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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (11 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Luego se fueron a tomar algo a un café porque madame Schwinner no había comido nada en todo el día. Estuvieron horas y horas hablando, hasta que ella dijo:

—Lo único que me consuela en este momento es que, por lo menos, Alfred estaba avisado de lo que iba a pasar y pudo arreglar sus cosas.

—¿Ya se lo habían dicho los médicos? —preguntó mi madre.

—No, los médicos decían que estaba bien, que sólo tenía molestias pasajeras. Le avisaron de otra forma. Hace un par de días —continuó contando Germaine— Alfred bajó a desayunar blanco como un papel y temblando de pies a cabeza. Yo me asusté mucho, claro, porque creía que se había puesto peor e intenté llamar al médico, pero él no me dejó. Al cabo de un rato, cuando logró tranquilizarse, conseguí que me contara qué le había pasado. Al parecer había salido de su cuarto para bajar a desayunar cuando vio a una mujer vestida de negro que desde el fondo del pasillo le hacía señas para que se acercara. Esto le extrañó mucho porque, como sabes, estamos fuera de temporada y el hotel está completamente vacío. Cuando llegó al final del corredor, la misteriosa visión se desvaneció como el humo. Sabes que Alfred no creía en esas cosas, pero se dio cuenta de que era una señal. Fue al banco y puso en orden todos sus asuntos, según dijo, para que cuando él muriera yo no tuviera problemas con aquella mujer.

Mi madre entonces no sabía a quién se refería, pero un par de años más tarde, Germaine nos visitó en Moscú. Venía a conocer a una hija que monsieur Schwinner había tenido con una mujer rusa. Había conseguido localizarla a través de unas pesquisas que hizo mi padre. Cuando se encontraron, era imposible no impresionarse por el enorme parecido que aquella mujer, de cara ajada por una vida seguramente muy dura, guardaba con Alfred. Madame Schwinner y su hijastra se abrazaron emocionadas. Durante unos días fueron inseparables, siempre juntas, siempre hablando del ausente aunque no hablaran el mismo idioma. Cuando por fin Germaine tuvo que partir, su hijastra también acompañó a mis padres al aeropuerto, a despedirla. En el viaje de vuelta, mientras la llevaban a su casa, surgió la inevitable pregunta:

—¿Saben ustedes por qué nadie quería a mi padre?

VUELTA A LAS RAÍCES

Siempre me ha impresionado la dureza del paisaje castellano, tan desangelado, tan frío, tan inhóspito, tan diferente de nuestro campo criollo, siempre verde y lleno de color. Cuando uno lleva un rato conduciendo por carreteras comarcales y llega a las zonas más alejadas de la civilización parece que está circundando un planeta viejo y abandonado. Quizá fuera un día de noviembre especialmente gris, pero según íbamos internándonos más y más en aquellos páramos me preguntaba por qué, después de más de cuatro años en España, teníamos que elegir un día tan deprimente para hacer algo que Luis deseaba desde hacía mucho tiempo: visitar el pueblo de sus remotísimos antepasados. No sé qué interés podía tener esto para él porque la familia Posadas (su rama al menos) emigró al Río de la Plata a principios del siglo XVIII.

—Es importante saber de dónde viene uno —me dice convencido mientras intenta desempañar el parabrisas del auto—. Por lo que yo sé, Francisco Posadas, el primero que viajó a América, había nacido en Sevilla pero su familia era de San Juan de las Posadas, ese pueblito castellano que llevamos buscando hace un rato.

Estuve a punto de reprocharle que, siguiendo su mala costumbre, no se parase a preguntar a alguien el camino, pero realmente por allí no se veía un alma. Con ese día, ¿quién iba a salir de casa?

Me parecía absurdo este viaje. ¿Qué pretendía encontrar en un pueblo en medio de la nada del que habían salido unos parientes casi trescientos años atrás?

Mi familia había emigrado de Cataluña a Uruguay hacía menos de cien años y a mí no se me ocurriría ir a Lérida o a Gerona a intentar encontrarme conmigo misma.

Finalmente, y entre la fina lluvia que empapaba por una vez aquellos terrones que parecían resecos desde el comienzo de los tiempos, divisamos el pueblo en el fondo de un pequeño valle. Cuando cruzamos el cartel con el yugo y las flechas que indicaba que habíamos llegado a nuestro destino y entramos por lo que parecía su calle principal, sin asfaltar y llena de charcos, me sorprendió que nadie saliera a nuestro encuentro. Normalmente, en los pueblos, la llegada de un coche como el nuestro (que no es demasiado grande ni lujoso pero es alemán) es recibida por una riada de niños que corren tras él como si quisieran tocar ese monstruo desconocido o al menos muy diferente de los 600 y 1500 habituales. En este caso no salió ni un perro callejero. Y no era por el mal tiempo. Parecía que los mejores años de San Juan de las Posadas (si es que existieron alguna vez) habían pasado hacía tiempo. Muchas de las toscas casas de adobe que había a cada lado de la calle Mayor estaban ya derruidas e invadidas por malas hierbas que las devoraban por dentro. La plaza Mayor tenía un aspecto algo mejor, pero la palabra miseria parecía escrita en cada muro. Estacionamos el auto junto al único lugar donde había luz aquel día tan gris. En ese momento apareció por allí una sombra envuelta en un capote.

—Buenos días, buscamos al señor cura —le dijo Luis mientras me ayudaba a bajar del coche para que no me mojase.

—Buenos días tenga usted, ¡menudo haiga traemos! Le iba a decir que no paece que sean de por aquí, pero paece tontería —nos contestó el paisano retirándose la capucha. Llevaba una boina calada y una colilla de cigarrillo en la comisura de los labios. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta años—. Acompáñenme —dijo. Les llevaré a casa de don Benito.

Nosotros lo seguimos cruzando la plaza mientras intentábamos sortear los grandes charcos que se iban formando.

—Don Benito, que tié usté visita. Unos señores extranjeros.

La habitación tenía el suelo de tierra apisonada y no había más mobiliario que una mesa, una silla, un crucifijo y una estampa de un santo casi borrada por la humedad colgada de la pared. El cura estaba inclinado sobre una mesa, intentando escribir algo a la luz de un candil. Iba cubierto con un bonete y llevaba unos gruesos lentes.

—Buenas tardes —dijo el sacerdote quitándoselos y frotándose los ojos—. Disculpen, pero en este pueblo no tenemos luz eléctrica y escribir así destroza la vista a cualquiera.

Luis le explicó el motivo de nuestra visita.

—Me parece que no voy a poder ayudarles. Los registros de hace tanto tiempo los tienen en el Arzobispado y no sé en qué estado estarán porque el archivo fue saqueado cuando la guerra. Siento que hayan hecho ustedes el viaje en balde... Quizá sería interesante que hablaran con el Indalecio. Su familia lleva aquí desde siempre y tiene una memoria de elefante para todo lo del pueblo.

A Indalecio lo encontramos en la única taberna del pueblo bebiendo aguardiente. Tenía unos enormes ojos pardos que se comían su cara surcada por profundas arrugas. Era alto, de anchos hombros y llevaba su gastadísimo traje de pana con la misma elegancia con la que otros llevan un terno italiano.

—¿Posadas, dice usted?, ¡Si es que aquí todos nos llamamos Posadas! O por lo menos los que vivimos aquí desde siempre. Y hay tanta gente que ha emigrado... Sin ir más lejos, cuando yo era mozo, en este pueblo éramos más de trescientos y ahora no quedamos ni cuarenta. Los más jóvenes se van a donde hay dinero, a Madrid, a Barcelona, a Alemania. Dicen que volverán cuando hayan hecho fortuna, pero luego no les volvemos a ver. En el mejor de los casos aparecen durante las fiestas para presumir de lo bien que les va y luego otra vez se largan. Así, poco a poco, este pueblo se va muriendo. Apenas quedan siete u ocho chiquillos, el resto somos casi todos viejos. Y es que esto está lejos de to. Por aquí no pasó ni la guerra. Sólo vimos un día una columna de regulares a lo lejos, aunque de eso hay que dar gracias a Dios. En Villasagra del Monte, el pueblo que tenemos más cerca aunque esté a más de treinta kilómetros, sí que lo pasaron mal. Primero a algunos se les ocurrió matar al cura, a varios guardias civiles y al señorito que estaba allí de vacaciones. Luego llegaron los falangistas y se llevaron a la mayoría de los hombres. No se volvió a saber de ellos, aunque se sospecha que les pegaron un tiro y los enterraron en el bosque, pero nosotros no nos enteramos de nada. Menos mal que aquello pasó hace ya tiempo. En cualquier caso, no creo que vayan a sacar nada en limpio de esta visita. Aquí hay poco que ver. Somos campesinos honrados que vivimos de la tierra que Dios nos ha dado, pero, ya que han venido, déjenme que les enseñe un poco el pueblo.

Afortunadamente había dejado de llover e incluso empezaba a aparecer el sol entre las nubes.

—La iglesia no vale gran cosa —dijo—. Hace años teníamos un retablo que decían que era importante, pero vino un americano y se lo compró al párroco de entonces.

Después nos enseñó el cementerio, con sus humildes cruces casi comidas por los hierbajos.

—Aquí están todos los nuestros. Fíjense en los apellidos.

Posadas, Posadas, Posadas, Martínez Posadas. No había demasiada variedad, desde luego.

—En esta parte es donde mejor se dan los trigueros —explicó el viejo arrodillándose junto a un trozo de muro derruido por la fuerza de una encina que hundía sus raíces en un arroyo—. Deben de ser los muertos, que los empujan desde abajo —dijo con un guiño malicioso—. En el río tenemos los cangrejos más ricos de la comarca. ¡Menudas cangrejadas montábamos aquí en verano! Yo solía venir con mi Paco, mi hijo mayor, ¿saben?, a cogerlos por la noche. Yo le enseñé cómo encontrar los escondrijos. Al principio él me alumbraba con la linterna y era yo el que los sacaba, pero pronto aprendió, es muy mañoso. Están a dos o tres palmos de la superficie y hay que cogerlos por detrás así, ¡zas! —contaba haciendo un gesto rápido en el aire—, o se te escapan entre los dedos. —Se quedó callado un momento—. Hace mucho ya de eso. Paco está trabajando en Bilbao, en la siderurgia, y no tiene mucho tiempo para venir.

De repente, cuando parecía que iba a caer en la nostalgia, Indalecio se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.

—¡Coñe!, ya se me estaba olvidando dar de comer al bicho. Vengan conmigo y así comen algo en casa, que ya va siendo hora.

Intentamos disculparnos para no molestar, pero en los años que llevamos en este país hemos aprendido que es imposible resistirse a la hospitalidad de los españoles si se empeñan. Por un sendero nos fuimos acercando a una casa de piedra con un emparrado en la puerta. Indalecio nos hizo una señal para que le siguiéramos a un pequeño cobertizo. En un rincón oscuro había una jaula tapada con un trapo.

—Mire qué hermoso es el Cúper —dijo orgulloso descubriéndola.

Yo pegué un alarido que todavía debe de estar resonando por esos valles. Era una especie de rata inmunda que, en cuanto nos vio, se arrojó furiosamente contra las rejas.

—¡No se ponga usted nerviosa! —rió con ganas el campesino—. Es sólo un hurón, pero es el mejor hurón que he tenido nunca. Entra en la madriguera, todos los conejos van derechitos a mi saco y él no se queda dentro a ponerse morado ni a dormirse la siesta como otros. Cúper sólo come de este hígado que le doy yo. Lo llamo así por el pistolero de una película que vi ya hace años, cuando pasó por el otro pueblo el cinema ambulante.

Indalecio y Luis le dieron de comer al bicho mientras yo esperaba fuera, lo más lejos posible de aquella bestia asquerosa. Me reconfortó el olor a tierra mojada. Era un sitio muy tranquilo, con una paz que no había notado al principio.

—Vamos para la casa, que la Eufemia ya debe de tener la comida lista.

Entramos por la estrecha puerta. Dentro había muy poca luz, apenas un candil y el resplandor de la lumbre.

—Mujer, saluda a estos señores que vienen de las Américas, ni más ni menos.

De las tinieblas surgió la mujer de Indalecio. Estaba camuflada en la oscuridad, con su bata negra y un pañuelo gris. Era muy bajita, con una cara seca y desdentada. Nos alargó una mano huesuda y encallecida murmurando unas palabras incomprensibles.

—La Eufemia es mujer de pocas palabras, pero hace un conejo con tomate que es para chuparse los dedos.

Ella volvió al fuego que estaba al fondo de la habitación. Encima de las brasas tenía una enorme sartén de hierro. Nos sentamos a una larga mesa de madera mientras Indalecio nos servía unos vasos de vino. Era áspero y fuerte, y viscoso como un jarabe, y yo me puse a toser.

—Si no está acostumbrada, a lo mejor le cuesta un poco, pero aquí no tenemos vino para señoras. Al segundo vaso ya verá que le entra mejor —dijo nuestro anfitrión.

En efecto, al segundo ya me había olvidado del vino y de la mezcla de olor a rancio, a comida y a humedad de la casa. Estuvimos largo rato hablando de sus hijos y de los nuestros. Ellos los tenían a todos trabajando lejos del pueblo.

—Ya casi debe de estar la comida. Ya verán qué conejos tenemos en este pueblo, nada que ver con esos que crían en jaulas. Aquí salimos Cúper y yo a sacarlos de las madrigueras. Sólo comen tomillo y romero, ya verán qué carne oscura, no como esa blanca y sin músculo.

Eufemia volvió a emerger de las tinieblas con la sartén, e Indalecio cortó algo de pan con su vieja navaja.

—Aquí no usamos cubiertos como en la ciudad. Aquí tienen ustedes que mondar bien los huesecillos y mojar pan.

Aquel conejo era una de las cosas más deliciosas que he probado, tierno y fibroso a la vez. La salsa era una auténtica exquisitez, con sabor a campo y a hierbas del monte.

—Está bueno, ¿verdad? Seguro que nunca han comido uno igual. Es una receta de aquí. La salsa se deja al sereno con todos los condimentos por la noche. A usted no le está gustando nada, ¿verdad? —le preguntó Indalecio satisfecho a Luis mientras se chupaba los dedos—. No ha dicho ni mu desde que hemos empezado y se come un trozo tras otro.

—Es que este conejo..., este conejo...

—¿Qué pasa? No ha comido uno igual, ¿verdad?

—No, no, todo lo contrario. Es el mismo, el mismo que preparaba mi abuela. Nunca había encontrado ninguno que supiera así, es... increíble. Es idéntico.

—A ver si resulta que su familia sí va a ser de aquí —sentenció Indalecio—. Hay que ver, tantos siglos en América para acabar comiendo el mismo conejo en tomate de nuestro pueblo. Pero ya sabe usted lo que dicen, la tripa recuerda mejor que los sesos.

CONEJO CON TOMATE DE LA EUFEMIA

Ingredientes

1 conejo

600 g de tomate

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