—¡Amén! —murmuré—. ¿Pero él murió allí?
—¡Sí, murió allí! No, no precisamente allí—respondió la mujer—. ¿Acaso no fue de la balaustrada que se colgó el viejo pecador, Dios se apiade de todos nosotros? ¿Y acaso no fue en el nicho donde encontraron las empuñaduras de la cuerda para saltar a la comba, cercenadas, y el cuchillo con que había preparado la cuerda, Dios nos bendiga, para ahorcarse? La cuerda pertenecía a la hija del ama de llaves, según me contó muchas veces mi madre, y a partir de entonces la niña nunca se desarrolló normalmente, y se despertaba sobresaltada, chillando por la noche, con sueños y sustos que la cogían por sorpresa, y decían que el espíritu del viejo juez era el que la atormentaba, y ella se ponía a gritar que tuvieran alejado al vejestorio del pescuezo torcido, y luego aullaba: «¡Oh, el amo! ¡El amo! ¡Me ataca y me llama! ¡Mamaíta querida, no me dejes ir!». Hasta que al fin la pobre criatura murió, y los médicos dijeron que tenía agua en el cerebro, porque no podían decir otra cosa.
—¿Cuánto sucedió todo esto?—pregunté.
—Oh, qué sé yo —respondió la mujer—. Pero debió de ser hace muchísimo tiempo, porque el ama de llaves ya era vieja, con un silbido por voz y sin un solo diente, y con más de ochenta años encima, cuando mi madre se casó por primera vez; y cuentan que era una mujer verdaderamente bien formada y elegante cuando el viejo juez murió y, por cierto, mi madre ya no está lejos de los ochenta; y el hecho de que el viejo villano degenerado, que Dios guarde su alma, asustara a la chica hasta matarla, tal como lo hizo, fue aún peor en razón de lo que toda la gente creía y pensaba. Mi madre cuenta que la pobre criatura era su propia hija, porque él era un viejo villano, se mire como se mire, y el juez más propenso a ahorcar que ha pisado tierra irlandesa.
—A juzgar por lo que usted dice sobre el peligro de dormir en esa alcoba —comenté—, supongo que circulan historias sobre otras personas a las que se les apareció el fantasma.
—Bueno, se han contado historias… historias raras, por cierto — asintió la mujer, aparentemente de mala gana—. ¿Y por qué no habrían de contarse? ¿Acaso no fue esa la habitación donde él durmió durante más de veinte años? ¿Y acaso no fue en el nicho donde preparó la cuerda que lo despenó, tal como él había despenado a muchos hombres de mejor corazón durante toda su vida? ¿Y acaso el cadáver no descansó en la misma cama después de muerto, y acaso no fue introducido allí también en el ataúd, y transportado desde allí hasta su tumba en el cementerio de Pether, después de que el
coroner
hubo completado los trámites? Pero circulan historias raras, que mi madre conoce a fondo, acerca de cómo un tal Nicholas Spaight lo pasó muy mal allí.
—¿Y qué se dice de ese Nicholas Spaight? —pregunté.
—Oh, eso es fácil de contar—respondió la mujer.
Y, en verdad, contó una historia muy extraña que excitó mi curiosidad hasta el punto de que fui a visitar a la anciana dama, su madre, de cuyos labios escuché muchos detalles curiosos. Confieso que siento la tentación de narrar la historia, pero mis dedos están cansados y debo dejarla para otra oportunidad; aunque si deseáis escucharla otro día, procuraré complaceros.
Una vez escuchado el extraño relato que no os he contado, le hicimos una o dos preguntas más acerca de las presuntas visitas espectrales a las cuales la casa había estado sujeta desde la muerte del anciano y perverso juez.
—Nunca nadie tuvo suerte en ella —nos informó—. Siempre ha habido accidentes graves, muertes súbitas y estancias breves en ella. La primera que la alquiló fue una familia cuyo nombre he olvidado, pero que de todas maneras estaba compuesta por dos jovencitas y su padre. El tenía unos sesenta años, y era todo lo sano y robusto que se puede pretender a esa edad. Bueno, él dormía en aquel infortunado aposento del fondo y, ¡que Dios nos proteja del mal!, una mañana lo encontraron muerto, con medio cuerpo fuera de la cama, con la cabeza negra como un endrino, e hinchada como un budín, colgando cerca del suelo. Dijeron que había sido apoplejía. Estaba muerto y bien muerto, así que él no pudo controlar lo que le había pasado, pero todos los veteranos estuvieron seguros de que había sido ni más ni menos que el viejo juez, ¡Dios nos ampare!, que lo había matado de un susto.
»Algún tiempo después, una solterona rica ocupó la casa. No sé en qué habitación dormía ella, pero vivía sola. Fuera como fuere, una mañana, los criados que acudían temprano a sus faenas la encontraron sentada en la escalera del pasillo, tiritando y hablando sola, completamente loca. Y nunca más ninguno de ellos ni de sus amigos pudo sacarle una palabra, como no fuera: "No me pidáis que me vaya, porque prometí esperarlo a él". Nunca descifraron a quién se refería cuando hablaba de él, pero por supuesto todos quienes conocían el secreto de la antigua casa entendieron perfectamente lo que había sucedido.
«Después, cuando la casa se convirtió en pensión, fue Micky Byrne quien alquiló el mismo cuarto, con su esposa y sus tres hijos pequeños, y seguro que yo misma le oí contar a la señora Byrne cómo por la noche alzaban a los niños, sin que ella viera por qué medios; y cómo se sobresaltaban y chillaban a cada hora, igual que la hijita del ama de llaves que había muerto, hasta que por fin una noche el pobre Micky se echó unos tragos al coleto, como lo hacía de cuando en cuando, y fíjese que en la mitad de la noche le pareció oír un ruido en la escalera, y puesto que estaba bebido, no se le ocurrió nada mejor que salir personalmente a ver qué pasaba. Bueno, después de eso, lo último que ella le oyó decir fue: "¡Dios mío!", seguido por un estruendo que sacudió toda la casa. Y naturalmente allí estaba, tendido en el tramo inferior de la escalera, debajo del pasillo, con el cuello fracturado y doblado, en el lugar preciso donde lo habían arrojado por encima de la balaustrada.
Entonces la criada añadió:
—Iré a la esquina, y enviaré a Joe Gavvey para que termine de embalar el resto de vuestros bártulos y los lleve a vuestro nuevo alojamiento.
Y así fue como salimos todos juntos, respirando con más tranquilidad, no lo dudo, al cruzar por última vez aquel umbral de mal agüero.
Ahora permitidme agregar algo más, para ceñirme a la regla inmemorial del reino de la ficción, que acompaña al protagonista no sólo a lo largo de sus aventuras sino hasta que abandona este mundo. Habréis captado que lo que el héroe de carne, sangre y hueso de la novela propiamente dicha es para el creador habitual de ficciones, esta vieja casa de ladrillo, madera y cemento lo es para el humilde cronista de esta historia auténtica. Por ello relato, como lo impone el deber, la catástrofe que la asoló finalmente, catástrofe que fue, sencillamente, la que describo a continuación. Aproximadamente dos años después de transcurridos los hechos aquí narrados, la alquiló un curandero que se hacía llamar barón Duhlstoerf, quien llenó las ventanas de la sala con botellas de indescriptibles horrores conservados en brandy, y los periódicos con los habituales anuncios grandilocuentes y mendaces. Entre las virtudes de este caballero no se contaba la templanza, y una noche, bajo los efectos del exceso de vino, prendió fuego a las cortinas de su lecho, se quemó parcialmente, y las llamas consumieron totalmente la casa. Posteriormente la reconstruyeron, y durante un tiempo se instaló en ella una empresa de pompas fúnebres.
Ya os he narrado mis aventuras y las de Tom, junto con algunos valiosos detalles complementarios, y liberado de mi compromiso os deseo muy buenas noches y felices sueños.
s
Frank Belknap Long
T
odo lo de East Glencove me cae bien a comienzos de octubre. La mayoría de las casitas de la costa están tapiadas, y llega el momento en que puedes montar un picnic sin que la basura flote en la marejada, y sin tener que soportar los alaridos jubilosos de los bañistas recorriendo la larga playa circular mientras sus hijos dan volteretas en la arena.
Si esto me hace pasar por cascarrabias, me apresuro a añadir que Janice comparte mi preferencia por East Glencove en su gloria otoñal, cuando el humo de leña asoma desde atrás de los altos pinos del lado mediterráneo de la aldea, y cuando lo único que obstruye el paisaje por la banda litoral es un ocasional revoloteo de gaviotas que anidan en las rocas dispersas —¿escalones de un gigante?— blanqueadas por sus excrementos.
A lo cual se suman muchas otras virtudes: la placidez; una suerte casi increíble de compañerismo, con el resto del mundo eclipsado; la televisión proscripta —excepto para la contemplación de los más fugaces programas de noticias— hasta noviembre, por lo menos. Agréguese a esto correr a lo largo de la playa, las discusiones sobre libros viejos y nuevos y luego, tal vez, la cena en la playa.
—Peter, has dorado perfectamente las patatas. Pero la pescadilla frita debería estar un poco más crujiente. Habrían bastado dos vueltas más en la sartén.
Quince o veinte minutos de distensión en las tumbonas, con las tazas de café en la mano, escuchando cómo el viento riza la arena y observando cómo la marea gana un centímetro en su lento ascenso por la playa. Después el retorno a la casita, entre una desbandada de cangrejos, para sentarnos en el porche mientras el crepúsculo se ahonda a nuestro alrededor y el lejano parpadeo de las luces de la bahía precede la llegada de la oscuridad y de una miríada de estrellas
Generalmente entramos a las nueve y media. Pero en aquella noche específica la ausencia de mosquitos era total, no había ni un atisbo de frío en el aire, y parecía existir un acuerdo total entre ambos para quedarnos por lo menos una hora más donde estábamos.
Me levanté, abrí la puerta mosquitera lo justo para que Princess pudiera salir brincando, y luego me senté nuevamente junto a Janice, mientras me preguntaba por qué el solo hecho de palmear la cabeza de un perro peludo podía volver más locuaces y tiernas a muchas mujeres. Apenas se acurrucó contra mí, le estrujé súbita y fuertemente la cintura.
—Si te concedieran un deseo en este preciso instante, ¿cuál sería? —pregunté.
—Creo que lo sabes respondió.
—Conjeturar nunca es lo mismo que saber —dije—. Si expresaras en términos más concretos lo que insinuaste esta mañana…
—Está bien —asintió, antes de que yo pudiera continuar—. Me gustaría pasar por lo menos otro año íntegro en la casita. El correr riesgos es bueno para nosotros, y aún somos suficientemente jóvenes como para poder permitirnos ese lujo.
En los años en que todavía no se envejece y en que la energía creadora está en su apogeo, la felicidad se puede disfrutar en más de un sentido, y yo sabía que Janice no se refería a lo económico. En verdad, esta consideración se hallaba ausente con demasiada frecuencia de sus cálculos.
—En los últimos meses sólo he vendido los cuadros justos para cubrir las necesidades básicas, incluido el alquiler —le recordé—. Es una peculiaridad de los
marchands
de Nueva Inglaterra. Un año son muy temerarios, y al año siguiente son exageradamente cautos. Como mozo para trabajos diversos, en la aldea, sería un fracaso —añadí, para dar énfasis a mi argumento—. Pertenezco más bien a la categoría de los Van Gogh que se cercenan la oreja.
—Oh, vamos —objetó Janice—. Tienes fibra suficiente para apañártelas en lo que te propongas hacer, si es necesario. Es a mí a quien te refieres.
—No conseguirás nada con halagos… —empecé a decir, y me interrumpí.
Princess se había levantado y había llegado a la puerta tras dar dos largos saltos. Arañaba la tela mosquitera, con los pelos de la nuca erizados, y de sus fauces brotaba un gruñido feroz. Lo asombroso era el sencillo hecho de que no se trataba de una perra guardiana, y en circunstancias normales habría recibido a un ratero con el más cordial meneo de su cola.
Impedí que Janice se pusiera en pie, susurrándole:
—No te muevas y no hagas ruido. Creo que tenemos visita. ¿Echaste llave a la puerta del fondo?
—Sí—afirmó—. Pero la ventana de la cocina está abierta.
—No me sigas hasta que me haya asegurado de lo que sucede —le advertí—. Podría ser una ardilla o un murciélago.
Llegué a la puerta antes de que tuviera tiempo de protestar. Apenas la hube abierto, Princess atravesó velozmente el mirador en dirección a la sala, como un perro de ataque súbitamente liberado.
El mirador estaba bañado por la luna pero no había en él nada que pudiera usar como arma. El mejor sucedáneo, si la necesitaba —e intuía que podría necesitarla— era la estatuilla de bronce montada sobre un pedestal justo en la entrada de la sala, y mientras tanteaba la pared buscando el interruptor de la luz, oí que Princess gruñía y rascaba el suelo en la oscuridad.
Apenas encendí la luz, vi que Princess estaba sola. Corría de un lado a otro frente al hogar, como si hubiera olfateado algo raro allí, y zarandeaba un poco los dos leños apagados y raspaba los ladrillos con las garras. Sobre su cabeza, las largas piernas colgantes de Dolly Madison también se agitaban ligeramente.
Una palabra sobre Dolly Madison. Era fácil verla como una muñeca tallada en madera por las manos del hombre, o incluso como un juguete de fábrica. Pero en realidad no era ni lo uno ni lo otro. Dos semanas atrás Janice la había recogido en la playa y la había depositado sobre la repisa con una expresión de orgullo por su hallazgo, porque le encantaban los trozos de madera flotante cuyas formas prodigiosas hacían evocar imágenes de una franja marina poblada de duendes donde todo tipo de errantes figuras nocturnas celebraban sus francachelas para luego huir cuando despuntaba el primer rayo de sol.
Después de una fuerte tempestad, en las playas de Nueva Inglaterra se podían encontrar muchos de estos tesoros abandonados por el mar, pero Dolly Madison —el nombre con resonancias históricas le había parecido a Janice apropiado y divertido— era lo más parecido que un objeto natural podía ser a una muñeca de perfecta configuración humana, con nudos correctamente espaciados a modo de ojos, una boca sonriente, y piernas excepcionalmente largas.
—¡Tranquila, Princess! —exclamó Janice, casi a mi lado. Había hecho caso omiso de mi exhortación a permanecer otro rato fuera—. ¿Qué bicho te ha picado?
Al oír su voz, Princess dejó de gruñir y de brincar, y se tendió en el suelo visiblemente arrepentida.
—Te has arriesgado tontamente —dije—. Algo debió de excitarla y la ventana de la cocina sigue abierta.
—No, acabo de cerrarla—respondió Janice.