Historias de Nueva York (11 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Nueva York
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Pero era un nombre antiperiodístico porque no había forma de cuadrar un titular seco y conciso con esa palabra tan larga, y la prensa decidió llamarles Yankees. En 1913, al cabo de unos años de indefinición, Yankees se convirtió en denominación oficial. Un año antes, en 1912, alguien tuvo un golpe de genio y añadió al uniforme blanco del equipo unas rayas finas negras. Esas rayas definen desde entonces la indumentaria beisbolística. En 1909 habían copiado el logo con la N y la Y superpuestas de la medalla que concedía la policía a los agentes caídos en acto de servicio, y con el tiempo se lo apropiaron. Ahora ese diseño vale muchos millones de dólares.

En 1920, los Yankees contrataron a un señor bajito, no muy joven (veintiséis años) y con propensión a criar barriga que jugaba en los Red Sox de Boston, el mejor club de la época. Ese señor se llamaba George Herman
Babe
Ruth y costó una fortuna, medio millón de dólares. Hubo que hipotecar el nuevo terreno de juego, Fenway Park, pero valió la pena. Al año siguiente, los Yankees ganaron su primer título en la Liga Nacional y ya no pararon. Los Red Sox, en cambio, no ganaron nada más hasta 2004. Eso es lo que se conoce como «la maldición de Babe Ruth», muy sentida en Boston.

Babe Ruth fue y es, sin ninguna duda, el más grande jugador de todos los tiempos. Y protagonizó uno de los momentos más emotivos del deporte.

Tras los éxitos de 1921, los Yankees se habían animado a invertir en un estadio propio, el celebérrimo Yankee Stadium del Bronx, también conocido como «la casa que construyó Babe». Pero en 1922 Babe no dio una. Se peleaba con los árbitros, se emborrachaba, fallaba en lo más elemental. Una joven lo denunció por violación. Un senador lo humilló públicamente en un acto público y Babe lloró. Para culminar el desastre, los Giants, que entonces eran el otro equipo de Nueva York, ganaron las World Series.

La temporada de 1923 comenzó con un enfrentamiento entre los Yankees y los Red Sox, la gran potencia del momento, en el estadio del Bronx. Más de 65.000 personas se agolpaban en las gradas, y al menos 15.000 habían tenido que quedarse fuera. La multitud esperaba un milagro, la irrupción de algún jugador desconocido que tomara el relevo de Babe Ruth y llevara a los Yankees hasta la victoria. Babe inició el encuentro en el banquillo. Cuando le tocó salir, el locutor que transmitía el partido por radio pronunció una frase memorable: «Toma el bate Babe Ruth, cansado y acabado». A Babe le bastó un golpe, el primero. Fue, dicen, el golpe más potente de su vida. La pelota no llegó a trazar una parábola descendente. Voló recta, casi invisible al ojo humano, hasta incrustarse en el otro extremo del estadio. George Herman Babe Ruth, el «bambino», el cansado y acabado, dio la vuelta al diamante en el
home run
más célebre del siglo. En ese momento, el momento del «retorno de Babe», el
come back kid
que tanto gusta a los americanos, comenzó la hegemonía de los Yankees. Y a Babe le quedaba aún mucha cuerda. En 1934, cuando los Yankees contrataron a su segundo héroe, Joe di Maggio, el Bambino anotó su
home run
número 700.

Los Yankees, sí, son insufribles, pero han tenido muchos momentos de grandeza. El 4 de julio de 1939 vivieron uno de ellos. Lou Gehrig, uno de sus grandes jugadores, misteriosamente enfermo desde mayo de ese año, compareció ante el público de los Yankees el Día de la Independencia para anunciar que sufría una enfermedad extraña, una atrofia muscular progresiva que le impedía seguir practicando el béisbol. Se conformaba, dijo, con la diversión que le había procurado el deporte y con el cariño que le había dispensado siempre el público. Concluyó el parlamento con una frase sencilla: «Hoy me considero el hombre más feliz sobre la faz de la tierra». No tardó en morir del mal que hoy lleva su nombre. Dígale esa frase a un yankee y verá en su mirada el brillo de una lágrima.

En 1942 llegó un tal Lawrence Peter
Yogi
Berra, un chaval de Elizabeth Street que disputaba las ligas menores. Los Yankees no sabían quién era, pero supieron que los Cardinals de San Luis querían ficharlo y, sólo por molestar, se anticiparon. Costó 500 dólares. A los dieciocho años se alistó en la Marina, participó en el desembarco en Normandía y salió con vida de la matanza de Omaha Beach, lo enviaron al norte de África y al desembarco en Italia, y en 1945 volvió a Nueva York. La directiva de los Yankees seguía sin saber quién era, pero cuando les llegó una oferta de los Giants, otra vez por molestar, lo retuvieron. En 1946 lo incluyeron en el primer equipo. Fue considerado el mejor jugador americano en 1951, 1954 y 1955.

La gracia de Yogi, que más tarde entrenó a los Yankees y a los Mets, iba más allá de su talento como jugador y de su profundo conocimiento del béisbol. Su gracia estaba en las palabras. Quizá sólo Groucho Marx podía superarlo en la construcción de ingenios verbales, que le brotaban (y le brotan: cuando se escribe esto, sigue vivo) inconscientemente, sin buscarlos. Uno para empezar. Ya retirado, Carmen, su mujer de toda la vida, le hizo una pregunta delicada: «Naciste en Missouri, te criaste y jugaste en Nueva York, vivimos en Nueva Jersey. Si murieras antes que yo, ¿dónde te gustaría que te enterrara?». La respuesta: «No sé, sorpréndeme cuando llegue el momento».

Sigue una selección de frases. Algunas son muy populares. La mayoría fueron pronunciadas como declaraciones improvisadas para la prensa.

—Hay que ir con mucho cuidado si uno no sabe dónde va, porque podría no llegar.

—Si no puedes imitarle, no le copies.

—Corta la pizza en cuatro pedazos, no tengo tanta hambre como para comerme seis.

—El béisbol es cuestión de cerebro en un 90 por ciento, la otra mitad es esfuerzo físico.

—Ya nadie va a ese sitio, hay demasiada gente.

—Se hace tarde muy temprano.

—¿Para qué comprar buenas maletas? Sólo se utilizan en los viajes.

—Es un gran hotel. Las toallas son tan gruesas que casi no puedo cerrar la maleta.

—Hay que ir a los funerales de los demás; si no, no vendrán al tuyo.

—El futuro no es lo que era.

—Nunca hay que responder una carta anónima.

—Cuando uno llega a una encrucijada debe seguir adelante.

—Suelo hacer un par de horas de siesta, desde la 1 hasta las 4.

—Uno puede ver muchas cosas simplemente mirando.

—¿Qué haría si encontrara un millón de dólares? Localizaría a quien los hubiera perdido, y, si fuera pobre, se los devolvería.

—Yo no he dicho todo lo que he dicho.

Grande, ¿no?

Nueva York sufrió un golpe muy duro en 1958. Los otros dos equipos de béisbol de la ciudad, los Giants y los Dodgers, que propiciaban las Subway World Series locales (10 ganadas hasta esa fecha por los Yankees, dos por los Giants y una por los Dodgers) decidieron trasladarse a California. Los dueños pensaron, erróneamente, que allí ganarían más dinero. Así son las cosas en Estados Unidos. Quienes no simpatizaban con los Yankees quedaron huérfanos. Para Brooklyn, el barrio donde ser
dodger
constituía casi ley de vida, fue un desastre.

Afortunadamente, existen las segundas oportunidades. Un abogado llamado William Shea consiguió autorización para crear una tercera liga, llamada Continental, con el único fin de abrir espacio para un nuevo equipo en Nueva York capaz de rivalizar con los Yankees. La Continental duró sólo unos meses y concluyó en desbandada, generando fuertes pérdidas y grandes risas sarcásticas en el estadio del Bronx, pero a Shea le quedó en las manos una licencia y fundó el ansiado refugio para los enemigos de los Yankees. Pensó en muchos nombres, casi todos desafortunados: Continentals, Burros (por la palabra inglesa «barrio»,
borough
), Skyliners, Islanders. Al fin, recordó que el primer equipo neoyorquino se había llamado Metropolitans. Y ésa, abreviada en Mets, fue la denominación elegida.

(Un inciso. Los nombres deportivos americanos suelen ser pintorescos. Como ejemplo, los Knicks, el equipo neoyorquino de baloncesto, que llena cada semana el Madison Square Garden pero no gana un campeonato ni a tiros. El nombre viene de Knickerbockers, la palabra con que eran denominados los pantalones hasta la rodilla que vestían los primeros colonos holandeses.)

Los colores de los Mets estaban claros desde el principio: el azul de los Dodgers y el naranja de los Giants, que, incidentalmente, componían los colores del emblema del Estado de Nueva York, que ya utilizaban los Knicks. El escudo fue una pelota de béisbol con un puente en el interior para simbolizar la vocación metropolitana y de entendimiento entre barrios: Nueva York, recuérdese, está formado de islas; sólo el Bronx de los Yankees forma parte del continente.

El primer partido oficial de los Mets se disputó el 11 de abril de 1962 en San Louis, con victoria de los Cardinals, 11-4. El primer partido en casa, en el terreno provisional de Polo Grounds, el 23 de abril, concluyó de forma similar: derrota frente a los Pirates, 3-4. Empezaba a trazarse un camino que, de fracaso en fracaso, debería llevar, algún día, quizás, a la victoria final. En 1964 se inauguró el estadio de los Mets, bautizado Shea Stadium en homenaje al fundador, en el barrio de Queens. Algunos consideraron que el emplazamiento no resultaba óptimo, por la cercanía del aeropuerto Laguardia. Cercanía es un eufemismo: los de las gradas más altas pueden casi colgarse del tren de aterrizaje de los aviones. Y el ruido es ensordecedor. Pero, ¿cuándo ha molestado el ruido en un estadio?

Los Mets han adoptado como lema extraoficial la frase pronunciada por uno de sus entrenadores, tras la enésima derrota: «No me molesta perder, lo peor es que ganen los otros».

En otoño de 2000, por fin, llegó la gran oportunidad: las Subway Series que enfrentaban a los Yankees y los Mets. Yo me hice de los Mets desde la primera vez que viajé a Nueva York, simplemente porque no podía con los Yankees. Dudo que esa característica mía, la incompatibilidad con el éxito, me proporcione grandes alegrías en la vida, pero tiene mal remedio. Con el tiempo, en fin, me había apasionado por los Mets, había aprendido a localizar las alegres gorras azulonas entre la multitud de gorras azul oscuro, escrutaba en los rostros del metro para descubrir alguna mirada estoica que atribuía, de inmediato, a la filiación deportiva metropolitana del propietario, y consideraba a Mike Piazza, la estrella del Shea Stadium, el mejor beisbolista de las ligas americanas.

Isabel, mi compañera de oficina, se compró una gorra oscura de los Yankees, y colocó un adhesivo del enemigo, con ese emblema marciano, una chistera con las barras y las estrellas ensartada en un palo, en una mesa. Espíritu de contradicción, supongo. Ricardo fue de gran consuelo en aquellos días: era del todo indiferente a los deportes, a las competiciones y a los resultados.

Los especialistas consideraban que Yankees y Mets disponían de equipos muy parecidos y pronosticaban una final competidísima. Pero desde el primer encuentro se vio que Piazza, con un problema en el codo y quizá sin el carácter necesario para afrontar grandes momentos, no estaba por la labor, y que los Mets, tras una temporada fantástica, preferían retornar a aquello que mejor conocían: la derrota. Perdieron el primer partido. Perdieron el segundo. La cosa acabó como tenía que acabar. Mal, como siempre.

En 2002, los Yankees volvieron a ganar las World Series. Los Mets hicieron la peor campaña de su historia. Por fortuna, los equipos americanos no descienden de categoría. Simplemente quedan últimos.

Y así hasta hoy.

14

Cuando dejó de ser presidente de Estados Unidos, Bill Clinton se estableció en Nueva York y alquiló una oficina en Harlem. Obviamente, el despacho por el que Clinton se deja caer de vez en cuando (una de las ventajas de haber sido presidente consiste en que no hay que ir a trabajar todos los días) es bastante distinto a los cuchitriles por los que pululan los personajes de Chester Himes. Se trata de un espacio de más de 2.000 metros cuadrados con vistas al lado norte de Central Park, por los que el contribuyente paga 350.000 dólares al año. A veces va a comer a Sylvia's Soul Food o a Bayou, pero se le ve poco por el barrio. En cualquier caso, «el primer presidente negro» es el vecino más célebre de Harlem y uno de los más populares. La gente le quiere.

En la oficina de
El País
seguíamos bastante de cerca las operaciones inmobiliarias de Clinton, porque al principio intentó, sin éxito, alquilar toda una planta en el rascacielos donde estábamos nosotros, la Carnegie Tower de la Calle 57. Al día siguiente de anunciarse que Bill Clinton había elegido Harlem me presenté ante el edificio en cuestión, en el 55 West de la 125, para preguntar a los transeúntes y a los comerciantes locales si esperaban que el ex presidente aportara prosperidad al barrio.

Digamos que entré en primer lugar en la peluquería «afro» cercana al portal y pregunté algo así como:

—¿Qué les parece la noticia de la llegada del presidente Clinton?

(A los ex presidentes, como a los generales retirados, se les trata de por vida de presidente o general.)

La respuesta vino a ser:

—Es una buena noticia. ¿Tiene un cigarrillo?

Supongamos que luego paré a un tipo en la calle y le pregunté su opinión sobre Clinton. Y digamos que la respuesta fue:

—El mejor presidente de todos los tiempos. ¿Tiene un cigarrillo?

Durante esa tarde, fuera cual fuera la persona, la pregunta y la respuesta, casi todos los diálogos terminaron igual:

—¿Tiene un cigarrillo?

No quiero decir con esto que en Harlem sea un barrio de gorrones. Sugiero tan sólo que esa tarde mucha gente tenía ganas de fumar y se había dejado el tabaco en casa.

Los vecinos predecían que Clinton atraería negocios y visitantes ilustres, y en cierta forma el tiempo les ha dado la razón. La Calle 125 tiene ya su Disney Store y su Starbucks y Ariel Sharon ha probado
in situ
las especialidades sureñas de Bayou. La llegada a Harlem de la prosperidad clintoniana comenzó a notarse, probablemente, la tarde en que un tipo preguntón se plantó en la calle y empezó a dar tabaco gratis. Debió de correrse la voz. Me voló un paquete de Marlboro en un par de horas.

Siempre recomiendo a los amigos que viajan a Nueva York que dediquen al menos una jornada al norte de Manhattan, a la inmensidad que se abre por encima de la Calle 100 y recibe el nombre genérico de Harlem. Casi ninguno va. Y, sin embargo, allí están Harlem, El Barrio, el gran mercado latino de La Marqueta (Park Avenue, entre la 112 y la 116) y algunas de las cosas más extraordinarias que pueden verse en el mundo.

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