Bueno, no me interprete mal. Perlino no sabía nada de eso. Estaba vivo en cierta manera, pues se movía y contorsionaba, pero, como aquel cachorro, ya no pensaba. No era más que un pelo del cuerpo de aquella cosa, lo mismo que las maderas, el alambre y las demás cosas que sobresalían de aquel cuerpo.
En cuanto a la bestia… Bueno, no resultó demasiado difícil domesticarla. La llamé Otto. No crea ningún problema. Es verdad que no acude cuando le llamo, pero es porque no tenía nada que darle, hasta que usted se presentó. Antes tenía que remediarlo extrayendo animales muertos de los montones… ¡Siéntese! Tengo aquí el revólver de Perlino, y si se mueve lo dejo seco.
Ah, por ahí viene Otto.
J. Sheridan LeFanu
E
sta historia mía no es digna de ser contada o, por lo menos, no lo es de ser escrita. Contada, en verdad, como a veces me habéis pedido que la cuente, a un círculo de caras inteligentes y ansiosas, iluminadas después de la cena por una buena fogata en una noche de invierno, mientras fuera se levanta y aúlla un viento frío, y todos están cómodos y abrigados dentro, ha pasado bastante bien, aunque ¿cómo no habría de ser así?, digo yo. Pero es aventurado narrarla como vosotros me lo pedís. La pluma, la tinta y el papel son vehículos fríos para lo prodigioso, y el «lector» es decididamente un animal más crítico que el «escucha». No obstante, podéis inducir a vuestros amigos a leerla después de caída la noche, y cuando la conversación junto al fuego ha girado durante un rato en torno a relatos de terror informe… O sea, en síntesis, si me aseguráis la
mollia témpora fandi
, pondré manos a la obra y diré lo que debo decir, de mejor talante. Bueno, pues, dando por sobrentendidas estas condiciones, no derrocharé más palabras, sino que os contaré sencillamente cómo sucedió todo.
Mi primo (Tom Ludlow) y yo estudiábamos medicina juntos. Creo que él habría triunfado si hubiese perseverado en la profesión, pero el pobre prefirió la Iglesia y murió prematuramente, víctima del contagio contraído en el noble ejercicio de sus deberes. Para el fin que me mueve ahora, digo lo indispensable acerca de su idiosincrasia cuando menciono que era un hombre de carácter apacible pero franco y jovial, muy estricto en lo que concierne al respeto por la verdad, y en nada parecido a mí, que tengo un temperamento excitable o nervioso.
Mientras asistíamos a los cursos, mi tío Ludlow —padre de Tom—, adquirió tres o cuatro casas viejas en Aungier Street, una de las cuales estaba desocupada. Él residía en el campo, y Tom propuso que mientras esta casa no se alquilara, nos instalásemos en ella, lo cual nos produciría el doble beneficio de permitirnos vivir más cerca de la sede de nuestros estudios y de nuestras diversiones, y de aliviarnos de la carga semanal del alquiler.
Nuestro mobiliario era muy escaso, y todo nuestro equipo era excepcionalmente modesto y primitivo, de manera que, en resumen, nuestros medios eran más o menos tan sencillos como los de un campamento militar. Por tanto, ejecutamos nuestro plan casi inmediatamente después de haberlo concebido. La habitación del frente fue nuestra sala. Yo ocupé el dormitorio situado encima de ésta, y Tom el dormitorio posterior del mismo piso, que nada podría haberme inducido a utilizar.
Para empezar, la casa era muy vieja. Creo que le habían renovado la fachada hacía aproximadamente cincuenta años, pero salvo esta excepción nada tenía de moderno. El agente que la había comprado y estudiado los títulos en representación de mi tío me dijo que había sido vendida, junto con otras muchas propiedades embargadas, en Chichester House, me parece que en 1702, y había pertenecido a sir Thomas Hacket, que había sido alcalde de Dublín en tiempos de Jacobo II. No puedo decir, por tanto, cuán antigua era, pero sea como fuere había visto suficientes años y cambios como para haberse impregnado con esa atmósfera misteriosa y entristecida, a la vez excitante y deprimente, que es típica de la mayoría de las mansiones arcaicas.
Habían hecho muy poco por incorporarle detalles modernos, y quizá fuera mejor así, porque había algo de extraño y añejo en las mismas paredes y techos, en la configuración de las puertas y ventanas, en la anómala ubicación sesgada de los hogares, en las vigas y las portentosas cornisas…, para no hablar de la singular solidez de todo el maderamen, desde el de las barandas hasta el de los marcos de las ventanas, solidez esta que era absolutamente imposible de disimular, y que habría proclamado enfáticamente su antigüedad a través de cualquier cantidad concebible de ornamentos modernos y barnices.
Se había realizado, por cierto, un esfuerzo, hasta el punto de empapelar las salas, pero quién sabe por qué el papel parecía tosco y descuidado; y la anciana que regentaba una pequeña tienda cochambrosa en la misma calle, y cuya hija —una «chica» de cincuenta y dos años— era nuestra única criada, que venía al despuntar el sol y volvía a retirarse castamente apenas terminaba de hacer todos los preparativos para el té, en nuestro apartamento…, la anciana, repito, recordaba la época en que el anciano juez Horrocks (quien, después de ganarse la reputación de ser particularmente aficionado a hacer ahorcar a los reos, terminó por colgarse él mismo con una cuerda de saltar la comba que sujetó a la antigua y maciza balaustrada, obedeciendo a un impulso de «locura pasajera», según dictaminó el jurado del coroner) había residido allí, agasajando a sus selectos invitados con la mejor carne de venado y un excepcional oporto añejo. En aquellos días felices, las salas estaban decoradas con colgaduras de cuero dorado y, me atrevo a decir, tenían muy buen aspecto, porque eran habitaciones realmente espaciosas.
Los dormitorios estaban artesonados, pero el del frente no era oscuro, y en él la intimidad de lo arcaico eclipsaba con creces sus connotaciones lúgubres. En cambio, el dormitorio del fondo era otra cosa: allí había dos ventanas melancólicas situadas en un lugar poco común, mirando apáticamente hacia el pie de la cama, y a ello se sumaba el sombrío hueco que uno encuentra en la mayoría de las casas viejas de Dublín, semejante a un gran armario espectral que, por compatibilidad de temperamento, se había amalgamado al aposento, disolviendo la mampara. Por la noche, este «nicho» —como insistía en llamarlo nuestra criada— tenía, para mis ojos, un aire especialmente siniestro y sugestivo. La vela distante y solitaria de Tom brillaba inútilmente en dirección a sus tinieblas. Allí estaba siempre vigilándolo, siempre impenetrable. Pero esto era sólo parte del efecto. La totalidad de la habitación me resultaba, inexplicablemente, repulsiva. Supongo que en sus proporciones y componentes existía una discordancia latente, cierta relación misteriosa e indescriptible que actuaba ambiguamente sobre algún órgano secreto sensible a lo apropiado y seguro, y generaba sospechas y aprensiones indefinibles de la imaginación. En total, como dije al principio, nada podría haberme inducido a pasar una noche solo en ella.
Nunca pretendí ocultarle al pobre Tom mi debilidad supersticiosa, y él, por su parte, ridiculizaba con la mayor naturalidad mis estremecimientos. Sin embargo, como habréis de oír, el escéptico estaba destinado a recibir una lección.
No hacía mucho tiempo que ocupábamos nuestros respectivos dormitorios cuando empecé a quejarme de sobresaltos nocturnos y perturbaciones en el sueño. Supongo que este engorro me fastidiaba tanto más cuanto que en general era de buen dormir y en modo alguno propenso a las pesadillas. Pero ahora mi destino quería que, en lugar de disfrutar del habitual reposo, cada noche la «digiriera poblada de horrores». Después de un preludio de sueños desagradables y espantosos, mis problemas asumían una forma concreta, y la misma visión, desprovista de modificaciones apreciables en un solo detalle, se ensañaba conmigo por lo menos (término medio) cada dos noches.
Ahora bien, este sueño, pesadilla, o ilusión infernal—como más os plazca— del que era la víctima miserable, se presentaba así:
Yo veía, o creía ver, con la nitidez más abominable, aun en medio de la profunda oscuridad reinante, cada mueble y contorno accidental de la habitación donde yacía. Esto, como sabéis, es propio de la pesadilla común. Bueno, mientras me hallaba en esta condición clarividente, que no parecía sino la iluminación del teatro donde habría de exhibirse el monótono espectáculo de horror, mi atención se fijaba invariablemente, no sé por qué, en las ventanas situadas frente al pie de la cama, y un sentimiento de sobrecogedora premonición se apoderaba lenta pero irremisiblemente de mí, siempre con el mismo efecto. Yo tomaba conciencia, no sé cómo, de una suerte de pavoroso pero indefinido preparativo que estaba progresando en un ámbito desconocido, por obra de un ente igualmente ignoto, con el fin de atormentarme. Y, después de un intervalo, que siempre parecía tener la misma duración, una imagen volaba repentinamente hasta la ventana, donde permanecía adherida, como por obra de una atracción eléctrica, y entonces comenzaba mi castigo de horror que quizás habría de durar horas. La imagen misteriosamente cementada a los cristales de la ventana correspondía al retrato de un anciano, vestido con una floreada bata de seda carmesí, cuyos pliegues podría describir ahora mismo, con un talante que abarcaba una extraña mezcla de inteligencia, sensualidad y poder, pero a pesar de todo siniestro y cargado de presagios malignos. Su nariz era aguileña, como el pico de un buitre; sus ojos eran grandes, grises y saltones, y estaban iluminados por una crueldad y una frialdad más que mortales. Dichas facciones se hallaban rematadas por una toca de terciopelo carmesí, por debajo de la cual asomaban cabellos encanecidos por la vejez, en tanto que las cejas conservaban su primitiva negrura. ¡Qué bien recuerdo cada rasgo, tonalidad y sombra de aquel rostro pétreo, y vaya si tengo motivos para ello! La mirada de aquel semblante infernal estaba clavada en mí, y yo se la devolvía con la inexplicable fascinación de la pesadilla, durante las que se me antojaban horas de sufrimiento. Y por fin…
El gallo cantó, volando se fue entonces
el monstruo que me había esclavizado a lo largo de las fieras vigilias nocturnas, y hostigado y nervioso, me levantaba para cumplir con los deberes de la jornada.
Experimentaba —no sé por qué, aunque quizá fuera por la refinada angustia y las profundas sensaciones de pánico sobrenatural con que se hallaba asociada esta extraña fantasmagoría— una insuperable renuencia a describir a mi amigo y camarada la naturaleza exacta de mis problemas nocturnos. Sin embargo, en general le decía que me atormentaban sueños abominables y, fieles al proverbial materialismo de la medicina, nos confabulábamos para disipar mis terrores no mediante exorcismos, sino mediante un tónico.
Haré justicia a dicho tónico y confesaré francamente que el retrato maldito empezó a espaciar sus visitas bajo la influencia de aquél. ¿Qué conclusión he de sacar? La singular aparición, tan rica en carácter como en terror, ¿era, por tanto, producto de mi fantasía, o de malestar estomacal? ¿Era, en síntesis,
subjetiva
(para decirlo con la jerga técnica de entonces) y no la agresión e intromisión palpable de un agente externo? Esto, buen amigo, como ambos lo reconoceremos, no se tiene en pie. El espíritu perverso, que cautivaba mis sentidos asumiendo la forma de aquel retrato, podría haber estado igualmente próximo a mí, podría haber sido igualmente enérgico y malévolo, aunque no lo hubiera visto. ¿Qué significaba todo el código moral de la religión revelada acerca de los cuidados debidos a nuestro propio cuerpo, acerca de la sobriedad, la templanza, etcétera? Existe una relación evidente entre lo material y lo invisible: la sana tonicidad del sistema, y su intacta energía pueden, hasta donde sabemos, protegernos de influencias que de lo contrario harían espantosa la vida. El hipnotizador y el electrobiólogo fallarán, por término medio, con nueve pacientes de cada diez, y otro tanto podrá sucederle al espíritu maligno. Para producir determinados fenómenos espirituales son indispensables condiciones especiales del sistema orgánico. A veces la operación tiene éxito, a veces fracasa, y eso es todo.
Después me enteré de que mi compañero pretendidamente escéptico también tenía problemas. Pero de estos yo aún no sabía nada. Una noche, por excepción, dormía profundamente cuando me despertó una pisada en el corredor contiguo a mi habitación, seguido por el fuerte repique metálico de lo que resultó ser un gran candelabro de bronce que el pobre Tom Ludlow había arrojado con todas sus fuerzas por encima de la balaustrada, y que bajaba rebotando por el segundo tramo de la escalera. Y casi simultáneamente, Tom abrió violentamente mi puerta y entró de espaldas en la habitación, presa de una agitación extraordinaria.
Salté de la cama y lo cogí por el brazo antes de tener, yo mismo, una idea clara del lugar donde me hallaba. Allí estábamos los dos, en camisón, delante de la puerta abierta, mirando a través de la gran balaustrada antigua en dirección a la ventana del pasillo, por la cual se filtraba la luz mortecina de la luna velada por las nubes.
—¿Qué sucede, Tom? ¿Qué te ocurre? ¿Qué demonios te pasa, Tom? —pregunté, mientras lo sacudía con nerviosa impaciencia.
Inhaló largamente antes de contestar, y ni siquiera entonces habló con mucha coherencia.
—Nada, no pasa nada. ¿Acaso he dicho algo? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela, Richard? Está oscuro… ¡Yo… yo tenía una vela!
—Sí, está bastante oscuro —asentí—. Pero ¿qué sucede? ¿Qué? ¿Por qué no hablas, Tom? ¿Has perdido la razón? ¿Qué pasa?
—¿Qué pasa…? Oh, ya ha terminado todo. Debió de ser un sueño, nada más que un sueño…, ¿no te parece? No pudo ser otra cosa que un sueño.
—Claro que fue un sueño—dije, con inusitado nerviosismo.
—Creí que había un hombre en mi habitación —continuó—, y… y salté de la cama, y… y…, ¿dónde está la vela?
—Muy probablemente en tu habitación —respondí—. ¿Quieres que vaya a buscarla?
—No, quédate aquí… no vayas. No importa…, no vayas, te digo. Todo fue un sueño. Echa el cerrojo a la puerta, Dick. Me quedaré aquí contigo… Estoy nervioso. Así que sé un buen chico, Dick, y enciende tu vela y abre la ventana… Estoy descalabrado.
Hice lo que me pedía, y él se envolvió como Granuaile en una de mis mantas y se sentó junto a mi cama.
Todos saben cuán contagioso es el miedo de cualquier tipo, pero especialmente esa forma específica de miedo que en aquel momento obraba sobre el pobre Tom. Yo no habría escuchado, ni creo que él habría recapitulado, en aquel preciso instante, ni por todo el oro del mundo, los detalles de la horrible visión que tanto lo había descorazonado.