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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (15 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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Del hotel, me molestaba no haber podido conseguir una habitación para mí solo. El diario que nos había enviado reservó la habitación doble, para el fotógrafo y el redactor, y no hubo modo, ni dinero, para cambiarla por dos sencillas. Los conserjes cubanos se apegaban a las reglas por pereza: cambiar situaciones, por mínimas que fueran, con ese calor, era una tarea titánica.

Por suerte el cuarto era enorme y podía dividirse con una puerta. Al fotógrafo le quedaba el sector del baño, pero yo estaba feliz de poder preservar cierta intimidad.

El único sentimiento que puede ameritar una convivencia es el amor: porque en el sexo podemos expresar todo el odio que nos produce el compartir nuestra intimidad con otro.

Aunque feliz por haber convertido en dos un cuarto, pasar al baño de noche me obligaba a ver al fotógrafo dormido, destapado y en calzoncillos. Y el espectáculo me disgustaba. Me ha disgustado compartir vestuarios desde mi infancia. No me gusta que me vean desnudo ni ver desnudos a otros hombres. No tengo ningún problema físico ni psicológico en particular, simplemente me desagrada. Por eso, desde que dejé de ser un niño, sólo quiero compartir habitaciones con las mujeres con las que me acuesto y estar desnudo sólo frente a mujeres desnudas.

Nos hallábamos en el bar del hotel, tomando un café que debía ser bueno y buscando algún resquicio de calidad en la árida escasez cubana. Noté que una de las mujeres de nuestra mesa miraba una y otra vez el único teléfono público del hotel.

Éramos cinco: el fotógrafo, yo, dos fotógrafos de otro diario y esta mujer a la que aún desconocía. Los cuatro periodistas estábamos cubriendo el funeral de los restos del Che Guevara. La mujer no sé qué hacía.

Era fea. Definitiva pero no abrumadoramente gorda. Tenía el pelo pajizo entre rubio y castaño; y las fosas nasales anchas. En su inquietud, se le dilataban aun más. (Me extrañó, porque siempre pensé que sólo a los personajes femeninos de Flaubert podía descubrírseles la inquietud por el diámetro variable de sus fosas nasales.)

Finalmente, se levantó decidida y se rindió al teléfono. La vi sacar la tarjeta telefónica, que en Cuba semejaba un adminículo divino, insertarla vacilando y marcar los números espaciadamente.

—¿Quién es? —le pregunté al fotógrafo de mi izquierda.

—La esposa de Fabrizio Corales —me contestó—. El redactor de la revista
Travesías
.

—¿Corales está casado? —pregunté con asombro.

Había sido compañero de Corales en el efímero diario
Arrabal
. Escribía en la sección espectáculos. Era un hombre de un afeminamiento extraño.

Su feminidad no era femenina. Tenía los tics propios de los pederastas más delicados, pero en ningún caso se parecían a los gestos de las mujeres.

Todos lo suponíamos homosexual, pero nadie le había conocido una aventura. Era alto, achaparrado, siempre vestía de negro. Padecía la apariencia de un junco quemado. Unos pocos pelos no llegaban a disimular una extensa calva, que parecía consecuencia de su debilidad intrínseca. Era chismoso y no se cuidaba de causar daño: una comadrona de sexo masculino.

—¿Pero Corales no es homosexual?

La mujer regresó del teléfono y nadie pudo contestarme. Dejó la tarjeta telefónica, seguramente agotada, junto a mi taza de café; y se mantuvo en silencio.

Creo que fui el único que notó que le temblaban los labios. O quizá fuera una vanidad de escritor, que se cree muy observador, y en realidad todos se habían dado cuenta de que le pasaba algo.

Los fotógrafos en el extranjero son más lentos que el resto de las personas. Están obligados a cargar todo el día sus máquinas y otros pesados objetos adicionales. El peso extra imprime una lentitud especial a todo su comportamiento. Cuando se sientan, descansan. Yo, en cambio, estaba ansioso por conocer la historia de esta mujer y su marido. Conocer la verdad consume energías.

La mujer apoyó las dos manos en la mesa, se levantó con esfuerzo y partió, dejando su tarjeta agotada junto a mi taza de café.

—Chau, Silvina —le dijo el fotógrafo de mi derecha.

—Bueno, contáme —le dije al que la había saludado.

—Se llama Silvina Salvo —me dijo sacando un rollo rebobinado de una de sus dos máquinas—. Conoció a Corales en
Travesías
. Se hicieron amigos.

—Nunca le conocí un amigo a Corales —interrumpí.

—Yo tampoco —me dijo el fotógrafo, y escribió una palabra en un orillo del rollo—. Trabajé dos años en
Travesías
. Hice muchas notas con Corales. Y nunca le conocí amigo ni amiga.

—¿Pero se hizo amigo de Silvina? —lo insté a continuar.

—Silvina era de administración. La única chica fea de la revista. La tenían detrás de una ventana, oculta, para que se encargara de la plata. No sé cómo, se hicieron amigos. Empezaron a salir juntos, se apoyaban el uno al otro. Y no parecía una amistad entre dos mujeres.

—¿Pero Corales era homosexual?

—Era —dijo el fotógrafo—. Sin lugar a dudas.

—¿Ustedes le conocieron alguna pareja en la revista?

—Pareja, no. Pero se acostaba con hombres, seguro. En una nota que hicimos juntos en Brasil, personalmente lo vi irse a la playa con dos muchachos.

—¿Y por qué decís que «era» homosexual?

—Se casó con Silvina a principios de año —respondió el fotógrafo.

Estábamos en octubre.

—¿Por qué? —pregunté.

—Para protegerse, cuidarse, hasta que la muerte los separe —dijo el fotógrafo.

Cargó otro rollo en la cámara y lo probó sacándome la primera con flash.

—Fotos, no —dije—. Increíble —seguí—. ¿Qué necesidad tenían de casarse?

—Para él, debe haber significado la decisión de abandonar la homosexualidad.

—O de ingresar en la bisexualidad —dije.

—No —me reprobó el fotógrafo—. Para eso no te casás. Corales era un homosexual convencional, de los que se ocultan. Y también decidió ser un marido convencional, pienso yo, por eso se casó.

—¿Tendrán sexo? —pregunté.

—Sospecho que sí —dijo el fotógrafo.

—Qué historia más rara —dije—. ¿Él cambió?

—Por lo que pude ver, no. Sigue igual de afeminado. Es una pareja que llama la atención. Pero desde que se casó con ella, dicen sus compañeros, ha dejado de ser chismoso y no es dañino. Y en los mismos corrillos donde se aseguraba que se acostaba con hombres, ahora se afirma que abandonó el hábito.

—No es un hábito —dije.

—También lo es acostarse con mujeres —respondió el fotógrafo.

—Bueno, ¿y qué le pasa a Silvina? —pregunté finalmente.

—Este es el primer viaje que hacen juntos desde que se casaron —me dijo el fotógrafo—. Lo mandaron a hacer notas de color; y ella lo acompaña.

—¿Vinieron juntos? —pregunté—. ¿Dónde está él?

—La revista lo mandó de urgencia a México a buscar al tipo que entrenó al Che. Le reservaron el último asiento en el avión de Mexicana; y una pieza en el hotel Viena de México D.F.

—Sabés todo —dije.

—Es una historia interesante —me dijo el fotógrafo.

—¿Y por qué Silvina espera acá?

—La estadía en México puede durar entre tres y cuatro días; y además de que es un trabajo a sol y sombra, no tienen dinero para pagarle a ella un pasaje y una habitación. Compartían la de este hotel, que pagaba la revista. Allá, Corales tiene que compartir la habitación con el Pato Pesce.

—¿¡Pesce!? —exclamé—. ¡Uh!

—Sí, un bufarrón —asintió el fotógrafo.

—Se acostaba con… —y dije el nombre de un conocido actor.

—Correcto —dijo el fotógrafo.

—Y Silvina está inquieta —dije.

—Por lo que se ve, muy mal —asintió.

Y agregó con una sonrisa torcida:

—Espero que les hayan dado una habitación con dos camas.

—O un cuarto con una puerta intermedia —dije sin pensar.

De allí provienen todas vuestras desdichas

—Mi padre siempre me contaba anécdotas de ustedes —me dijo el marciano—. Historias, leyendas.

—¿Verdaderas? —le pregunté.

—¿Hay por aquí un lugar llamado Florida? —repreguntó el marciano sin contestarme. Acaso como si también él ignorara cuánto había de cierto en los cuentos de su padre.

—¿Aquí, en la Argentina? Sí, un barrio del Gran Buenos Aires. Pero si tu padre te lo contaba en Marte, podía referirse a alguna otra Florida de la Tierra. Hay más de un sitio llamado Florida en este mundo.

—Qué raro —dijo el marciano—. Como sea, mi padre me contó que en este sitio terrestre, Florida, los hombres se casaban con mujeres que los padres les habían elegido.

Todos nacían con una esposa destinada. Por arreglos entre familias, se le asignaba a cada niña de un año, como esposo, el primer varón que naciera. Se dividían en grupos de cinco o seis familias que organizaban entre ellas los matrimonios. Las relaciones sexuales eran únicamente reproductivas, y estaban pensadas, incluso en sus fallas, para que el sistema jamás se alterara. El máximo contratiempo podía ser una desusada diferencia de edad.

Las mujeres normalmente les llevaban un año a sus maridos, y mi padre creía que debía haber algunas parejas felices y otras no, no lo podía asegurar.

Aunque en este punto del relato comenzaba a sospechar que la felicidad no les interesaba.

«La felicidad no les interesaba», decía mi padre. «Hasta que ocurrió.»

Los matrimonios se consumaban cuando la mujer cumplía quince años. Por el año que le llevaba al marido, y porque las mujeres son siempre más adultas que los hombres, recaía sobre ellas el peso de la iniciación, y del destino en general. Esto las hacía duras y reconcentradas.

Anahí tenía trece años cuando Reno se enamoró de ella. Anahí estaba destinada a un mocetón de doce años llamado Tébere, enorme, flojo y algo bobalicón.

A Reno le había tocado en suerte Yanina: una señorita espigada y de formas redondas, con el carácter de un carcelero.

Para la gente de Florida, Anahí había nacido mal. Su madre estaba en un barco cuando ella quiso salir al mundo, y era un secreto vox pópuli que la presencia de extraños en el parto había alterado su formación. Anahí era lo que ustedes hoy llamarían afeminada. Le gustaba arreglarse el cabello y comía poco.

Reno era como los demás hombres: discreto y a la espera de ser guiado.

Aquí comienza la historia, y este origen, como todos, es misterioso. Reno, como dije, se enamoró de Anahí.

La vio una mañana juntando flores, con el pelo suelto y arreglado, y quiso que su destino fuese otro.

En fin, dejó de comer, no dormía, lloraba. Una suma de actitudes que, para los habitantes de Florida, les estaban reservadas a los seres que habían nacido en presencia de extraños o cuyas madres se habían accidentado durante el embarazo.

El nacimiento de Reno no estaba inscripto en ninguna de estas dos circunstancias.

Corrió un rumor por Florida: Reno deseaba hacer con Anahí lo que le estaba destinado hacer con Yanina.

Imposible.

Reno era un año mayor que Anahí.

Cuando encontraron a Reno y Anahí revolcándose en el pajonal de un establo, decidieron recluirlos por separado.

Reno logró evadir la guardia de sus padres pero no la de los padres de Anahí. Le clavaron un tridente en la pierna.

Lo regresaron a su casa herido y debió guardar reposo.

La infección casi le quita la pierna. Pero cuando el dolor se lo permitió, aprovechando que sus padres lo creían convaleciente, huyó y fue por Anahí.

Esta vez llegó hasta la habitación y la madre de la muchacha le partió una botella en la nuca.

Reno fue llevado hasta su casa y despertó tres días después repitiendo sediento el nombre: «Anahí».

Al día siguiente, luego de una dura lucha a puñetazos con su propio padre, amenazó con una pistola al padre de Anahí y pidió ser llevado a la habitación de la muchacha. El hombre, a punta de pistola, lo llevó. Pero ella no estaba allí. Desesperado, le dijo al hombre que lo llevara hasta la muchacha o lo mataría.

—Mátame —le dijo el padre de Anahí—. Y luego a mi esposa. Pero no te diremos dónde está ella. Hay cosas que no se pueden cambiar.

Además de decirle la verdad, lo estaba distrayendo. Por segunda vez la madre de Anahí le hirió la nuca, en esa ocasión con un candelabro de cobre.

Cuando Reno despertó, estaba frente al altar. Esposado y junto a Yanina. El juez le estaba informando que si no aceptaba a la mujer en sagrado matrimonio, sería ahorcado a la salida del recinto. Sus padres y la totalidad del pueblo estaban de acuerdo con el veredicto. Anahí permanecía escondida en algún sitio, custodiada por su padre.

—¿Qué respondes? —lo instó el juez.

—No me casaré con otra mujer que no sea Anahí —respondió el muchacho, haciendo sonar las cadenas de sus esposas.

El juez hizo un gesto al sheriff con la cabeza, y cuando el sheriff ya se lo llevaba como a un cordero rabioso, entró el padre de Anahí.

Un murmullo resonó en la sala.

Corrió hasta el estrado sin mirar a nadie y le habló al oído al juez.

—Llévenselo —dijo el juez luego de escuchar al padre de Anahí—. Pero la sentencia se suspende hasta mañana.

El revolcón de Reno y Anahí había derivado en embarazo. Nunca en el pueblo alguien se había casado con una mujer que no le correspondiera, pero jamás una mujer embarazada había vivido con otro hombre que no fuese el padre biológico de su hijo. No podían deshacer con la sentencia de muerte una familia formada de facto.

Los casaron.

Yanina se alegró de no tener que casarse con ese muermo y fue la primera mujer soltera de Florida, a la espera de que el juez decidiera su destino.

¿Qué decir de Reno y Anahí? El primer matrimonio por amor de Florida. Ellos sí eran felices. Con el correr de los días, los floridenses olvidaron el origen de la pareja, olvidaron que alguna vez las leyes se habían transgredido y los trataron como a los demás.

Sólo persistió la envidia. Los hombres, todos los hombres de Florida, notaban en Anahí un brillo hasta entonces para ellos desconocido. Era más suave que sus mujeres. Y con ella los placeres del sexo reproductivo y del cariño, imaginaban, debían ser superiores.

A los dos meses de embarazo, Anahí estaba encendida como todas las mujeres grávidas, y la envidia por la felicidad del matrimonio no servía a ninguno de los floridenses de argumento para marginarlos.

Eran personas severas pero justas.

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