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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (2 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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Primero pensé que el frío lo achicaba, o que se comprimía para protegerse mejor del viento. Pero al mantener la mirada lo descubrí profundamente demacrado. Sí, estaba achicado. Como si su cuerpo hubiese sido trabajado por moderados reductores de cabezas. Llevaba sellada en la cara una mueca amarga muy distinta de la expresión fresca y, reconozcamos, algo estúpida, que yo le había conocido. Bajé la vista. No lo quería sentado a mi mesa en ese estado. No podía saber si estaba borracho, loco, o perseguido por la Justicia. No me gusta meterme en problemas.

Estaba muy mal vestido, y en sus pantalones claros podían verse manchas, incluso desde detrás de la ventana.

Cuando alcé la vista para ver si ya se había ido, descubrí que me miraba fijamente. Achicaba los ojos en un intento frenético por reconocerme.

Entró al bar y me llamó por mi nombre. Casi gritó. Algunos lo miraron, y yo rápidamente lo invité a sentarse en mi silla.

Me compadecí; en su tono de voz aún persistía, oculto pero vivo, el tesoro secreto de las buenas personas. Me hablaba de cerca y no sentí el alcohol en su aliento; eso me entristeció: una buena borrachera hubiera justificado más piadosamente su aspecto.

Julio metió la mano en el bolsillo interior de su saco negro que no combinaba con nada y extrajo un cigarrillo. El hombre de los muebles de caña y los sahumerios estaba totalmente desequilibrado y fumaba.

Qué poderoso es el amor al tabaco: cuando se llevó el pitillo a los labios y pegó la fuerte bocanada, sin importarme su apariencia lo envidié profundamente. Si no hubiese acabado en una tos estentórea, creo que le hubiese pedido uno.

—Me separé —dijo Julio.

Ni falta hacía que me lo dijera.

—¿Qué pasó?

Pegó otra bocanada y tosió.

—¿Por qué no lo dejás? —dije refiriéndome a ese cigarrillo en particular.

Julio sonrió irónicamente.

—Son sólo las primeras pitadas de cada uno —me dijo—. Después me acostumbro.

Pero siguió tosiendo a lo largo de todo el cigarrillo, despropósito que no sólo me irritó a mí sino al resto de los clientes del bar.

—¿Qué pasó? —repetí.

—Fue hace dos meses.

—¿Y en dos meses ya estás así? —exclamé sin poder contenerme.

—Ahora estoy mejor —dijo Julio—. Me hace bien fumar.

Otra calada y la consiguiente tos.

—El tío Rafael —dijo Julio—. El tío Rafael estaba vivo.

Me paré. No sé por qué. Pero no pude soportar escuchar eso sentado. Fue como un acto reflejo. Tuvo su beneficio: cuando estaba volviendo a sentarme, vi el cigarrillo de Julio apoyado en el cenicero de lata y aproveché para apagarlo. Me regaló una buena cantidad de minutos sin encender otro.

—Te escucho —dije con una atención que no le había prestado a nada en muchos años.

—Era verdad que se había ido a Brasil. Era verdad que le habían pegado un tiro en la frente, en la frontera… Frente, frontera —repitió—. Pero no había muerto. Estuvo no sé cuántos meses inconsciente y cuando despertó…

—Había perdido la memoria —dije.

—Algo de eso —no terminó de asentir Julio—. No tan prosaico. Digamos que estaba desconcertado, sin saber bien qué hacer. Lo encontraron tirado, no sabe cómo, una vieja y una chica que tenían un puesto de comida cerca de la frontera. Se lo llevaron y lo cuidaron. Se ve que le habían disparado de noche y no supieron que le habían dado, no lo encontraron. Finalmente quedó del lado brasileño. Era un pobre imbécil, a nadie le importaba. Le dispararon porque quiso cruzar la frontera ilegalmente y no respondió a la voz de alto. Lo deben de haber tomado por un contrabandista de electrodomésticos menores.

—¿Pero qué es, una película? Parece
Los girasoles de Rusia, la de Marcelo Mastroianni
.

—Por lo menos a ése le había caído encima la Segunda Guerra Mundial. ¿Pero éste, qué hizo? —dijo Julio con un cinismo que me conmovió—. Pero vivió una historia —siguió—. Es verdad. Siempre que hay tiros, suceden aventuras como ésta. Escarbá un poco y te encontrás con varias. Por más que ni la persona ni la causa valgan la pena. Bueno, Rafael, te imaginás, estaba convencido de ser el gran revolucionario perseguido. Cuando recuperó algo de cerebro, enamoró a la nieta de la vieja. La pobre piba lo ayudó a escapar, de nadie. Se lo llevó al Amazonas, con no sé qué tribu. El bueno de Rafael consideró hace un par de meses que ya había la suficiente seguridad como para dar señales de vida. No se siente obligado a explicar por qué permitió a su familia creer que estuvo muerto todo este tiempo. Es un poeta.

—Un pintor —dije igual de cáustico.

—No —dijo Julio—. Pintor no es.

Mi cara estalló de asombro.

—Pésimo pintor —dije.

—Nunca pintó nada.

Cuando Rafael vino por primera vez a casa, yo, te imaginás, orgulloso, emocionado, más, antes de que llegara, le pedí a Cecilia que no le dijera nada del cuadro, que Rafael lo descubriera solo. Quería ver la lenta evolución de su cara cuando descubriera colgado en nuestra pared el cuadro que había pintado hacía tantos años, el que le había dedicado espontáneamente a su sobrina. Sabía que la emoción podía ser excesiva, pero no quería renunciar a ese momento. Me parecía un canto a la vida. Un reencuentro crepuscular.

Por un instante, el rostro de Julio tornó a ser el de entonces, pegado a un leve regreso a su veta snob. Lo arruinó encendiendo un nuevo cigarrillo.

—Cecilia no se negó —dijo después de la correspondiente tos—. No es que asintiera con entusiasmo, pero no se negó. Le pareció bien. Se esmeró en la cocina. A mí me pareció una superficialidad cocinar comida hindú. Incluso apagamos los sahumerios. Cuando abrimos la puerta, lloré. Cecilia no parecía conmovida. Rafael estaba muy mal. Yo había visto algunas muy pocas fotos, y no me alcanzaban para darme una idea de cómo era. Pero su aspecto, no importaba si lo hubieses conocido o no, revelaba deterioro. Estaba peor de lo que yo estoy ahora. El rostro chupado, una cicatriz horrible en la frente, temblaba, le costaba hablar. Vino acompañado por su hermana, una señora de unos sesenta años. Temí, ni bien lo vi, que no tuviera la suficiente lucidez como para reconocer el cuadro. Cenamos.

Habíamos sentado a Rafael justo frente al cuadro: no reaccionó. Ni siquiera puso la cara de desagrado que ponen todos nuestros invitados cuando lo ven.

Yo casi me reía pensando en que algo dentro de mí aguardaba a que Rafael mirara horrorizado el cuadro y Cecilia y yo nos entregáramos al rito de contar la historia, como si no fuera Rafael el protagonista. Era todo realmente conmovedor.

—Rafael —le pregunté con ternura en el postre—, ¿reconocés el cuadro?

Rafael, que casi no había hablado durante la cena, negó inequívocamente.

—Me lo regalaste antes de irte —dijo Cecilia con un tono muy distinto a aquel con que siempre contaba la historia.

Cecilia, vos la escuchaste, narraba la historia de su tío con devoción, con amor, con convicción. Y ahora se la recordaba al verdadero protagonista como si fuera un lejano conocido que no pudiese entenderla. Ni siquiera había llorado, ni lo abrazó con fervor. Yo trataba de intuir que Cecilia temía desmoronarlo con una emoción demasiado violenta y prefería no preguntarle por su terrible pasado durante la cena. Pero cuando con toda carencia de inflexiones, con una timidez que hacía su voz casi inaudible, susurró con miedo lo que había sido el gran argumento de su vida, sospeché.

En la última pitada de este segundo cigarrillo, la verdad sea dicha, Julio no tosió.

—Me olvidé de todo —dijo Rafael—. Pero no. Yo nunca pinté. Escribía prosa, poesía. Ensayos. Actué un par de veces. Pero pintar…, no. No. Yo no pintaba.

—Rafael no pintaba —repitió la hermana, extrañada—. Llegó a tocar el piano. Pero nunca lo vi pintar. Nunca vi un cuadro como ése en casa’.

A continuación, Rafael hizo un ruido horrible al absorber medio durazno en almíbar. Creo que lo tragó sin masticarlo. —Cecilia me miró pidiéndome compasión para su tío amnésico. Pero no soy tan imbécil, no tan imbécil. También con un gesto mudo, la llamé a la pieza. Me levanté y sin dar explicaciones fui a nuestro cuarto. Tardó en venir.

—Qué pasa —me dijo—. Tenemos invitados.

—Quién pintó ese cuadro —pregunté.

—Mi tío… —murmuró, Rafael.

—Hija de remil putas —dije—. Decíme quién pintó ese cuadro o te mato acá mismo.

Golpearon la puerta del cuarto.

Abrí con furia. Era la hermana de Rafael.

—Váyanse —dije sin más explicaciones.

Rafael obedeció de inmediato, no quería más problemas. La vieja se quedó montando guardia junto a la puerta. Se la cerré en la cara.

Cecilia me miraba con miedo. Quizás, por primera vez en su vida, con respeto. Y, ahora estoy seguro, con la alegría de saber que yo realmente deseaba matarla.

—Decíme —dije siguiendo con mi representación del papel de asesino.

Y aunque ella permaneció en silencio, lo supe. Apareció frente a mí la posición de Osvaldo al pintar, la insistencia con que pasaba una y otra vez la brocha por el mismo sitio, la acumulación de pintura por cada centímetro. Ese cuadro era el único que Osvaldo se había animado a pintar. Osvaldo, mi ayudante, se había acostado con mi mujer. Lo supe todo en un instante. No te voy a decir que fue como si lo hubiera sabido siempre, pero tenía todas las pruebas. Una historia que no conoces, pero te dan todos los elementos para armarla.

—¿Por qué lo pusiste en el comedor? —le pregunté—. ¿Por qué no lo escondiste?

Cecilia supo, igual que yo, que yo lo sabía todo.

—Me lo dedicó especialmente —dijo apiadándose de mí por primera vez al decir la verdad—. Fue el único que se animó a pintar. Le prometí que me las iba a arreglar para ponerlo en casa.

¿Me podés creer que no rompí el cuadro? Tampoco le pegué a ella. Ahora estoy arrepentido: tendría que haberle deformado la cara. Me sentiría mejor. De todos modos, me voy a recuperar.

—Estoy seguro —contesté—. Bueno, Julio —dije llamando al mozo con una seña—. Te dejo.

—Dejá —dijo Julio—. Yo pago.

—No, por favor —dije.

—De plata estoy bien —afirmó.

Lo dejé sentado en la mesa, y cuando abrí la puerta y salí al frío pensé con un humor asesino: «¿Pusiste una galería de arte?».

Me metí por Talcahuano para desaparecer lo antes posible de Corrientes: la calle de los teatros, de los falsos artistas, de los charlatanes.

Tomé un taxi y le di una dirección que no era la de mi casa. En el viaje, pensé en Cecilia. ¿Por qué había hecho eso? ¿Gozaba engañando a su marido abiertamente? ¿Una perversión? ¿Quería adornar su casa con una historia trágica? ¿Odiaba la vida? No es fácil vivir para una mujer. Para un hombre tampoco. Pensé en el cuadro y en cuánto pagaría por él alguien que conociera la historia. Bajé del taxi, me acerqué al primer teléfono público, llamé a casa y le dije a Jimena que iba a llegar mucho más tarde.

En las alturas

I

Según el padre de Rita, aquélla era la más alta cumbre de Córdoba. Rita lo desmintió mientras la subíamos. Pero que Rita era la mujer más alta de aquel perdido pueblo cordobés…, de eso no cabía duda.

Podía apostar que había pasado la mitad de la treintena, pero con las mujeres tan altas nunca se sabe; vemos una cara juvenil en la cima de un cuerpo espigado y, al calcularle la edad, nos convencemos de que le estamos agregando años por culpa de su estatura. El cuerpo de Rita era una formación rocosa suave. Su longitud no les restaba encanto a los relieves y curvas. Era una hermosa giganta.

Mientras caminaba delante de mí, guiándome hacia el sitio donde había caído el ovni, yo no podía distinguir entre la naturaleza y su trasero. Ambos eran paisajes de privilegio construidos por Dios. No sé si Rita caminaba con semejante despreocupación porque era una chica de pueblo no acostumbrada a que los hombres la miraran, o porque en su improvisado trabajo como guía, conduciendo a los centenares de periodistas que arribaron al pueblo, había dejado de lado el incómodo pudor. O si me estaba mostrando su cuerpo a conciencia. Como fuera, no había otro modo de ascender más que de uno en uno, y ella debía ir adelante. Era físicamente imposible evitar aquella casquivana exposición. Observar el trasero de una mujer escalando, con las piernas flexionadas y en constante esfuerzo provoca un grado de excitación muy superior al de las minifaldas o los apocados andares femeninos urbanos.

Era lo suficientemente alta como para que uno no dejara de sentir cierta aprensión, o temor, o incertidumbre, al imaginarse poseyéndola. Personalmente, me tranquiliza ser al menos físicamente más fuerte que la mujer en el encuentro sexual. Y Rita, además de alta, muy alta, era robusta.

De todos modos, si se daba el raro caso de que Rita, ya sea a solas en la cumbre o en algún otro sitio perdido de aquel perdido pueblo cordobés, se me ofrecía, yo no rehuiría el convite ni el combate. Tener a Rita se me antojaba una perversión aún sin nombre: hacerlo con una montaña.

Seis meses atrás, los trescientos cuarenta y cinco habitantes de Velario, una ínfima localidad cordobesa cercana al pueblo de Villa María, habían avistado el aterrizaje de un ovni. Al momento del suceso, el pueblo contaba con cuatro embarazadas pero ningún recién nacido. Los niños más pequeños tenían siete años —Juan— y seis —Griselda—. De modo que todos los adultos, ancianos y hasta los dos niños concurrieron, como pudieron, a la cima de la montaña
Final
—no sé si ya se llamaba así o la habían bautizado pocos minutos antes de la llegada de la prensa— a observar la nave.

Por supuesto, para cuando llegaron los medios gráficos y audiovisuales, de la nave sólo quedaba una gigantesca aureola de pasto quemado. Pero la prensa le dio un inusual tratamiento al caso. Durante una semana, los medios de todo el país y del extranjero acudieron a fotografiar y filmar la prueba del aterrizaje; y muchísimos montaron guardia durante toda la noche a la espera de un nuevo arribo. Como si la noche tuviera algún tipo de atractivo especial para los supuestos extraterrestres.

Todas las semanas llegaban a las redacciones asuntos similares, de todas partes del mundo, y diarios, revistas y canales apenas les brindaban un breve espacio o ninguno. Pero en Velario creo que no era más impactante el posible plato volador que el hecho de que todo un pueblo fuera testigo. Todos lo habían visto. Como en una película de ciencia ficción, el pueblo entero —cada cual desde su sitio de trabajo o de ocio— había visto la enorme panza de la nave y una sombra artificial se había cernido sobre cada uno de ellos. Luego, como llamados por una voz más poderosa que la del hombre —niños, ancianos, hombres y hasta las cuatro mujeres embarazadas— subieron juntos a la montaña más alta del pueblo y observaron de frente el enigma de otro mundo. Cuando el último habitante de Velario hubo subido y observado a menos de un metro la nave, quienesquiera que fueran sus tripulantes alzaron nuevamente vuelo. ¿Por qué?

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