Bajo los efectos de la sed que me torturaba, me espantó que ese gigante grosero estuviera tan desprovisto de sentimientos humanos como para invitarme a usar el bebedero del perro. Sucio, para colmo. Pero volvió antes de que yo pudiera tomar una decisión, y esta vez traía consigo un cántaro y una jarra de un cuarto de litro.
Los depositó sobre la mesa, frente a mí, y me invitó a sentarme. Cuando lo hube hecho, se instaló de cara a mí, en el otro lado de la mesa. Me miró bajo la luz mortecina y formuló un aserto extraordinario:
—Mi esposa murió en el lapso comprendido entre la primera vez que usted hizo sonar la campanilla, y la segunda. Yo la estaba atendiendo arriba. Esto le explicará por qué tardé en bajar a abrirle.
Estas palabras las pronunció sencillamente, con la mayor naturalidad, con una voz profunda pero afable y una manera de expresarse inesperadamente culta.
Al principio no atiné a contestar nada. Entre la primera y la segunda llamada yo había estado pensando en aquella buena mujer que, en mi infancia, había acompañado el agua refrescante con dos jugosas manzanas. Y una mujer había muerto en aquel preciso instante. Por una razón desconocida, esto pareció impregnar la información de una cualidad especialmente horrorosa. Me sentí como si fuera el más insolente de los instrumentos.
—Le pido perdón humildemente —balbuceé, mientras me levantaba—. Es una noticia espantosa. No debería haberme introducido tan torpemente en su casa. Ahora me iré, y le agradezco la hospitalidad.
Se puso en pie al tiempo que lo hacía yo, y se adelantó hasta la puerta con un movimiento rápido, mientras levantaba la mano para sugerir que debería sentarme nuevamente.
—No se vaya —dijo—. Me reconforta su compañía. No hay nadie más en la casa. Y no estoy acostumbrado a estas cosas. Quizá sea un poco desacostumbrado en un hombre de mi edad, pero ésta es la primera vez que he visto morir… a un ser humano… Casualmente, su perro murió apenas esta mañana.
—¿Y su esposa ha muerto casi inmediatamente después del perro? —pregunté, sin ningún motivo concreto.
—Sí —contestó—. Mi esposa lo quería mucho. En verdad, lo idolatraba.
—¿Su esposa murió súbitamente? Quiero decir, ¿era algo que usted esperaba? —inquirí.
—Sí, lo esperaba. Tanto mi esposa como el perro estaban muy enfermos. —Vaciló un momento, y luego continuó—: Lo esperaba, pero no en ese instante, a pesar de que estaba muy enferma. Yo me estaba ocupando de ella, tratando de colocarla en una posición más cómoda en la cama, cuando oí su primera llamada. En ese momento psicológico mi mente se distrajo. Sucede a menudo. En aquel momento psicológico no estamos allí, nuestras mentes flotan por el tiempo. He aquí la ilusión de la vida: gran parte de ésta se pierde en regresiones al pasado o en tentativas de explorar el futuro. Entonces nos encontramos de cara a la muerte, y todo ha terminado.
Sus comentarios eran demasiado metafísicos y rebuscados para que yo los contestara. Me limité a hacer un ademán de asentimiento y volví a sentarme. Era ridículo permanecer en pie en mitad de la sala escuchando semejante conversación. El también volvió a tomar asiento.
—Entre su primera llamada y la segunda, murió —continuó—. Yo los había estado cuidando a los dos. Quiero decir que me ocupé del perro enfermo hasta el momento en que murió.
—¿Qué perro era? —pregunté.
—Un pastor —respondió—. Uno de esos animales grises y negros, peludos, con extraños ojos ribeteados de blanco que parecen ciegos, aunque distan mucho de serlo.
—Oh, sí —contesté despreocupadamente, pero de pronto me oprimió una asfixiante sensación de irrealidad.
Estaba frente a mí en una actitud de ociosa impotencia, observándome de cuando en cuando, para luego volver la mirada hacia la puerta.
—Cuando murió el perro, no pude ocultárselo a mi mujer —prosiguió—. A cada rato me preguntaba dónde estaba, y me imploraba que se lo llevara. Ahora está ahí, tendido al pie de la cama.
—¿Quiere decir que su esposa está muerta, y que a sus pies yace un perro muerto?—exclamé.
Era lo que él acababa de narrar, pero la imagen que esto generaba en mi cerebro era demasiado horripilante.
—Ella hizo que lo depositara allí —explicó—. Pidió que los colocara en el mismo ataúd.
—Pero ningún sepulturero del mundo… —empecé a argumentar.
—Lo sé —asintió—. Lo sé. Pero fue su último deseo, y no me atrevo a enterrar el perro. No puedo reunir suficiente coraje para sacarlo de donde está, a sus pies.
—¿No cree —pregunté, porque la situación empezaba a inquietarme—, no cree que debería estar arriba con ella y no aquí, aunque sólo sea para asegurarse de que está muerta…? Y yo debo irme, realmente. Tengo una cita.
Se me ocurrió otra cosa.
—Debería ir a buscar a un médico —le dije—. ¿Quiere que avise al primer médico que encuentra en mi trayecto? ¿Cómo se llama esta casa?
No respondió inmediatamente, pero luego manifestó:
—Debo analizar el problema cuidadosamente. Usted no se imagina lo que es vivir en estas condiciones de soledad. Yo no era más que un vínculo para mantenerlos unidos hasta que murieron. ¿Por qué habría de volver a subir? He hecho lo que me correspondía. Mañana iré a la aldea, como siempre, a comprar carne y verduras, y es posible que entonces llame a un médico.
—¡Es posible! —casi grité—. ¡Sencillamente es lo que debe hacer!
—Debo, pues—asintió.
—Lo siento —murmuré.
Las palabras parecían particularmente inútiles, totalmente absurdas.
No respondió. Tema la cabeza reclinada sobre las manos y los codos apoyados sobre la mesa.
—Ahora debo irme—añadí—. Gracias por el agua.
Nuevamente se abstuvo de contestar e incluso de levantar la vista. Pasé de la habitación al vestíbulo oscuro, y abrí muy silenciosamente la puerta principal y la cerré a mis espaldas. Corrí entre los arbustos oscuros y monté en mi bicicleta. Mientras cobraba velocidad, oí un ruido sordo de pisadas animales y un gruñido detrás de mí. Un momento después, la pesada mole de una bestia enorme me acometió de costado y estuvo apunto de desmontarme. Cuando el manillar osciló, la lámpara giró en dirección a la cara del animal y vi un par de ojos feroces. Era un perro pastor.
Se abalanzó nuevamente sobre mí, y levantando el pie del pedal le amagué con el tacón al morro. Pero fue más un empujón que una panda, y no lo lastimé. Mostró los colmillos y saltó hacia el manillar, y la lámpara, desprendida de su soporte, se precipitó al camino y se apagó. Pero el perro había caído sin poder hincarme el diente. Antes de que terminara de recuperarse, tomé impulso y seguí oyéndolo correr detrás de mí a lo largo de más de un kilómetro.
«Debía de ser otro pastor», reflexioné. Un estremecimiento involuntario me recorrió y me hizo zigzaguear con la bicicleta. Pero no fue producto de mi escaramuza con el animal, sino de que aquel extraño individuo de pelambre y barba hirsutas se había parecido mucho a un perro pastor.
No le conté mi historia a nadie hasta que llegué a casa. Desde entonces me la he guardado, y de cuando en cuando le doy vueltas en la cabeza esforzándome por elucidarla y racionalizarla. Pero continúa siendo insoluble.
Ardath Mayhar
—
¡M
amá!
—¿Qué quieres, cariño?
Lo había dicho con un tono muy inocente.
—¡Arrópame con la sábana, por favor!
Dos ojos oscuros y redondos miraban acusadoramente por encima del borde de la sábana.
Con un suspiro, la madre la arropó estirando la sábana con fuerza por debajo del lado del extremo inferior del colchón.
—No comprendo por qué te empeñas siempre en que te arrope estirando la sábana de ese modo.
Pero ahora ya lo había hecho, y los ojos de la niña se cerraron, vencidos por el sueño.
—Bárbara, sabes que quieres ir. Todas las demás niñas van a ir…, la hija del doctor Jarvi, la hija del juez. Y también las hijas de las mejores familias. ¡No te entiendo!
—Es que no me sentiré cómoda. No me gusta dormir en el suelo. Y se pasan toda la noche hablando. De todos modos, ninguna de ellas me resulta especialmente simpática. Y tú no quieres que Annie Wimple pase la noche conmigo.
—¡Pero si los de su familia son aparceros!
Bárbara suspiró y aparentó hallarse muy ocupada con el estudio de sus lecciones. Su madre no lo entendería nunca. Ella tenía que dormir en una cama, en una verdadera cama con la sábana bien estirada y sujeta por debajo del extremo inferior del colchón. De otro modo no podría descansar, no habría para ella ninguna seguridad durante las oscuras horas de la noche. Su madre, enojada por lo ilógico de sus acciones, la habría obligado a cambiar de no haber sido por la intervención de su padre.
—Todo el mundo tiene algo de lo que depende o ante lo que siente miedo —había dicho él—. Y lo de Bárbara me parece algo bastante insignificante. No es algo tan irrazonable como para preocuparte por ello. Simplemente, arrópala y sujétale la sábana tal como ella desea.
Y así lo había hecho.
—Jim, yo…, tengo que decirte algo. Me dirás que soy una tonta. Mi madre siempre me lo decía. Pero tengo que decírtelo antes de casarnos, porque significa mucho para mí.
Él la miró desde su altura, con una expresión burlona en sus ojos azules.
—¡Duermes con un osito de peluche! —le dijo con sorna—. ¿No? Entonces es que tienes un perro muy grande que suele compartir tu cama.
—¡Tonto! —Ella se elevó sobre las puntas de los pies y le besó la barbilla—. No. Es algo insignificante. No puedo dormir sin tener la sábana bien apretada y tirante, sujeta a los lados y al pie del colchón. Siempre he sentido verdadero terror… —Miró a su alrededor para asegurarse de que su madre seguía en la cocina—… a que me sobresalieran los pies por encima del borde de la cama. ¡Ya lo sé! ¡Lo sé! Es una chiquillada. Algo freudiano de una u otra forma. Pero no puedo dormirme si la sábana no está bien tirante y sujeta.
—Creo que lo podremos arreglar —dijo él sonriendo—, al menos por ahora. Pero pienso convencerte para que te des cuenta de cuál es la causa de esa necesidad particular. Y a partir de entonces ya no volverás a necesitarla.
—Tienes razón. Lo comprendo. Tiene tanto sentido lo que dices. La inseguridad puede hacernos extrañas jugarretas, ¿verdad? ¡Y pensar que me he pasado tantos años apretándome la sábana y sujetándola bajo el colchón para que los pies no se me salieran de la cama! Ahora me parece algo tan tonto.
Ella se sentó en la cama y colocó los pies sobre el colchón.
—Realmente, hace demasiado calor como para taparnos con la sábana. Sé que has sufrido mucho a causa del calor, incluso a pesar del ventilador en marcha. Eres muy amable y paciente conmigo, cariño.
Él se tumbó a su lado, sobre la fría sábana.
—Tengo una esposa muy inteligente —dijo con una sonrisa—. He tenido más de un paciente que ha sido incapaz de comprender la relación entre causa y efecto, al menos con la rapidez y la claridad con que tú lo has comprendido. Ahora ya te has librado de esa pequeña preocupación. Creo que me veo a mí mismo como una especie de Gran Emancipador, capaz de librar a todo aquel que pueda de sus pequeñas e insignificantes esclavitudes de los miedos y las fobias.
Se apagó la lámpara. El sonido de los grillos que cantaban en el prado llenó la noche y Bárbara pensó, medio adormilada, lo bueno que era haberse casado por amor y tener dinero al mismo tiempo. Se quedó medio dormida, con uno de los pies cerca del extremo inferior del colchón.
Y finalmente el pie se deslizó fuera.
Una mano, larga y delgada, más gris que la luz de la luna que iluminaba débilmente el dormitorio, surgió desde debajo de la cama. El pie se movió un poco, y el tobillo quedó colgando sobre el borde del colchón. La mano se elevó y agarró fría y fuertemente la pierna de Bárbara.
Ella gritó, retorciendo su cuerpo hacia arriba y agarrándose a Jim, en busca de estabilidad.
—¿Qué? ¿Qué ocurre? —murmuró él medio dormido, al tiempo que la mano de ella le agarraba por el pijama, a la altura del hombro.
—¡Me ha cogido! —gritó ella, y la ropa a la que se agarraba se desgarró al ser apartada de él, hacia el borde de la cama.
Jim la cogió de las manos.
—Yo te sujeto. ¡Sólo es una pesadilla!
Pero las palabras se le helaron en la garganta al ver cómo algo tiraba de ella, apartándola de su lado, y tuvo que aproximarse más a ella para seguir sujetándola.
Finalmente, su cuerpo cayó sobre el borde del colchón. Él no escuchó el ruido de la caída sobre el suelo, y las manos que aún le sostenían se volvieron muy frías.
—¡Bárbara!
Se acercó rápidamente al lado que su esposa ocupaba poco antes y miró hacia abajo por encima del borde del colchón. Ella estaba desapareciendo por una especie de agujero que giraba confusamente en los bordes. Sus manos, como paralizadas, la soltaron, y su esposa fue absorbida por aquel agujero, que se cerró tras ella, de modo que él se encontró mirando fijamente el dibujo de la alfombra.
Se acurrucó sobre la cama, temblando. La sábana de arriba perfectamente doblada a los pies de la cama, brillaba acusadoramente a la débil luz de la luna.
Felice Picano
E
n una calurosa y sofocante noche romana a mediados del siglo pasado, un irregular
téte-á-téte
sostenido entre dos norteamericanos marcadamente diferentes se vio animado por una repentina descarga de golpes y gritos varios pisos más abajo, al nivel de la Vía Ruspoli.
El que aparentaba menor edad de los dos hombres se dirigió hacia el amplio alféizar de la ventana y, mirando abajo, informó a su compañero que dos rústicos
contadini
trataban de ser admitidos en la
pensione.
—Déjalos, William —dijo su amigo con la misma desgana e indiferencia de que había hecho gala durante la cena, cuyos restos se extendían sobre la mesa de caballete y sin mantel, en el gran y semioscuro salón—comedor—. El ama de llaves, la buena de Antonia, se ocupará de ellos.
—¿Quieres que vaya yo a abrir? —preguntó William—. ¿Deseas descansar?
—Lo único que hago en esta ciudad infernal durante este terrible verano es descansar. No, quédate. Tu conversación y tu estado de ánimo optimista me reconfortan mucho.
Aunque su compañero tenía razones para dudar de la exacta veracidad de aquellas palabras, la amistad que los unía desde la niñez pasada al otro lado del océano le obligó a quedarse. Antes de emprender su viaje por Europa, William ya conocía algunas de las desgracias acaecidas a su amigo, así como el desordenado estado mental que le habían provocado.