inviste a Hermes como mensajero de los dioses. Consagrándolo como tal le da, sin duda, un honor superior al prometido por Apolo, le confiere una función, por lo demás tenida por más digna, que es la que comúnmente lo distingue en la poesía y el arte griegos. Pero el mensajero guía, y así Zeus le engaña, le fuerza a llevar a Apolo donde las vacas.

El resto del himno es el reparto de funciones entre Hermes y Apolo. Éste se asegura para él el arte mántica (vv. 533 ss.) a cambio de regalos; Hermes, que ha dado la lira a cambio del ganado, inventa en contrapartida la siringe (v. 512) y aprendemos que Zeus le ha concedido, además, ser el introductor del comercio entre los hombres (vv. 516-517). Pero asistimos al origen del dominio de Apolo, indiscutible, sobre la poesía y la mántica.
[37]
La sombra de Delfos, de la época de influencia de aquel santuario, la misma que cubría el himno a Apolo pítico, se proyecta también sobre este himno a Hermes. La gloria de este dios pasa por el reconocimiento de su hermano, más allá del que ya tiene del propio Zeus. Y así el propio Apolo proclama los méritos tan excepcionales de Hermes, el dios que engaña, que actúa de noche. A cambio de haber establecido los límites entre los ámbitos de ambos. Y de haberse quedado él en exclusiva con mántica y poesía.

Sin duda Hermes es, entre los dioses, quien más se parece a Ulises entre los héroes. Con la conducta y las obras de ambos se dibuja en la poesía más antigua una moral de la astucia, basada en el engaño si hace falta, en responder según las circunstancias, en crear y usar todos los medios necesarios para lograr el fin propuesto. Así Ulises, juntamente con Diomedes, proyecta y lleva a cabo en la
Ilíada
un golpe audaz, de noche, del que resulta la muerte de Dolón. No siente el héroe ningún reparo ante el engaño y la nocturnidad, tal como no resulta que lo hubiera sentido Hermes cuando abandonó por primera vez la casa de su madre, niño aún de pañales, «meditando en su mente un golpe audaz como los que traman los ladrones durante las horas de la negra noche» (w. 67-68). El héroe y el dios son, ambos, maestros de una palabra agresiva y cautelosa, sonríen sardónicamente
[38]
o guiñan los ojos. No les importa hacer reír si es para salirse con la suya: la risa de Zeus avala en el himno (v. 389) el momento en que el hijo gana el corazón de su padre, obtiene honor por su astucia y evita el castigo a pesar de ella.

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HIMNOS
I
FRAGMENTOS DEL HIMNO A DIÓNISO
1

Unos dicen que Semele, habiéndote concebido de Zeus que se complace en el rayo, te dio a luz en Drácano; otros, que en la ventosa Ícaro; otros, que en Naxos, oh retoño divino, Irafiota; otros, que junto al río Alfeo de profundos remolinos; y otros afirman, oh soberano, que naciste en Tebas. Pero mienten todos, que a ti te dio a luz el padre de los hombres y de los dioses, lejos de los humanos, escondiéndose de Hera, la de níveos brazos. Hay una montaña, Nisa, de gran altura, cubierta de bosque, situada lejos de Fenicia y cerca de la corriente del Egipto.

10

Y le erigirán muchas estatuas en los templos. Como lo dividió en tres partes, los hombres te ofrecen constantemente, cada tres años, perfectas hecatombes.

13

Dijo, y el Cronión bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y su influjo estremecióse el dilatado Olimpo.

16

Así habiendo hablado, lo ratificó con la cabeza el próvido Zeus.

17

Senos propicio, Irafiota, apasionado por las mujeres; los aedos te cantamos al empezar y al terminar; y no es posible acordarse del sagrado canto y olvidarse de ti.

20

Y así, salve tú, oh Dióniso Irafiota, con tu madre Semele, a quien llaman Tiona.

II
A DEMÉTER
1

A Deméter de hermosa cabellera, veneranda diosa, comienzo a cantar; a ella y a su hija de anchos tobillos, que fue raptada por Aidoneo —por concesión del tonante largovidente Zeus y a hurto de Deméter, la de áurea hoz y espléndidos frutos— mientras jugaba con las hijas del Océano, las de profunda cintura, y cogía flores en un blando prado, a saber: rosas, azafrán, hermosas violetas, espadillas, jacintos y aquel narciso que la tierra produjo tan admirablemente lozano, por la voluntad de Zeus, con el fin de engañar a la doncella de cutis de rosa y complacer a Hades que a muchos recibe; y al verlo se asombraron así los inmortales dioses como los mortales hombres. Cien capullos brotaron de su raíz y, al esparcirse su olor suavísimo; sonreían todo el alto y anchuroso cielo, la tierra entera y la hinchada y salobre agua del mar. Ella, admirada, tendió los brazos para coger el hermoso juguete; pero entonces se abrió la tierra, de anchos caminos, en la llanura nisia, y surgió el soberano Polidegmón, hijo famoso de Cronos, llevado por sus corceles inmortales. Y arrebatándola contra su voluntad en carro de oro, se la llevó mientras lloraba y gritaba con aguda voz, invocando a su padre Cronida altísimo y poderosísimo. Pero ninguno de los inmortales ni de los mortales hombres escuchó su voz, ni tampoco sus compañeras de espléndidas muñecas: sino que solamente la oyeron la hija de Perseo, la de tiernos pensamientos, desde su cueva, Hécate, la de luciente diadema, y el soberano Sol, hijo de Hiperión, cuando la doncella invocaba a su padre Cronida; pues éste se hallaba, lejos de los dioses, en un templo de muchos suplicantes, donde recibía hermosos sacrificios de los mortales hombres. Contra su voluntad, pues, por el consejo de Zeus, se la llevó su tío paterno con los caballos inmortales, aquel que sobre muchos impera y a muchos recibe, el hijo famoso de Cronos. Mientras la diosa no perdió de vista la tierra, el cielo estrellado, el impetuoso oleaje del ponto abundante en peces y los rayos del sol, aún confiaba que vería a su augusta madre y las familias de los sempiternos dioses; y entre tanto la esperanza acariciaba su gran ánimo, aunque estuviese afligida: su voz divina resonaba en las cumbres de las montañas y en las profundidades del ponto, y la oyó la veneranda madre. Sintió ésta que un agudo dolor le traspasaba el corazón, destrozó con sus manos la cinta que sujetaba su cabellera inmortal, echóse sobre los hombros un cerúleo manto, y salió presurosa, como un ave, a indagar por tierra y por mar; pero ninguno de los dioses ni de los mortales hombres quiso revelarle la verdad, ni ave alguna se le presentó como verídico mensajero. Durante nueve días vagó por la tierra la veneranda Deo, que llevaba teas encendidas en sus manos; y, angustiada, ni una sola vez probó la ambrosía ni la suave bebida del néctar, ni metió su cuerpo en el baño. Mas cuando le apareció por décima vez la resplandeciente Aurora, salió a su encuentro Hécate con una luz en la mano y, para darle noticias, le dirigió la palabra diciendo:

54

—¡Veneranda Deméter, que nos traes los frutos a su tiempo y nos haces espléndidos dones! ¿Cuál de los númenes celestiales o de los mortales hombres te robó a Perséfone, contristando tu corazón? Oí sus gritos, pero no vi con mis ojos quién fuese el raptor. Me apresuro a decirte toda la verdad.

59

Así habló Hécate. Y la hija de Rea, la de hermosa cabellera, no le contestó con palabras; sino que al punto echó a correr con ella, llevando teas encendidas en sus manos. Y llegándose al Sol, atalaya de dioses y hombres, se detuvieron ambas ante sus corceles y preguntó la divina entre las diosas:

64

—¡Oh Sol! Hónrame a mí que soy diosa, si alguna vez he regocijado con palabras u obras tu corazón y tu ánimo; y también a la hija que di a luz, dulce retoño, famosa por su hermosura, cuya voz de angustia he oído a través del éter, cual si fuese violentada, aunque no lo vi con mis ojos. Pero tú, que con tus rayos contemplas desde el divino éter toda la tierra y el ponto, dime sinceramente, si es que en alguna parte viste a mi hija amada, cuál de los dioses o de los mortales hombres se la ha llevado, cogiéndola a viva fuerza, contra su voluntad y durante mi ausencia.

74

Así dijo. Y el Hiperiónida le respondió con estas palabras:

75

—¡Hija de Rea, la de hermosa cabellera, soberana Deméter! Tú lo sabrás, pues te venero mucho y me apiado de ti al verte acongojada a causa de tu hija de hermosos tobillos: ninguno de los inmortales es culpable sino Zeus, que amontona las nubes, el cual se la dio a Hades, su propio hermano, para que la llamara su floreciente esposa; y Hades, raptándola, se la llevó en su carro a la oscuridad tenebrosa, mientras ella profería recios gritos. Pero, oh diosa, cese tu gran llanto: ninguna precisión tienes de sentir sin motivo esa cólera insaciable, pues no es un yerno indigno de ti, ante los inmortales, tu propio hermano Aidoneo que sobre muchos impera y es de tu mismo linaje; a quien le cupo en suerte, cuando en un principio se efectuó la división en tres partes, ser señor de aquellos entre los cuales mora.

88

Habiendo hablado así, gritó a los caballos; y éstos, con la increpación, arrastraron rápidamente el veloz carro con las alas extendidas a manera de aves; mientras a ella un pesar más terrible y más cruel le llegaba al alma. Irritada contra el Cronida, el de las sombrías nubes, desamparó el ágora de los dioses y el vasto Olimpo y se fue hacia las ciudades y los pingües cultivos de los hombres, afeando su figura durante mucho tiempo: ninguno de los hombres ni de las mujeres de profunda cintura la reconoció al contemplarla, hasta que llegó a la morada del belicoso Celeo, que entonces era rey de la perfumada Eleusis. Afligida en su corazón, sentóse cerca del camino, en el pozo Partenio, adonde iban por agua los ciudadanos, a la sombra, pues en su parte alta había brotado un frondoso olivo: semejaba una vieja nacida antaño que ya no es apta para dar a luz ni para gozar de los presentes de Afrodita, amante de las coronas, cuales son las mujeres que se dedican a criar los hijos de los reyes que administran justicia o tienen el cargo de despenseras de los palacios sonoros. Viéronla las hijas de Celeo Eleusínida que venían por agua, fácil de sacar, para llevarla en vasijas de bronce al palacio de su padre; eran cuatro, tales como dioses, en la flor de la juventud: Calídice, Clisídice, Demo la amable y Calítoe, la mayor de todas; y no la conocieron pues los dioses difícilmente se dejan ver de los mortales. Y acercándose a ella, le dijeron estas aladas palabras:

113

— ¿Quién y de dónde eres, anciana que naciste con los hombres de antaño? ¿Por qué permaneces lejos de la ciudad y no te acercas a sus casas? Allí, en los umbríos palacios, hay mujeres tan viejas como tú y otras más jóvenes que te acogerán con palabras y acciones benévolas.

118

Así dijeron. Y la veneranda entre las diosas les respondió con estas palabras:

119

— ¡Hijas amadas, cualesquiera que seáis de las débiles mujeres, salud! Yo os hablaré, que no es inconveniente revelaros la verdad a vosotras que venís a hablarme. Mi nombre es Doso, que tal fue el que me impuso mi venerada madre. Ahora he venido de Creta, sin que yo lo deseara, por el ancho dorso del mar; pues unos piratas se me llevaron fatal y violentamente, contra mi voluntad. Éstos, yendo en su nave veloz, aportaron a Tórico, donde las mujeres saltaron juntas a tierra, mientras ellos disponían la cena junto a las amarras del buque; pero mi ánimo no apetecía la agradable cena, y lanzándome secretamente por la oscura tierra, huí de mis soberbios señores para que no me vendieran —¡a mí, que nada les había costado!— y se lucraran con el precio. De esta manera, errante, vine aquí; y no sé qué tierra es ésta, ni quiénes la habitan. A vosotras, todos los que poseen olímpicas mansiones os concedan alcanzar juveniles maridos y tener hijos cuales los desean los padres; pero, apiadaos de mí, doncellas, sedme benévolas, hijas amadas, hasta que entre en la casa de unos esposos para trabajar gustosamente por ellos, haciéndoles cuantas faenas son propias de una mujer anciana: podría llevar en brazos y criar con esmero un niño recién nacido, guardar la casa, aparejar el lecho de los señores en lo más recóndito de la sólida habitación, y enseñar labores a las mujeres.

145

Así habló la deidad. Y al momento le respondió Calídice, doncella libre aún y la más hermosa de las hijas de Celeo:

147

— ¡Ama! Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los humanos, aunque estemos afligidos; pues aquellos nos aventajan mucho en poder. Pero voy a informarte claramente de esas cosas y a nombrarte los varones en quienes reside aquí la honra del supremo mando; los cuales sobresalen en el pueblo y defienden las almenas de la ciudad con sus consejos y rectos fallos. Las esposas de todos éstos —del prudente Triptólemo, de Dioclo, de Polixeno, del irreprensible Eumolpo, de Dólico, y de nuestro esforzado padre— llevan el gobierno de sus moradas; y ninguna, en cuanto te vea, te alejará de su casa, menospreciando tu aspecto; sino que todas te admitirán, pues eres semejante a una diosa. Y, si quieres, aguarda, mientras nos llegamos a la morada de nuestro padre y referimos detalladamente todas estas cosas a nuestra madre Metanira, la de profunda cintura, por si acaso te manda que vayas a nuestra casa y no busques las de los demás. Pues le ha nacido en la vejez el último hijo muy deseado y recibido con júbilo, el cual se le cría en el palacio bien construido. Si lo criaras tú, y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las débiles mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.

169

Así dijo, y ella asintió con la cabeza. Las doncellas llenaron de agua las resplandecientes vasijas y se las llevaron ufanamente. Presto llegaron a la espaciosa morada de su padre y al momento contaron a su madre lo que habían visto y oído, y ésta les mandó que fueran enseguida a llamarla, ofreciéndole un inmenso salario. Como las ciervas o las becerras retozan por el prado en la estación primaveral, después de saciarse de forraje; así las doncellas, cogiéndose los pliegues de sus lindos velos, se lanzaron por el cóncavo camino de carros, y alrededor de sus hombros flotaban las cabelleras que parecían flores de azafrán. Hallaron a la gloriosa deidad cerca del camino, donde antes la dejaran; y acto continuo la condujeron a la grata mansión de su padre: ella seguía detrás, acongojada en su corazón y cubierta desde la cabeza; y el cerúleo peplo ondulaba en torno de los ágiles pies de la diosa. Pronto llegaron a la morada de Celeo, alumno de Zeus, y penetraron en el pórtico donde la veneranda madre estaba sentada, cerca de la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con el niño, su nuevo retoño, en el regazo. Las doncellas corrieron hacia su madre y la diosa transpuso con sus pies el umbral, rozó con su cabeza la viga del techo y llenó las puertas de un resplandor divino. El respeto, la admiración y el pálido temor se apoderaron de Metanira, que le cedió el asiento y la invitó a sentarse. Pero Deméter, que nos trae los frutos a su tiempo y nos hace espléndidos dones, no quiso sentarse en el vistoso sillón, sino que permaneció callada y con los bellos ojos hincados en tierra, hasta que Yambe, la de castos pensamientos, puso para ella una fuerte silla que cubrió con blanca pelleja. Habiéndose sentado allí, con sus manos se echó el velo: largo tiempo estuvo sentada en la silla, sin voz, afligida, sin dirigirse a nadie ni con palabras ni con acciones; y así, sin reírse y en ayunas de comida y de bebida, continuó sentada consumiéndose por la soledad de su hija de profunda cintura, hasta que Yambe, la de castos pensamientos, bromeando mucho, movió con sus chistes a la casta señora a sonreír, a reír y a tener alegre ánimo; por lo cual, en adelante, le fue siempre grata por sus modales. Entonces Metanira le presentó la copa que había llenado de dulce vino; pero ella la rehusó —alegando que no le era lícito tomar el rojo vino— y mandó que le diera para beber harina y agua mezcladas con poleo tierno. Aquélla preparó la mixtura y se la ofreció a la diosa, como ésta lo ordenara; y la muy venerable Deo, habiéndola aceptado de conformidad con el rito

. . . . . . . . .

y entre ellas Metanira, de profunda cintura, comenzó a decir:

213

—Salve, mujer, pues no creo que tus padres sean viles, sino nobles: el pudor y la gracia brillan en tus ojos como si descendieras de reyes que administran justicia. Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los humanos, pues su yugo está sobre nuestro cuello. Ahora, puesto que has venido acá, tendrás cuanto tengo yo misma. Críame este niño que los inmortales me han dado tardía e inesperadamente, después de reiteradas súplicas. Si tú lo criaras y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las débiles mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.

224

Respondióle a su vez Deméter, la de bella corona:

225

—Salve también tú y mucho, oh mujer, y que los dioses te colmen de bienes. Gustosa recibiré tu hijo, como me lo mandas, y lo criaré; y espero que nunca lo dañará ningún sortilegio ni el hipotamno, por imprudencias del ama, pues conozco un antídoto mucho mejor que el hilótomo y sé un remedio excelente contra el funestísimo sortilegio.

231

Habiendo hablado así, cogió con sus manos inmortales al niño y se lo puso en el fragante seno; y la madre se alegró en su corazón. Así ella criaba en el palacio al hijo ilustre del prudente Celeo, Demofoonte, a quien había dado a luz Metanira, la de bella cintura; y el niño crecía, semejante a un dios, sin comer pan ni mamar la leche de su madre. Deméter lo frotaba con ambrosía, cual si fuese hijo de una deidad, soplándolo suavemente y llevándolo en el seno; y por la noche lo ocultaba en el ardor del fuego, como un tizón, a escondidas de sus padres, para los cuales era gran maravilla que creciera tan floreciente y con un aspecto tan parecido al de las deidades. Y así le hubiera librado de la vejez y de la muerte; pero, espiándola durante la noche, lo vio desde la cámara nupcial Metanira, la de hermosa cintura; la cual sollozó, se golpeó ambos muslos, temiendo por su hijo, y cometió una gran falta en su corazón, pues, lamentándose, dijo estas aladas palabras:

248

—¡Hijo Demofoonte! La forastera te esconde en un gran fuego, y me causa llanto y funestos pesares.

250

Así dijo gimiendo; y la oyó la divina entre las diosas. Irritada contra ella, Deméter, la de bella corona, sacó del fuego al niño amado, al que inesperadamente había dado a luz Metanira en el palacio, y con sus manos inmortales lo apartó de sí, dejándolo en el suelo. Y terriblemente enojada en su ánimo, dijo al mismo tiempo a Metanira, la de hermosa cintura:

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