Himnos homéricos (10 page)

BOOK: Himnos homéricos
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526

—¡Oh rey! Puesto que nos has llevado lejos de los amigos y de la patria tierra —así indudablemente le plugo a tu ánimo—, ¿cómo viviremos ahora? Te invitamos a meditarlo. Pues esta agradable tierra ni es vinífera ni de hermosos prados, de suerte que de ella vivamos cómodamente y alternemos con los hombres.

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Sonriendo les contestó Apolo, hijo de Zeus:

532

—Hombres necios, desdichadísimos, que estáis ávidos de inquietudes, de graves pesares y de angustias en vuestro corazón: os diré unas gratas palabras que grabaréis en vuestra mente. Teniendo cada uno de vosotros un cuchillo en la diestra, degollad continuamente ovejas y tendréis en abundancia cuanto me traigan las gloriosas familias de los hombres; custodiad el templo y recibid las familias de los hombres que aquí se reúnan, y sobre todo cumplid mi voluntad.

* * *

sea que fuere una vana palabra o alguna obra, o una injuria, como es costumbre entre los mortales hombres

* * *

luego tendréis por señores otros hombres por los cuales estaréis fatalmente subyugados todos los días. Todas las cosas te han sido reveladas: guárdalas en tu mente.

545

Y así, salve, hijo de Zeus y de Leto; y yo me acordaré de ti y de otro canto.

IV
A HERMES
1

Canta, oh Musa, a Hermes, al hijo de Zeus y de Maya, que impera en Cilene y en Arcadia, muy rica en ovejas, y es nuncio útilísimo de los inmortales. Dióle a luz la veneranda Maya, ninfa de hermosas trenzas, después de unirse amorosamente con Zeus: huyendo del trato de los bienaventurados dioses, habitaba Maya una gruta sombría, y allí, en la oscuridad de la noche, tan pronto como el dulce sueño rendía a Hera, la de níveos brazos, juntábase el Cronión con la ninfa de hermosas trenzas a hurto de los inmortales dioses y de los mortales hombres. Mas, cuando el intento del gran Zeus se hubo cumplido y el décimo mes apareció en el cielo, la ninfa dio a luz y ocurrieron cosas notabilísimas: entonces, pues, parió un hijo de multiforme ingenio, de astutos pensamientos, ladrón, cuatrero de bueyes, capitán de los sueños, espía nocturno, guardián de las puertas; que muy pronto había de hacer alarde de gloriosas hazañas ante los inmortales dioses. Nacido al alba, al mediodía pulsaba la cítara y por la tarde robaba las vacas del flechador Apolo; y todo esto ocurría el día cuarto del mes, en el cual lo había dado a luz la veneranda Maya. Apenas salió de las entrañas inmortales de su madre, ya no se quedó largo tiempo tendido en la sagrada cuna, sino que se levantó prestamente y fue a buscar los bueyes de Apolo, transponiendo el umbral de la cueva de elevado techo. Allí encontró una tortuga y con ella adquirió un inmenso tesoro: Hermes, en efecto, fue quien primeramente hizo que cantara la tortuga, que le salió al encuentro en la puerta exterior, paciendo la verde hierba delante de la morada y andando lentamente con sus pies. Y el útilísimo hijo de Zeus, al verla, sonrió, y enseguida dijo estas palabras:

30

—Casual hallazgo que me serás muy provechoso: no te desprecio. Salve, criatura amable por naturaleza, reguladora de la danza, compañera del festín, que tan grata te me has aparecido: ¿de dónde vienes, hermoso juguete, pintada concha, tortuga que vives en la montaña? Pero te cogeré y te llevaré a mi morada, y me serás útil y no te desdeñaré; y me servirás a mí antes que a nadie. Mejor es estar en casa, pues es peligroso quedarse en la puerta. Tú serás, mientras vivas, preservadora del sortilegio tan dañoso; y cuando hayas muerto, cantarás muy bellamente.

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Así, pues, decía; y al mismo tiempo la levantaba con ambas manos y se encaminaba nuevamente adentro de la morada, llevándose el amable juguete. Allí, vaciándola con un buril de blanquizco acero, arrancóle la vida a la montesina tortuga. Como un pensamiento cruza veloz por la mente de un hombre agitado por frecuentes inquietudes, o como se mueven los rayos que lanzan los ojos, así cuidaba el glorioso Hermes que fuesen simultáneas la palabra y su ejecución. Enseguida cortó cañas y, atravesando con ellas el dorso de la tortuga de lapídea piel, las fijó a distancias calculadas; puso con destreza a su alrededor una tira de piel de buey, colocó sobre ella dos brazos que unió con un puente, y extendió siete cuerdas de tripa de oveja que sonaban acordadamente. Mas cuando hubo construido el amable juguete, llevóselo y fue probándolo parte por parte; y la cítara, pulsada por su mano, resonó con gran fuerza. Entonces comenzó el dios a cantar bellamente (intentándolo de improviso, a la manera que los jóvenes mancebos se zahieren lanzándose pullas unos a otros en los banquetes) a Zeus Cronida y a Maya, la de hermosas sandalias, refiriendo cómo antes vivían íntimamente, en compañía y amor; mencionó luego su propio linaje de glorioso renombre; y celebró las sirvientas y las espléndidas moradas de la ninfa y los trípodes y abundantes calderos de su casa. Cantaba, pues, estas cosas, pero revolvía otras en su ánimo. Pronto fue a dejar en la sagrada cuna la hueca cítara y, ávido de carne, saltó desde la olorosa mansión a una altura, meditando en su mente un golpe audaz como los que traman los ladrones durante las horas de la negra noche.

68

Hundíase el Sol con sus corceles y su carro en el Océano, debajo de la tierra, y Hermes llegaba corriendo a las montañas umbrías de la Pieria, donde las vacas inmortales de los bienaventurados dioses tenían su establo y pacían en deliciosas praderas que nunca se siegan. Entonces el hijo de Maya, el vigilante Argifontes, separó del rebaño cincuenta mugidoras vacas y se las llevó errantes por arenoso lugar, cambiando la dirección de sus huellas; pues no se olvidó de su arte engañador e hizo que las pezuñas de delante fuesen las de atrás y las de atrás las de delante; y él mismo andaba de espaldas. Tiró enseguida las sandalias sobre la arena del mar y trenzó otras que sería difícil explicar o entender, ¡cosa admirable!, entrelazando ramos de tamarisco con otros que parecían de mirto. Con ellos formó y ató un manojo de recién florida selva, que, como ligeras sandalias, ajustó a sus pies con las mismas hojas que él, el glorioso Argifontes, arrancó al venir de la Pieria, dejando el camino público, como si llevara prisa, y tomando espontáneamente el camino más largo. Un anciano, que cultivaba un florido jardín, viole cuando se dirigía a la llanura por la herbosa Onquesto; mas el hijo de la gloriosa Maya le dijo el primero:

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—Oh anciano encorvado de hombros, que cavas la tierra en torno de las plantas; mucho vino tendrás cuando todas lleven fruto. Pero ahora, viendo, no veas; oyendo, sé sordo; y cállate; puesto que nada daña lo tuyo.

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Dicho esto, empujó las fuertes cabezas de las vacas. Y el glorioso Hermes atravesó muchos montes umbríos y valles sonoros y llanuras floridas. Ya la oscura divinal noche, que le había ayudado, tocaba a su fin, por haber transcurrido en su mayor parte, y pronto iba a aparecer la Aurora que llama el pueblo al trabajo; y la divina Luna, hija del rey Palante Megamedida, acababa de subir a su atalaya, cuando el fuerte hijo de Zeus llegó al Alfeo con las vacas de ancha frente de Febo Apolo. Los indómitos animales se dirigieron a un establo de elevado techo y a unos lagos que había delante de una magnífica pradera. Allí el dios dejó que se saciaran de hierba las mugidoras vacas, que comían loto y juncia bañada de rocío; y luego las metió todas en el establo, reunió abundante leña y practicó el arte de encender fuego. Habiendo cogido un espléndido ramo de laurel, lo descortezó con el hierro y lo frotó con la palma de la mano; y se elevó en el aire un cálido humo. Hermes dispuso primeramente el combustible y el fuego. Tomó muchos y gruesos trozos de leña seca, que colocó en un hoyo abierto en la tierra, y los amontonó en gran número; y brilló la llama enviando a lo lejos el soplo de un fuego ardentísimo. Y mientras la fuerza del glorioso Hefesto encendía el fuego, Hermes sacó afuera, junto a la llama, dos mugidoras vacas de retorcidos cuernos —pues la fuerza del dios era grande— y las derribó, jadeantes, de espaldas al suelo; e, inclinándose, las volvió y les perforó la medula; y, añadiendo trabajo a trabajo, cortó sus carnes pingües de grasa. Luego, espetándolas en asadores de madera, asó las carnes juntamente con los dorsos honorables y la negra sangre encerrada en las entrañas. Y todas estas cosas las dejó allí, en el suelo. Después tendió las pieles sobre una áspera roca, donde están todavía hoy, habiéndose hecho muy añosas en el intervalo, después de tan largo y continuo tiempo como desde entonces ha transcurrido. Enseguida Hermes, de ánimo alegre, retiró la pingüe vianda a un lugar plano y liso, y la dividió en doce partes que debían ser repartidas por suerte, atribuyendo a cada una de ellas un gran honor. Entonces el glorioso Hermes apeteció una porción de las carnes sacrificadas, pues el suave olor le encalabrinaba; pero, no obstante su gran deseo, no le persudió su ánimo generoso a que dejara pasar cosa alguna por su sagrada garganta. Llevólo todo al establo de elevado techo, así la grasa como las abundantes carnes, lo levantó rápidamente en el aire como señal del reciente hurto, y, habiendo amontonado leña seca, pies y cabezas fueron enteramente consumidas por el ardor del fuego. Cuando el dios hubo terminado todas estas cosas como era debido, tiró las sandalias al Alfeo de profundos remolinos, apagó las brasas, y estuvo toda la noche esparciendo la negra ceniza mientras brillaba la hermosa luz de la Luna. Enseguida, ya al amanecer, llegó de nuevo a las divinales cumbres de Cilene, sin que en el largo camino le hubiese salido al encuentro ninguno ni de los bienaventurados dioses ni de los mortales hombres, ni le hubiesen ladrado los perros. Entonces el benéfico Hermes, hijo de Zeus, comprimiéndose, entró en la morada por el cerrojo, como aura de otoño o como neblina. Fuese directo de la cueva a la rica habitación avanzando quedamente con sus pies, sin hacer ruido, como si no anduviera sobre el suelo. El glorioso Hermes se metió apresuradamente en la cuna y apareció acostado, envolviéndose los hombros con los pañales como un infante, jugando con el lienzo que sujetaba sus manos y tenía alrededor de sus corvas, y asiendo la amada tortuga con la mano izquierda. Pero el dios no pasó inadvertido a la diosa, su madre, quien le dijo estas palabras:

155

—¿Qué has hecho, taimado, y de dónde vienes a estas horas de la noche, impudente? Mucho temo que muy pronto salgas por el vestíbulo con irrompibles ligaduras puestas en tus flancos por las manos del Letoída, o que éste te despoje llevándote al fondo de un valle. Vete de nuevo y enhoramala, que tu padre te engendró para que fueses una gran pesadilla para los mortales hombres y los inmortales dioses.

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Y Hermes respondióle con astutas palabras:

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—Madre mía: ¿por qué me dices estas cosas para espantarme, como si yo fuese un temeroso infante que en su espíritu conoce muy pocas bellaquerías y teme las reprensiones de su madre? Mas yo dominaré un arte que es el mejor, honrándome a mí y a ti constantemente, y no sufriremos quedarnos aquí, solos entre los inmortales, sin recibir ofrendas ni súplicas, como tú lo mandas. Es mejor conversar todos los días con los inmortales, siendo rico, opulento y dueño de muchos campos de trigo, que permanecer en casa, en este antro sombrío; y yo obtendré los mismos divinales honores que Apolo. Y si mi padre no me los concede, probaré de ser —pues lo puedo— capitán de ladrones. Si el hijo de la gloriosa Leto me buscare, creo que algo todavía más grave habrá de ocurrirle. Iré a Pito, a horadarle su gran morada, de donde le robaré en abundancia hermosos trípodes, calderos y oro, en abundancia también blanquecino hierro, y muchos vestidos: tú misma lo verás, si quisieres.

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Así, con estas palabras, platicaban el hijo de Zeus, que lleva la égida, y la veneranda Maya.

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Ya la Aurora, hija de la mañana, surgía del Océano, de profunda corriente, para llevar la luz a los mortales, cuando Apolo, dirigiéndose a Onquesto, llegaba al amenísimo y sagrado bosque del estruendoso Posidón, que ciñe la tierra. Allí encontró un viejo corcovado que, fuera de camino, levantaba una cerca para su huerto. Y el hijo de la gloriosa Leto le dijo el primero:

190

—¡Oh anciano, que arrancas zarzas en la herbosa Onquesto! Vengo de la Pieria, buscando las vacas de retorcidos cuernos de un rebaño: un toro negro pacía solo, apartado de ellas, y las seguían cuatro mastines, de ojos encendidos, de igual celo, que semejaban hombres; los perros y el toro se quedaron —lo cual es una gran maravilla— y las vacas se fueron de la blanda pradera y del dulce pasto poco después de ponerse el sol. Dime, anciano nacido desde largo tiempo, si acaso has visto algún varón que siguiera su camino detrás de esas vacas.

201

Y el anciano le respondió con estas palabras:

202

—¡Oh amigo! Difícil es referir todo cuanto se ve con los ojos, pues son en gran número los caminantes que frecuentan este camino, ya maquinando muchas cosas malas, ya pensando en cosas muy buenas; y no es nada fácil conocerlos a todos. Mas yo todo el día, hasta que se puso el sol, cavé en torno de la fértil tierra del huerto plantado de viña; y me pareció ver —pues claramente no lo sé— un niño, un infante, que acompañaba unas vacas de hermosos cuernos, llevaba una varita, andaba yendo y viniendo, y hacía retroceder las vacas que tenían la cabeza vuelta hacia él.

212

Dijo el anciano; y el dios, habiendo oído estas palabras, continuó aún más rápidamente el camino. Pero vio un ave de anchas alas, y al punto conoció al ladrón, niño engendrado por Zeus Cronión. El soberano Apolo, hijo de Zeus, lanzóse entonces hacia la divina Pilos en busca de las vacas de tornadizos pies, llevando las anchas espaldas cubiertas por purpúrea nube; y así que el que hiere de lejos hubo advertido las pisadas, profirió estas palabras:

219

—¡Oh dioses! Grande es la maravilla que con mis ojos contemplo. Éstas son las pisadas de las vacas de enhiestos cuernos, pero se dirigen hacia atrás, hacia el prado de asfódelos; mas estas otras no son pisadas de hombre, ni de mujer, ni de blanquecinos lobos, ni de osos, ni de leones; ni creo que tenga nada de centauro de velludo cuello quien tan monstruosas pisadas deja al andar con sus pies ligeros; que si son espantosas las de este lado del camino, más espantosas son todavía las del lado opuesto.

227

Así habiendo hablado, el soberano Apolo, hijo de Zeus, partió apresuradamente y llegó a la montaña, vestida de bosque, de Cilene, al secreto y umbrío interior de la roca, donde la ninfa inmortal había dado a luz al hijo de Zeus Cronión. Un agradable olor se esparcía por la divinal montaña y muchas reses de gráciles piernas pacían la hierba. Por allí descendió apresuradamente al oscuro antro, trasponiendo el umbral de piedra, el propio Apolo, que lanza a lo lejos.

235

Cuando el hijo de Zeus y de Maya vio a Apolo, el que hiere de lejos, irritado a causa de las vacas, se escondió dentro de los olorosos pañales: como la ceniza envuelve una gran brasa de leña de bosque, de semejante modo ocultóse Hermes al ver al que hiere de lejos. En un instante encogió cabeza, manos y pies como si estuviese recién bañado y se entregara al dulce sueño, aunque en realidad velaba; y en el sobaco tenía la tortuga. Mas el hijo de Zeus y de Leto lo comprendió, y reconoció enseguida la muy hermosa ninfa del monte y su amado hijo, infante chiquitito, lleno de engañosos ardides. Y echando la vista a todo el interior de la gran morada, tomó una reluciente llave y abrió tres lugares del fondo, colmados de néctar y de agradable ambrosía; y había allá dentro mucho oro y plata y muchos purpúreos y argénteos vestidos de la ninfa, cosas que contienen las sagradas mansiones de los bienaventurados dioses. Después que el Letoída hubo escudriñado las partes más interiores de la gran morada, habló en estos términos al glorioso Hermes:

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