Hoy caviar, mañana sardinas (13 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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LASAÑA MUY VEGETARIANA QUE ME INVENTÉ PARA EL MARQUÉS DE ARACIEL

(aunque tal como se portó quizá debería cambiarle el nombre)

Ingredientes

3 calabacines grandes

2 cebollas

200 g champiñones

2 pencas de brócoli

1 lata de de sopa de champiñones Campbell

2 yemas de huevo

150 g de queso gruyere

sal

aceite

PREPARACIÓN

En esta lasaña se sustituyen las láminas de pasta por otras de calabacín.

Para hacerlas, cortar longitudinalmente los calabacines en grandes láminas ni demasiado gordas ni demasiado finas. Luego asarlas en una plancha bien caliente dejando que queden un poco duras y crujientes.

En una sartén sofreír las cebollas cortadas lo más finitas posibles. Añadir los champiñones cortados en láminas.

Aparte hervir 2 minutos las cabezas de dos pencas grandes de brócoli y agregarlas al sofrito. Al cabo de 5 minutos, añadir tres cucharadas de sopa Campbell para dar untuosidad. Revolver bien y retirar.

En una fuente de horno aceitada distribuir las láminas de calabacín ocupando todo el fondo. A continuación, poner encima la mezcla de cebolla, brócoli y champiñones. Taparla con otra capa de láminas de calabacín.

Echar por encima las yemas bien batidas y espolvorear con queso gruyere. Gratinar la lasaña durante 5 minutos en el horno precalentado.

Servirla bien caliente.

Lo cierto es que, tal y como veremos un poco más adelante, el marqués de Araciel atinó algo menos que la sección de noticias de un periódico y un poco más que el horóscopo, pero ya se sabe que en lo de escrutar el futuro acertar un poco es ya mucho.

Las predicciones respecto a nuestra familia fueron bastante indefinidas. Yo, por ejemplo, sí me casé con dos españoles rubios: uno lo era de pelo y el otro de apellido. Por el contrario, mi habilidad con los pinceles no me ha llevado a ningún sitio, de momento. Mercedes, aunque trabajó en un banco durante una época, no acabó ni en Polonia ni en Hungría ni en Austria ni en ninguno de esos sitios y, afortunadamente para nosotros, vive tranquilamente en la calle Núñez de Balboa de Madrid, con sus tres hijos. Dolores vivió unos años en Inglaterra cuando nuestros padres estuvieron destinados allí, donde no asistió a ninguna desencarnación de la familia real. Ni siquiera al divorcio de lady Di. Ahora también vive en Madrid y tiene un conocido bar restaurante en La Latina. En cuanto a nuestra madre, no sabemos si tuvo algún problema con alguna G, aunque sí encontronazos con su familia política, que según el adivino iba a ser el pilar de su vida.

Sin embargo, otras de las predicciones que hizo Araciel fueron realmente inquietantes y más inquietantes aún los hechos que predijo. Beatriz, la amiga de Dolores, quedó tan asustada con el augurio del peligro del caballo que, en cuanto llegó a su casa tiró a la basura las botas y la fusta y no volvió a montar nunca más en su vida, pensando conjurar así el mal fario. Por otro lado, tal como había vaticinado el marqués, su padre murió unos meses después, seguido por su madre al poco tiempo. Los años fueron pasando, una cosa lleva a la otra y un día reapareció en la vida de Beatriz el caballo... en forma del terrible polvo blanco que todos conocemos ahora por este nombre, denominación que Araciel no podía conocer en esa época por el simple hecho de que entonces no se utilizaba. A lomos de ese bicho maldito se subió nuestra amiga hace más de treinta años y aún no ha podido desmontar...

La última predicción del marqués también se habría de cumplir, e íbamos a ser testigos de ella toda la familia, muy pronto.

AMOR CASTRENSE

Son curiosas las cosas que pasan en las comidas oficiales. Hace unos meses, en una recepción en Valladolid con motivo de un congreso de derecho administrativo, o algún bodrio similar, me tocó sentarme al lado de un señor portugués vestido de negro, bajito, bizco, con lentes y aspecto de cura. Lo único que me dijo en todo el almuerzo fue que se llamaba Marcelo Caetano y que era catedrático. Parecía insignificante por completo. Nadie le dio bolilla y él no despegó los labios sino para pedir la sal. Hoy abro el diario y me encuentro una foto enorme del tipo ese. ¡Resulta que le han nombrado primer ministro de Portugal! Al parecer a Salazar, el dictador que tienen allá, le dio un ataque que lo dejó gaga y ahora el que manda es el curita este. Espero que haga algo para mejorar aquel país, porque cuando se pasa la frontera, parece que entra uno en la Edad Media. Todo es triste y negro, y eso que nosotros venimos de esta España que tampoco es Estados Unidos, precisamente. Hasta tienen prohibido llevar pantalones vaqueros, los pobres portugueses. Está visto que nunca se sabe con quién puede acabar uno compartiendo mesa.

En aquella comida yo estuve mucho más entretenida hablando con mi compañero de la derecha. Creo que era el capitán general de la región, y aunque algo bruto, contaba historias con bastante gracia. Tenía el clásico bigote fino (caminito de hormigas, creo que lo llaman) y el pelo teñido de negro, aunque las raíces lo delataban aparatosamente.

Con cada plato que traían, me narraba una anécdota que le había sucedido con ese alimento: las sardinas en conserva que había compartido con un soldado soviético cuando luchaba en la División Azul y se había perdido en las líneas enemigas en medio de una tormenta de nieve; la historia de algunos
«rojos»
que se pasaban al otro bando durante la guerra civil para comer un buen pan blanco que no había en su zona, y otras aventuras similares.

—¿Sabía usted, señora, que la primera mascota de la Legión fue una gallina? —preguntó de pronto señalando la pepitoria que teníamos delante—. La idea fue de un cabo. La vistió con su gorrillo, su camisa verde y correaje a medida. El pobre hombre lo pasaba fatal para que sus compañeros no la metieran en la cazuela al menor descuido, hasta que se enteró el jefe del Tercio. Le divirtió tanto la idea que, para protegerla de los glotones, nombró cabo a la gallina. De ahí en adelante, a los legionarios no les quedó más remedio que respetarla.

El general encadenaba una anécdota con otra y, de tanto hablar, se le secaba la garganta, que debía refrescar con un flujo constante de vino de la Ribera del Duero.

—Da gusto contarle cosas a una mujer tan guapa y que escucha tan bien como usted, señora embajadora. En el Tercio coincidí con su Excelencia el Generalísimo, ¿sabe usted? Serví con él en Marruecos. Precisamente, en una ocasión visitó nuestro campamento don Miguel Primo de Rivera. El dictador, a pesar de ser general, no se entendía con los militares africanistas. Era partidario de abandonar aquella tierra que con tanta sangre y esfuerzo estábamos defendiendo. Para dejarle bien clara su posición (nuestra posición), el Caudillo y el entonces coronel Várela le organizaron una comida exclusivamente a base de huevos —dijo, buscando instintivamente los huevos a la flamenca que ya se habían llevado los camareros—. ¿Entiende?, toda a base de huevos: rellenos, fritos, en tortilla, flan de huevo, huevos duros... Para darle a entender que, bueno, ejem, que eso era lo que había que tener para ganar aquella guerra y perdone la ordinariez. Don Miguel se molestó mucho y estuvo a punto de acusar de insubordinación a los oficiales, pero al final nos hizo caso y, con el desembarco de Alhucemas, se acabó aquella sangría que había durado veinte años.

Después, el general habló de la sucesión de Franco, que es un tema del que les encanta hablar a los españoles porque el único que sabe algo (el propio Franco) no dice nada al respecto mientras el resto elabora su propia teoría, basada en los más diversos indicios...

—Pues sí, señora, yo estoy convencido de que el Caudillo se va a suceder a sí mismo.

—¿Cómo es eso? —pregunté sorprendida.

—Mire, yo estaba en el cuartel general del Generalísimo cuando la ofensiva roja sobre Brúñete. Nuestras líneas se habían hundido y parecía que el enemigo iba a conseguir romper el cerco al que teníamos sometido Madrid. Aquello hubiese sido el desastre total. Estábamos todos muy preocupados. Llegó un oficial del campo de batalla y le pregunté dónde estaba el frente en ese momento. Con la mirada perdida me dijo:
«¿Qué frente? No hay frente»
. Imagínese la cara que se nos quedó. Empezamos a preparar el contraataque a toda velocidad, con muchos nervios y desconcierto. En un momento dado, se presentó el Caudillo y nos dijo que estaba muy tranquilo en cuanto al resultado de la batalla porque acababa de ver a un jinete montado en un caballo blanco que avanzaba a la cabeza de nuestras tropas. No dijo más, pero todos comprendimos que se refería al Apóstol Santiago, ¿comprende usted? Tal como él vaticinó, a los pocos días dimos la vuelta a la situación y los rojos sufrieron una terrible derrota. El Caudillo es un elegido del cielo y su misión es llevar a España a las más altas metas. Le quedan muchos, muchos años gloriosos por delante. Acuérdese de lo que le digo. Lo verán sus nietos.

Recordando aquellos ardores guerreros, el capitán general se había amarrado fuertemente a otra botella de vino de la tierra y, cuando hubo acabado, todavía le quedaba espacio para unos cuantos aguardientes. A los postres tenía ya una borrachera de campeonato. En ese momento se puso unos inescrutables lentes negros. ¿Por qué será que a los militares no les gusta que se les vean los ojos?

Mientras tanto, varios señores eminentísimos se turnaban para hacer discursos. Por fin le tocó al capitán general. Entonces empezó a divagar sobre el derecho administrativo y, como debía de saber poco de la materia, optó por saludar a los presentes:

—Entre nosotros está el embajador de la gloriosa república hermana de Bolivia. Por favor, acérquese para que le dé un abrazo fraternal. También tenemos el privilegio de tener aquí al embajador de México, cuna de la Santísima Virgen de Guadalupe. Le ruego que venga para que pueda abrazarle con todo el afecto que los españoles profesamos a nuestros hermanos mexicanos.

Así fue nombrando uno a uno a todos los embajadores presentes, que estaban dispersos por las distintas mesas. Tenían que levantarse y venir hasta donde estábamos nosotros para ser abrazados fraternalmente por el capitán general. Incluso empezó a olvidar a quién había llamado y a quién no, por lo que volvía a nombrarlos, y ellos tenían que cruzar el salón una vez más y ser nuevamente estrechados en sus brazos. A Luis lo llamó un par de veces y lo confundió con el embajador de Paraguay, como suele ser habitual. Aquello seguía y seguía hasta que se levantó otro general que se llevó a su colega del brazo y acabó con tanto amor fraternal. Todos estábamos pasmados porque las personas públicas en España siempre cuidan mucho su conducta, pero me imagino que hasta los capitanes generales pueden tener un mal día.

En fin, mi compañero de mesa estuvo cariñosísimo con todo el mundo menos con el pequeño catedrático de mi izquierda, al que no hizo ni caso.

—Ahora ya sabe usted por qué los españoles inventaron el fandango y los portugueses el fado —fue lo único que me comentó el hombrecillo cuando se producía toda esta orgía efusiva.

Mira vos, primer ministro de Portugal, ese señor tan chiquitito y callado. Para que una se fíe de las apariencias.

TRECE

¡Qué horror! ¡Qué espanto! Esta noche hemos tenido un drama pavoroso. Yo ya sabía que algo terrible iba a pasar. Lo intuía desde que, a última hora, el embajador de la India me telefoneó para decirme que había surgido un contratiempo urgente y le resultaba imposible asistir a nuestra cena. Como su mujer estaba fuera, él iba a venir solo, de modo que los que quedábamos éramos número impar. Me puse a contar y, sí..., éramos trece. Empecé a llamar a todos los solteros que conocía como una loca, pero a esas horas ya no conseguí a nadie, como es lógico. Trece. A mí personalmente no me molesta este número. Es más, siempre me ha encantado. Carmen, mi primera hija, nació el trece de agosto. De chica yo vivía en el trece de la avenida de Brasil. Algunas de las mejores cosas de mi vida han pasado un día trece. Sin embargo, a los españoles les espanta, no pueden ni verlo. Y no hablemos ya de una mesa con trece comensales. Son capaces de salir corriendo por la puerta con cualquier excusa. Los más agoreros sostienen que, después de sentarse trece a la mesa, alguien muere.

Mientras esperábamos a los invitados, yo rezaba para que nadie se pusiera a contar cuántos éramos. Los españoles también suelen fijarse mucho en esas cosas. Yo había dicho a Miguel Ángel, el mucamo, que preparase un pisco sour al estilo de mi amigo el pintor Cossío para que se entonasen desde el principio y se olvidaran de las matemáticas, pero como no quedaba pisco, tuvimos que hacerlo con ron. No está mal la variante. En realidad, le da un toque más suave y, si es blanco, no se sube a la cabeza. Sin embargo, hay un pero. Cossío decía que cambiar la receta del pisco también da mala suerte. Ni lo pensé en ese momento y le dije al mucamo que pusiera ración doble de licor. Era una de esas noches de bochorno al principio del verano, siempre tan agobiantes en Madrid. Cualquier día vamos a tener que instalar uno de esos aparatos de aire acondicionado nuevos que han salido, porque el salón se pone como una estufa. Como es habitual en estas circunstancias, Luis aprovechó para recordarme lo bien que estaríamos en una casa con jardín a las afueras de la ciudad, donde la temperatura es mucho más soportable en esta época del año.

Empezó a llegar la gente.

—Ay, Bimba querida, qué vestido amarillo tan divino llevas. Te queda ideal. Seguro que es de Givenchy.

Amarillo. Se me había olvidado que el traje que Paquita, la costurera, me había terminado esa misma tarde era del color que actores y toreros consideran de mal fario.

De repente, una imprevista ráfaga de viento abrió una ventana de par en par. ¡Cras!, un ruido de vidrios rotos. Había barrido la foto de mamá y el cristal había estallado en pedazos.

—Parece que amenaza tormenta —se limitó a decir Luis mientras cerraba.

Yo ya estaba histérica, así que me tomé otro ron sour de un trago y me quedé pensando si al beber tantas copas de este brebaje no estaría alimentando mi mala suerte. Por las dudas, le pedí un vaso de agua a Miguel Ángel. Cuando me lo trajo, vi que él sudaba profusamente.

—¿Le pasa algo? —le pregunté.

—No, señora, es que hace mucho calor —me contestó.

Es verdad que seguía haciendo mucho calor. Me acerqué a la ventana y la abrí un poco con cuidado, no fuera que al cabo de un rato alguien cayera redondo de una lipotimia. Miguel Ángel seguía sirviendo copas, pero lo cierto es que esta noche la animación no acababa de llegar. La gente estaba como retraída y la conversación no arrancaba. Debía de ser el bochorno o algo así. Sólo hablaba el estúpido de Pepe J., que no paraba de contar chistes de mal gusto. A continuación empezó a hacer imitaciones de doña Carmen Polo y de la mujer del ministro Castiella, pero tampoco aquello tuvo muy buena acogida. Alguno se reía, pero en general las caras eran bastante largas hasta que Juanito F. tuvo que decirle a Pepe que las bromas sobre señoras no eran para hacerlas en casas decentes. Se hizo un silencio bastante incómodo que no pude romper con un par de bobadas que solté.

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