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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (28 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Bueno, sigamos, que me estoy dejando llevar por la cólera. Nixon estaba esperando a los invitados al pie de la gran escalera de más de sesenta peldaños del palacio del Kremlin, lo cual nos llamó la atención a todos porque no lo ha hecho ninguno de los otros jefes de Estado desde que llegamos acá. Estamos acostumbrados a que los líderes soviéticos nos den la mano desde detrás de una larga mesa, como si fuéramos leprosos o fuéramos a transmitirles el virus del capitalismo si estamos demasiado cerca. Como suele pasar, el presidente Nixon de cerca impresiona bastante poco. Es más bien bajito, con una cabeza desproporcionada. También los brazos parecen más largos de lo que debieran. Para colmo estaba maquillado y con colorete, aunque luego pensé que un poco de buen color no le vendría mal, por ejemplo, a Gromiko, que siempre está de un verde amarillento muy poco saludable. Nos dijo unas frases muy amables, pero tenían toda la pinta de ser las mismas que le decía a todo el mundo:

—How nice of you to come! Creo que vienen ustedes de Uruguay. Es un país maravilloso, un país amigo. Yo tuve oportunidad de ir cuando era senador. Aún recuerdo las playas tan extraordinarias que tienen. Espero viajar algún día allí con Pat para enseñárselas.

A un lado tenía a Kissinger (el que debía soplarle todas estas cosas), a quien encontré también bajito y feo, con esas gafotas que parecen de un disfraz, y al otro a Pat, su mujer. Tiene una cara agradable, aunque con un cierto rictus de sufrimiento. Se ve que la pobre lo debe de estar pasando mal con todo esto del Watergate. Eso sí, llevaba un vestido horroroso. Se ve que no han aprendido nada de Jackie Kennedy, pero, claro, su marido es republicano y además cuáquero. No quiero ni imaginar lo que habrá pensado esta gente cuando ha visto los fuegos artificiales de mi vestido. ¡Qué horror! Mejor sigo con Nixon.

Es curioso cómo uno ve siempre a estos grandes hombres. Por ejemplo, Franco parecía una momia inexpresiva cuando lo conocimos, sólo impresionaban sus ojos. En cambio, otros te dejan marcada. Todavía recuerdo a De Gaulle cuando vino a Montevideo: alto, imponente, casi sobrenatural. Algo así como Moisés recién bajado del Sinaí. A pesar de que estaba lloviendo, fue en coche descubierto, heroico, desafiante, desde el aeropuerto hasta el centro, saludando a la multitud que se agolpaba para aclamarlo. Además era encantador y alabó mucho mi acento francés. (Luis dice que por eso lo encontré tan imponente y tan heroico y con tanta grandeur, pero qué sabrá Luis). De todas formas, es una lástima que a estas personalidades los diplomáticos acabemos conociéndolos por encima y hablemos con ellos sólo de cuatro pavadas. Yo, por ejemplo, me quedé con las ganas de preguntarle a Nixon la marca de su base de maquillaje (más que nada para no comprarla nunca). Él, a su vez, seguro que se quedó con ganas de preguntarme si era costumbre de mi país disfrazarse de omelette flambée a los postres.

El caso es que el pobre estuvo casi tres horas de pie, saludando en la escalera. Cada tanto se agarraba la pierna y uno de su séquito, me imagino que un médico, se acercaba para ver si estaba bien. En los diarios dicen que tiene flebitis y lo han sacado varias veces con la pata en alto, con lo que calculo que estos excesos no le deben de sentar nada bien.

Como las cosas cuando terminan mal es que empiezan mal, en la cena me tocó al lado del embajador belga, que es uno de esos pesados que siempre lo saben todo, que te lo cuenta aunque ya te lo haya contada cien veces y que encima no te escucha.

—Sacre bleu!, qué cantidad de platos, madame Posadas —me dijo señalando el menú mientras yo intentaba desesperadamente entablar conversación con mi compañero de la izquierda, el embajador francés que, para mi mala suerte, estaba hablando con otra invitada—. Rasstegai con salmón, trucha con setas, caviar, cordero, sopa eslava, pastel de hongos... —enumeraba infatigable el belga—, y cuando estuvo Indira Gandhi tuvieron que poner el doble de platos porque ella es vegetariana. ¿Sabe usted que el rasstegai, esta especie de quiche, es un plato ruso pero quienes lo hicimos mundialmente famoso fuimos los belgas?

Yo, que estaba convencida de que Lorraine está en Francia, esperaba que el francés se diera por aludido y me rescatara de ese plomo; pero no tuve esa suerte. Como todo lo malo es susceptible de empeorar, y cuando temía que el belga me contara la historia de cada plato del menú, nos trajeron el caviar y entonces me eché a temblar, porque es su tema favorito.

—¿Sabe usted, madame Posadas, cuántos años tienen que pasar para que un esturión, o más bien madame esturión, pueda producir estas bolitas tan deliciosas?

—Veinticinco años, creo —dije yo intentando arruinarle la primicia.

—No se lo va usted a creer, ¡vein-ti-cin-co años! Es impresionante ¿verdad? Y es que estos animales, además de ser casi fósiles prehistóricos, viven muchos años.

—Por ahí he oído que a veces llegan a los cien años.

—En muchos casos los esturiones grandes, los que producen el caviar beluga, llegan hasta los cien años. ¡Figúrese! Y es que hay tres clases principales de caviar...

—Beluga, ossetra y sevruga —dije yo con infinita paciencia, no por ser una experta en el tema, sino porque, al fin y al cabo, llevo ya tres años en este país y caviar es lo que nos dan en todas las recepciones.

—Beluga, que es éste y se distingue por sus granos grandes y su color grisáceo. Ossetra, que tiene un sabor a mar más profundo; y el sevruga, con granos más pequeños y oscuros. Es increíble, pero poca gente sabe que este producto exquisito y carísimo era, hasta el siglo XIX, alimento de las clases bajas que no podían comer carne.

Estaba a punto de contestarle que ya lo sabía (sin esperanza alguna de que me escuchase) porque él mismo se había encargado de contármelo tres semanas antes en otra cena en la embajada de Holanda, cuando los brindis por fin vinieron a mi rescate.

La mesa de Nixon y Brezhnev estaba delante de un fresco original del siglo no sé cuántos que representaba a Jesucristo en la última cena, lo cual no dejaba de causar una sensación extraña, dadas las circunstancias. El secretario general del Partido Comunista empezó con un discurso que parecía que iba para largo mientras Nixon tenía una cara cada vez más verde (a pesar de la capa de colorete que llevaba) y que no mejoró con los múltiples vodkas que se tuvo que tomar durante este tedioso proceso.

—En esta época de corrección política, los brindis son très ennuyeux —me comentó el embajador de Francia, que finalmente se dignaba a rescatarme, harto, como yo, de tener que aguantar en todas las cenas oficiales media hora de exaltación de la amistad de los pueblos que, encima, suele oírse muy mal desde donde está uno sentado—. Creo —dijo— que en la época de Stalin era otra cosa. Según me contaba uno de mis predecesores, en una cena en honor a De Gaulle, Stalin llevaba ya unos cuantos brindis y, después de acordarse de todos los líderes franceses pasados y presentes, empezó a dedicárselos a sus colaboradores:
«Por Kaganovich, que es un gran ministro. Eso sí, si los trenes no llegan a tiempo lo fusilaremos. Por uno de los mayores militares de la Unión Soviética, el camarada Novikon, que, si no hace bien su trabajo, lo colgaremos»
.

Tan entretenida estaba con la conversación que no me di cuenta de que el pesadísimo embajador de Bélgica, mientras aburría sin piedad a una nueva víctima, había colocado la vela con la que encendía sus apestosos cigarrillos justo al lado de mi echarpe de seda. Bueno, de lo que yo creía que era seda, aunque lo había comprado en un mercadillo de Hong Kong. El caso es que debía de estar hecho de petróleo sólido porque se prendió como una tea en un segundo. Yo, desesperada y envuelta en llamas, intentaba protegerme el pelo mientras el francés me daba unos golpecitos demasiado educados con la servilleta para apagar el fuego. El estúpido belga sólo atinaba a decir:
«¡Sacre bleu, sacre bleu!»
. Milagrosamente, de la mesa de al lado surgió como un rayo un mariscal o general o lo que fuera, me echó por encima su guerrera llena de medallas y me estrechó con fuerza entre sus brazos para sofocar el incendio que yo tenía sobre los hombros. Rápidamente vino un tipo del séquito de Nixon para preguntarme si todo estaba O.K. Seguro que creían que me estaba quemando a lo bonzo para protestar por la política norteamericana en Vietnam o algo parecido. Luis, que estaba ahí al lado, apareció al cabo de una eternidad y sin demostrar ninguna preocupación. Dice que no se dio cuenta de lo que estaba pasando, que creía que estaban trayendo algún tipo de postre exótico. Veinticinco años de matrimonio para esto. Porque mi héroe salvador de esa noche tiene casi ochenta, está pelado como un huevo y con la boca llena de dientes de oro, que si no se iba a enterar Luis...

REALISMO SOVIÉTICO

Hoy ha estado en casa nuestro amigo el pintor Evgeni Rukhin para enseñarme a hacer kulebiaka, un plato delicioso, bastante complicado, que es su especialidad. Es como una gran empanada rellena de varias capas de blinis con distintos tipos de rellenos. Me he vuelto loca para encontrar todos los ingredientes.

KULEBIAKA

Ingredientes

Para la masa

1 kg de harina

1,5 tazas de leche

125 g de mantequilla

20 g de levadura

2 cucharadas de azúcar

1/2 cucharada de sal

Para los blinis

200 g de harina

1 cucharada de azúcar

un poco de sal

2 huevos

300 g de mantequilla para fundir

Para el relleno

500 g de carne picada de ternera

1/2 taza de arroz

400 g de hígado de pollo

200 g de champiñones cortados en láminas

3 cebollas

2 cucharadas de nata agria

2 cucharadas de mantequilla

3 huevos duros

2 pepinillos en vinagre

6 yemas de huevo

1 cebolleta

perejil

PREPARACIÓN

Hace tiempo que nuestro amigo Evgeni me había prometido enseñarme a hacer este plato, pero con todo el lío de las exposiciones y su temporada en la cárcel, no había sido posible hasta ahora.

—Para empezar a hacer la pasta hay que poner el azúcar, la levadura, la mitad de la harina y algo de sal en leche templada —me dice mientras va echando con sus manos siempre manchadas de pintura los ingredientes en un bol como si arrojase cosas contra sus lienzos, dejándome la cocina hecha una miseria—. Se remueve, se cubre con un paño y se deja reposar como una hora. Después añadimos mantequilla, una yema y el resto de la harina. Amasaremos la mezcla hasta que no se nos pegue a los dedos. La cubriremos y la dejaremos descansar durante una hora. Luego le pasamos un rodillo dando a la masa una forma rectangular de unos cuarenta centímetros de largo y la dejamos descansar unos minutos. Mientras tanto podemos ir haciendo los blinis. Se pone harina, sal, azúcar, huevos y leche en esta batidora —continúa Rukhin, tirando la mitad afuera—. Esto se dejará reposar una hora.

Como parece que este asunto va para largo, nos servimos un par de copas de un riesling alemán muy rico que me llegó la semana pasada. Él me cuenta su estancia en la cárcel (parece que lo han tratado bastante bien y no lo han sometido a los terribles interrogatorios habituales) y recordamos los intensos acontecimientos que hemos vivido juntos últimamente.

Todo el lío empezó cuando él y Oskar Rabin, cansados de los miles de trámites administrativos infructuosos para organizar una exposición de pintores
«contestatarios»
, decidieron hacerla por su cuenta y riesgo. Las mujeres de algunos embajadores nos ofrecimos a ayudarlos en lo que pudiéramos y finalmente se fijó la fecha para un domingo a principios de septiembre.

—Para hacer los blinis, calentamos una sartén con un hilo de aceite y ponemos un poco de masa. La vamos extendiendo con movimientos circulares hasta cubrir toda la superficie de la sartén, intentando que queden más finos que los blinis que utilizamos para el caviar. Cuando estén tostados por una cara, se les da la vuelta y luego se van haciendo más blinis de la misma forma y se reservan.

Volviendo al tema de la exposición, aprovechando la época del año, se buscó un sitio al aire libre, un descampado a las afueras de la ciudad. Todos los artistas estaban de lo más ilusionados con la idea de exponer sus obras, pero desafortunadamente el día amaneció gris y un poco lluvioso. Cuando yo llegué, aquello tenía un aspecto algo desangelado. Una veintena de puestos de pintores, unos cuantos diplomáticos y unos pocos rusos mirando las pinturas, la mayoría de las cuales estaban simplemente colocadas en el suelo y apoyadas contra una valla de madera o algún árbol. Un panorama deprimente, la verdad.

—Para preparar los rellenos, empezamos con el de carne. Picamos las cebollas con el perejil y las doramos durante un par de minutos, luego se añade la carne picada y se cocina unos cinco minutos. Después se agrega una cucharada de nata agria, sal, más perejil y pimienta negra, y se deja a fuego lento durante cinco minutos. Lo retiramos del fuego. En cuanto al hígado, lo limpiamos y lo hervimos durante un rato. Luego se pica, y se le echan los pepinillos cortados finos con otro poco de nata agria. Los champiñones para el tercer relleno, junto con las cebollas restantes, se fríen aparte con un poco de sal. Por último, se agrega una yema a cada uno de los rellenos y se mezcla bien. Al arroz, que hemos hervido previamente —me dice Evgeni—, le añadimos las cebolletas y los huevos duros muy picados y luego una yema y lo mezclamos. Es importante mantener los distintos rellenos por separado —advierte mi amigo a la vez que tira las cascaras de los huevos al cubo de la basura. Sin acertar, por supuesto.

Mientras apura su quinta copa de riesling estuvimos recordando el día de la exposición. Nosotros sólo estábamos pendientes del cielo, esperando que se despejara para que aquello se animara un poco y no fuera una catástrofe absoluta, cuando de repente oímos un ruido atronador y vimos quince o veinte excavadoras y camiones de la policía que avanzaban amenazadoramente desde el otro extremo del descampado seguidos de unas hordas vociferantes.

—¡Muerte a los fascistas!

—¡Acabemos con el arte degenerado!

Nos quedamos todos paralizados, no esperábamos una reacción tan brutal, todo lo más un par de policías molestando un poco. De los camiones sacaron unas mangueras y empezaron a barrernos con unos chorros a gran presión. A mí el agua me tiró al suelo como si me hubiesen dado un puñetazo. Mientras tanto, los bulldozers pasaban por encima de las pinturas aplastándolo todo y los energúmenos que venían detrás (disfrazados de jardineros) empezaron a golpear con unas largas porras a todo el que se pusiera por delante. Oskar Rabin se subió a la pala de una de las excavadoras para intentar detenerla y estuvo ahí colgado un rato hasta que lo bajaron a patadas.

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