«Mientras reposaba en aquel estado, es extraño decirlo, sin sospechar al principio nada sobrenatural, vi repentinamente a un anciano, bastante rechoncho, vestido con una especie de bata de color rojo, y con un gorro negro en la cabeza, que se desplazaba en diagonal con movimientos rígidos y lentos. Salió del hueco, atravesó el dormitorio, pasó junto al pie de mi cama y se metió en la leñera de la izquierda. Llevaba algo bajo el brazo, tenía la cabeza un poco ladeada y, ¡Dios misericordioso!, cuando vi su rostro…
Tom hizo una pausa, y luego prosiguió:
—Esa cara espantosa, que ni vivo o muerto olvidaré, reveló lo que era. Sin mirar a un lado ni al otro, pasó junto a mí y se introdujo en la leñera contigua a la cabecera del lecho.
«Mientras esta configuración terrorífica e indescriptible de la vida y la muerte pasaba junto a mí, sentí que no tenía más posibilidades de hablar o reaccionar que si yo mismo hubiera sido un cadáver. Después de que hubo desaparecido, estuve durante horas demasiado asustado y debilitado como para moverme. Apenas amaneció, junté coraje y exploré la habitación, y sobre todo el trayecto que parecía haber seguido el espeluznante intruso, pero no había ningún vestigio que indicara que alguien había pasado por allí, ni señales de que algún elemento extraño hubiera removido la leña que cubría el suelo del armario.
«Entonces empecé a recobrarme un poco. Estaba fatigado y exhausto, y al fin me venció un sueño febril. Bajé tarde, y al encontrarte descorazonado en razón de tus sueños en torno del retrato, cuyo original, ahora estoy seguro de ello, se exhibió ante mí, no quise hablarte de la visión infernal. En verdad, se trataba de persuadirme de que todo había sido una ilusión, y no me atraía la idea de resucitar con toda su intensidad las aborrecidas impresiones de la noche anterior, ni poner en peligro la coherencia de mi escepticismo mediante la descripción de mis padecimientos.
«Necesité valor, te lo juro, para volver la noche siguiente a mi embrujada alcoba, y para acostarme tranquilamente en la misma cama —continuó Tom—. Lo hice con cierto grado de incertidumbre que, no me avergüenza confesarlo, a la menor provocación se habría transformado en puro pánico. Aquella noche, sin embargo, la pasé bastante sosegado, lo mismo que la siguiente, y que otras dos o tres más. Aumentó mi confianza, y empecé a imaginar que aceptaba las teorías sobre ilusiones espectrales, teorías con las que al principio había tratado, en vano, de sobreponerme a mis convicciones.
»La aparición había sido, por cierto, totalmente anómala. Había atravesado la habitación sin darse por enterada de mi presencia: yo no la había perturbado a ella, y ella no había tenido nada que ver conmigo. ¿Qué fin concebible había perseguido, entonces, al atravesar el cuarto con una configuración visible? Por supuesto, podría haber estado en la leñera en lugar de ir a ésta, con la misma facilidad con que se había introducido en el hueco sin entrar en la alcoba con una forma física que captaran los sentidos. Además, ¿cómo demonios la había visto? Era noche oscura, yo no tenía vela, no había fuego, y sin embargo la había visto nítidamente, con sus colores y su contorno, ¡como siempre he visto las formas humanas! Un sueño cataléptico lo explicaría todo, y estaba resuelto a que fuera un sueño.
»Uno de los fenómenos más llamativos que se relacionan con la práctica de la medicina reside en el gran número de mentiras deliberadas que nos decimos a nosotros mismos, aunque seamos, entre todas las gentes, quienes menos posibilidades tenemos de engañar. Es superfluo explicarte, Dick, que en todo esto me mentía sencillamente a mí mismo, y no creía una palabra de la condenada monserga. Sin embargo, perseveré, como de costumbre, como lo hacen los charlatanes e impostores tenaces que generan por cansancio la credulidad de los demás mediante la simple fuerza de la reiteración. Así esperaba inculcarme finalmente un cómodo escepticismo respecto del fantasma.
»No había aparecido por segunda vez, y esto era ciertamente un consuelo. Y después de todo, ¿qué me importaba de él, con su vieja indumentaria excéntrica y su extraño aspecto? ¡Un bledo! No estaba peor por haberlo visto, y sí mucho mejor. Así que me metí en la cama, apagué la vela y, reconfortado por una estentórea riña entre borrachos que se desarrollaba en el callejón trasero, me dormí como un tronco.
»Un sobresalto me arrancó de mi profundo sueño. Supe que había tenido una pesadilla pavorosa, pero no recordaba su contenido. Me palpitaba furiosamente el corazón, me sentía aturdido y afiebrado, y me senté en la cama y miré a mi alrededor. Un ancho cono de luz lunar entraba por las ventanas desprovistas de cortinas, todo estaba como lo había visto por última vez, y aunque la reyerta doméstica del callejón se había aplacado, para mi desgracia, aún podía oír cómo un tío de buen talante cantaba, rumbo a su casa, la divertida copla, entonces popular, llamada "Murphy Delany". Aproveché esta distracción para volver a tumbarme con la cara girada hacia el hogar y, cerrando los ojos, hice lo posible por no pensar más que en la canción, que se iba amortiguando poco a poco en la distancia:
Era Murphy Delany, tan gracioso y brioso,
y entró en una taberna clandestina para hincharse el pellejo;
luego salió bien forrado de whisky,
tan fresco como un trébol, tan ciego como un toro.
»E1 cantante, cuyo estado me atrevo a decir que se asemejaba al de Murphy Delany, no tardó en estar demasiado lejos para seguir alimentando mis oídos, y cuando su copla se apagó yo mismo me sumí en una modorra que no era ni profunda ni refrescante. De alguna manera la canción se me había metido en la cabeza, y me puse a seguir las aventuras de mi respetable compatriota que, al salir de la "taberna clandestina", se cayó a un río, del que lo pescaron para exhibirlo ante el jurado del
coroner
, jurado que al oírle decir a un veterinario que "estaba muerto y bien muerto" dictó el veredicto correspondiente, precisamente cuando Murphy recuperaba el conocimiento, circunstancia en que una disputa colérica y una batalla campal entre el cadáver y el
coroner
pone fin a la canción con la dosis justa de buen humor y desenfado.
»Seguí recapitulando con cansina monotonía toda la letra de esta balada, hasta el último verso, y después
da capo
, y así sucesivamente, en mi incómoda somnolencia, quién sabe durante cuánto tiempo. Sin embargo, al fin me encontré murmurando "muerto y bien muerto", y algo semejante a otra voz que nacía de mi interior pareció decir, muy débilmente pero con nitidez: "¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! y que el Señor se apiade de tu alma", e instantáneamente me desperté y miré al frente desde la almohada.
»Entonces, ¿me creerás, Dick?, vi la misma figura maldita que estaba delante de mí, y que me miraba con sus facciones pétreas y feroces, desde una distancia no mayor de dos metros del borde de la cama.
Tom se interrumpió aquí, y se enjugó el sudor que corría por su rostro. Yo me sentía muy alterado. La mujer estaba tan pálida como Tom y, congregados como estábamos en el escenario mismo de aquellas aventuras, me atrevo a decir que compartíamos la gratitud por el hecho de que fuera de día y de que se reanudara el bullicio en la calle.
—Sólo durante tres segundos lo vi con claridad y después se difuminó, pero durante un largo rato perduró algo parecido a una columna de vapor oscuro donde había estado en pie, entre mi persona y la pared, y yo estaba seguro de que aún seguía presente. Después de un tiempo, esta aparición también se esfumó. Bajé mis ropas al vestíbulo y me vestí allí, con la puerta entreabierta. A continuación salí a la calle y deambulé por la ciudad hasta la mañana, cuando regresé en un estado deplorable de nerviosismo y extenuación. Fui tan necio, Dick, que tuve vergüenza de explicarte por qué estaba tan alterado. Pensé que te burlarías de mí, sobre todo porque yo siempre había hablado de filosofía y había desdeñado tus fantasmas. Llegué a la conclusión de que no te apiadarías de mí y opté por callar mi historia de horror.
»Ahora bien, Dick, tal vez no me creas si te aseguro que después de aquella experiencia pasé muchas noches sin volver a mi habitación. Me quedaba un rato sentado en la sala después de que tú te ibas a la cama, y después me deslizaba sigilosamente hasta la puerta, salía a la calle, y me instalaba en la taberna Robin Hood hasta que se iba el último parroquiano. Y luego patrullaba la noche como un centinela, deambulando por las calles hasta la mañana.
»Durante más de una semana no dormí jamás en la cama. A veces me echaba un sueño en un banco de la taberna, y a veces daba una cabezada en una silla durante el día. Pero ni una vez dormí normalmente.
»Estaba resuelto a que nos mudáramos de casa, pero no encontraba ánimos para explicarte el motivo, y no sé cómo lo aplazaba de un día para otro, aunque durante cada hora de esta dilación mi vida se volvía tan desgraciada como la de un delincuente al que persigue la policía. Aquella atroz forma de vida me estaba enfermando de pies a cabeza.
»Una tarde decidí disfrutar de una hora de sueño en tu cama. Odiaba la mía, así que nunca había entrado en la infausta alcoba como no fuera para hacerle una sigilosa visita cotidiana con el fin de desordenar las sábanas. Temía que Martha descubriera el secreto de mis ausencias nocturnas.
»La mala suerte quiso que hubieras echado llave a tu dormitorio, y te hubieras llevado la llave. Entré en mi cuarto, como de costumbre, para remover la ropa de la cama y crear la apariencia de que alguien había dormido en ella. Entonces, una serie de circunstancias se confabularon para generar la macabra situación que habría de vivir aquella noche. En primer lugar, estaba literalmente vencido por la fatiga y anhelaba dormir. En segundo lugar, el efecto de esta extenuación aguda sobre mis nervios era semejante al de un narcótico, y me hacía menos susceptible de lo que habría sido, quizás, en cualquier otra condición, a los temores excitantes que se habían vuelto habituales en mí. Además, la ventana estaba un poco entreabierta, y una frescura agradable invadía la habitación y, para completarlo todo, el sol alegre del día convertía el cuarto en un lugar placentero. ¿Qué habría de impedirme gozar de una hora de siesta allí? Toda la atmósfera reverberaba con el bordoneo regocijado de la vida, y la radiante y despreocupada luz diurna poblaba todos los rincones del aposento.
»Vencí mis escrúpulos y cedí a la tentación casi irresistible. Me limité a despojarme de la chaqueta y, aflojando mi corbata, me tumbé, conformándome con un sueñecito de media hora en el musitado disfrute de una cama de pluma, una colcha y una almohada.
»Era una situación tremendamente insidiosa, y sin duda el demonio selló mis engreídos preparativos. Necio de mí, imaginé, con la mente y el cuerpo embotados por la falta de sueño, y con un déficit de una semana íntegra en la contabilidad de mi descanso, que en semejantes condiciones era posible fijar un límite de media hora de siesta. Me dormí como un tronco, y así permanecí durante quién sabe cuánto tiempo, sin soñar.
»Me desperté mansa pero completamente, sin sobresaltos ni sensaciones inquietantes de ningún tipo. Era, como tienes razones de sobra para recordar, mucho más de medianoche… aproximadamente las dos, según creo. Cuando el sueño ha sido profundo y suficientemente prolongado como para satisfacer a fondo la naturaleza, te despiertas así, súbita, tranquila y completamente.
»Había una figura sentada en ese viejo sillón macizo, cerca del hogar. Estaba más o menos de espaldas, pero no habría podido equivocarme. Giró lentamente y, ¡Dios misericordioso!, allí estaba el rostro pétreo, con sus rasgos infernales de perversidad y desesperación, contemplándome con fruición. Ya no quedaban dudas de que era consciente de mi presencia, y de que estaba animado por una maldad diabólica, porque se levantó y se aproximó a la cama. Tenía una cuerda ceñida al cuello, y el otro extremo, enroscado, lo sujetaba rígidamente con la mano.
»Mi ángel de la guarda me dio fuerzas para esa horrible crisis. Permanecí unos segundos paralizado por la mirada de aquel tremendo fantasma. Se acercó a la cama y pareció estar a punto de montar encima de ésta. En el instante siguiente yo me encontré en el suelo, del otro lado, y al cabo de un momento aparecí, no sé cómo, en el pasillo.
»Pero el hechizo aún no se había roto, y aún no había atravesado el valle de la sombra de la muerte. El aborrecido fantasma llegó allí antes que yo: estaba plantado junto a la balaustrada, un poco encorvado y, con un extremo de la cuerda ceñido a su propio cuello, esgrimía el lazo de la otra punta como si quisiera arrojarlo sobre el mío. Y mientras se ensañaba en aquella macabra pantomima, lucía una sonrisa tan sensual, tan inefablemente aterradora, que mis sentidos estuvieron a punto de dejarse avasallar. No vi nada más, ni recuerdo nada más, hasta que me encontré en tu habitación.
»Fue una evasión portentosa, Dick, eso no lo discute nadie. Una evasión por la cual, mientras viva, bendeciré la misericordia del cielo. Nadie que no haya pasado por esa experiencia sobrecogedora podrá concebir o imaginar lo que significa, para un ser de carne y hueso, encontrarse en presencia de semejante aparición. Dick, Dick… una sombra ha cruzado sobre mi persona, un escalofrío ha circulado por mi sangre y mi médula, y nunca volveré a ser el mismo de antes. ¡Nunca, Dick! ¡Nunca!
Nuestra criada, una mujer de cincuenta y dos años, como he dicho, inmovilizó su mano, a medida que avanzaba la narración de Tom, y se fue acercando poco a poco a nosotros, con la boca abierta y las cejas fruncidas sobre sus ojillos negros, parecidos a canicas, hasta que echando a ratos una mirada por encima del hombro se colocó cerca de nuestras espaldas. Durante el curso de la exposición había hecho varios comentarios circunspectos, en voz baja, si bien los he omitido, lo mismo que sus interjecciones, en aras de la brevedad y sencillez del relato.
—Lo he oído contar muchas veces —comentó entonces la mujer—, pero nunca lo he creído hasta ahora, aunque, en verdad, ¿por qué no habría de creerlo? ¿Acaso mi madre, calle abajo, no conoce historias raras, que Dios nos bendiga, imposibles de contar? Pero no debería haber dormido en la alcoba de atrás. Ella aborrece que yo entre y salga de esa habitación, aun de día, y ni hablar de que un cristiano pase una noche allí. Porque ciertamente afirma que fue su propia alcoba.
—¿La alcoba de quién? —preguntamos al unísono.
—Pues la suya, la del viejo juez, el juez Horrock, claro está, que en paz descanse —y miró aprensivamente a su alrededor.