Hoy caviar, mañana sardinas (15 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Resulta que nos invitaron a una fiesta en casa de Alicia V. Teníamos que ir todos de blanco. La casa estaba divina, decorada de arriba abajo con flores blancas; el eje temático de la comida también era el blanco (salchichitas blancas, gambas blancas de Huelva, rollitos de ternera blanca, bacalao a la salsa blanca, risotto a la trufa blanca, etcétera) y la bebida también era toda blanca. Bueno, dejemos ese siniestro episodio para más adelante...

La fiesta empezó de maravilla. La casa (blanca) está frente al mar y el jardín llega justo al borde de la arena, donde había unas barcas de pescadores, iluminadas aún por la puesta de sol, y que esperaban la faena del día siguiente, todo parecía un decorado. En medio del jardín, la enorme piscina cubierta de flores (blancas) estaba rodeada de velitas (blancas). Aquélla parecía una reunión de una macumba de Salvador de Bahía: era un mar de túnicas, turbantes, sombreros blancos, claro, que se agitaban al ritmo de una música americana infernal (yo la verdad es que a los Beatles los toleraba, pero lo de ahora empieza a ser demasiado, que me saquen a todos esos melenudos y me devuelvan a mi Frank Sinatra de toda la vida, por favor). Los camareros, perfectamente uniformados (¿de qué color, que no me acuerdo?), pasaban con unas enormes bandejas llenas de un brebaje (de cuyo color no quiero acordarme).

—¡Tomad uno e-n-s-e-g-u-i-d-a! —nos recibió la anfitriona mientras nos ponía a Luis y a mí un vaso en la mano—. Es leche de pantera, una bebida que les dan a los soldados en la Legión Extranjera. ¡Es fantástica! Así os animaréis y os olvidáis de que Carmen está por ahí con un galán que casi le triplica la edad —dijo con un guiño malicioso.

«En mala hora le confié esta historia a Alicia»
, pensé mientras le daba un largo trago al mejunje. Estaba muy dulce pero bastante rico. Entramos en esa vorágine blanca. Allí estaba el tout Marbella: en una esquina Fulgencio Batista, ex dictador de Cuba, se fumaba un impresionante cigarro (¿habano?). A su lado Niarchos (que tiene el inmenso yate que se ha construido para dejar el Christina, de Onassis, como una barca de remos anclado fuera del puerto porque no cabe) bailaba con una rubia que se parece muchísimo a su ex esposa, Tina Livanos (que, sospechosamente, también estuvo casada con Onassis, todo muy griego, muy incestuoso). Más allá, Luis Miguel Dominguín le enseñaba a hacer una chicuelina a Deborah Kerr con su chal. Ella se reía, no encantadoramente como en sus películas, sino a grandes carcajadas. Como es habitual, Luis se paró a hablar con el señor, que tenía pinta de ser el más aburrido de toda la fiesta. Por lo visto, es el ministro de Comercio. Y empezaron inmediatamente a hablar del déficit y de la balanza de pagos. Yo, como no estaba de humor para esas cosas, decidí cazar al vuelo otra leche de pantera que un camarero paseaba en volandas. Empezaba a aburrirme como una ostra y para colmo no veía a ningún amigo cerca cuando me agarran del brazo por detrás.

—Me parece que no te conozco. Déjame que me presente —dijo.

No hacía falta que se presentase. Con ese bigote y esa perilla, con ese monóculo en el ojo, con ese aspecto de haberse caído de un cuadro de Velázquez, sólo podía tratarse de Jaime de Mora y Aragón, el famoso Jimmy, el hermano díscolo de la reina Fabiola de Bélgica. Por supuesto, había oído hablar mucho de él y resultó ser un tipo absolutamente encantador, como suelen serlo todos los vividores (debe de haber ministros de Comercio encantadores, pero ahora mismo no me viene ninguno a la memoria).

—Me imagino que te habrán contado muchas cosas sobre mí y pocas buenas —me dijo muy serio mientras se ajustaba el monóculo—. Yo he llegado a oír las mayores barbaridades, ni te imaginas. Hace unos años me contaron de mí mismo la siguiente historia: dicen esas mentes pequeñas que hace unos años yo estaba en un apurillo de dinero (siempre dicen que estoy mal de dinero) y que, como no sabía salir de él, se me ocurrió echar mano de una tía abuela muy mayor. O más bien de algunas fruslerías suyas. Aprovechando que ella estaba en San Sebastián de veraneo y engañando al viejo criado que quedaba de guardia, me había hecho con las llaves de su palacete. Dicen que a solas en aquel enorme caserón abrí las contraventanas para que entrara esa luz apabullante del mes de agosto. Todo estaba cuidadosamente cubierto con sábanas, como si la tía se hubiese ido tres años a Pernambuco en vez de tres meses a la Concha. Yo adoraba a mi tía, era una mujer soberbia, de esas viejecitas excéntricas de las que ya no quedan. El caso es que yo, supuestamente, empecé a quitar las lonas a los cuadros y me puse a contemplar aquellas maravillas. Tía Charito tenía una fabulosa colección: Velázquez, el Greco, Rubens. Dicen que después de mucho pensármelo me llevé un Goya de tamaño medio, un san Francisco concretamente, fácil de transportar. Supuestamente se lo llevé a un amigo que era un pintor fabuloso pero que no tenía dónde caerse muerto, como yo. En dos semanas teníamos una copia perfecta, perfectamente envejecida, del Goya. Entonces yo...

Mientras Jimmy seguía contándome la historia de su calumnia dio un trago a su leche de pantera, arrugó la nariz y sacó una copa de whisky de detrás de un arbusto. Yo, por mi parte, le di otro trago a mi pantera.

—Deja ese brebaje que te va a matar. Alicia tiene más peligro que un miura en los sanfermines. Anda, tómate una bebida de verdad —me dijo sacando otra copa, una hielera y una botella del mismo escondrijo—. Como te estaba contando, dicen que colgué la copia en casa de mi adorada tía y que me llevé el original a Nueva York, donde un marchante se aprovechó, algo al menos, de mi ingenuidad. Siguen diciendo que al cabo de unos años, cuando murió tía Charito, el día que se abría su testamento yo estaba muy nervioso porque su fortuna era colosal y podía sacarme de muchos apuros. Supuestamente, cuando llegaron a mi parte, resultó que la buena señora me había dejado... ¡el mismo Goya que yo había copiado y vuelto a colgar en su casa! ¡Figúrate qué historia! ¡Hace falta imaginación para inventar algo así sobre mí! ¡Qué barbaridad! ¡Qué mala es la gente!

—Sí ¡qué barbaridad! —dije yo toda compungida.

Jimmy se quedó en silencio un momento.

—Lo malo es que toda la historia es rigurosamente cierta. De la primera palabra a la última. ¡La vieja me dejó justo la copia! ¡Hay que ver qué puntería tuvo!

Yo casi me muero de la risa. Luego fuimos hasta un piano de cola que había en el salón y él empezó a tocar. Lo hacía casi como un profesional. Parece ser que durante una época se ganó la vida tocando en los night clubs. Yo estaba divertidísima con todo esto, pero la verdad es que llevaba toda la noche sin ver a Luis. Empecé a buscarlo por un lado y por otro hasta que lo encontré en la pista de baile. Algo raro debía de estar pasando porque él sólo sale a bailar en condiciones excepcionales y de gran alarma social. Lo sorprendí con la cabeza literalmente enterrada dentro del escote de una mujer con muchas curvas, con un gran moño. Cuando se giró hacia donde yo estaba, la reconocí de inmediato. Era la ex emperatriz Soraya.

—Parece que tu marido va camino de enemistarse con el gobierno del sha de Persia —dijo Jimmy. Había acabado de tocar el piano y ahora se ajustaba una flor (blanca) en el ojal de su chaqueta (blanca)—. Es una mujer encantadora pero, la verdad, a mí me da un poco de repelús con esos ojos tan grandes y tan tristes. Yo, de todas maneras, no me preocuparía demasiado si fuera tú. Ya sabes lo que dicen de ella.

—¿A qué te refieres?

—Dicen por ahí que la verdadera razón por la que no podía tener hijos y por la que la repudió el sha es porque..., cómo te lo explicaría, porque, aunque parece una mujer, en realidad es un hombre.

—¿Cómo? —casi grité yo mirando el escotazo de aquella mujer.

—Pues que en realidad es las dos cosas, un hombre y una mujer, uno de esos extraños casos en que plegados dentro de su..., en fin, tú ya sabes, tiene también los atributos de un hombre. Hermafrodita, querida.

A mí, la verdad es que me daba igual lo que aquel ser tuviera plegado dentro, así que me acerqué a la pista y agarré a Luis por un brazo.

—Excuse moi. Je me le porte, je suis fatigue —le dije a la ex emperatriz, que me miró con los ojos tristes de los que todos hablan, aunque no sé si esta vez era porque la había dejado sin su entregado compañero de baile.

Saqué como pude a Luis de la pista. Estaba completamente borracho, cosa extraordinaria de verdad, porque no suele pasarle nunca. Es más, no lo recordaba en semejante estado desde que era estudiante.

—Es la leche de pantera, es la leche de pantera —balbuceaba por toda defensa.

Debía ser de verdad culpa de aquel líquido maldito porque a esas alturas la fiesta era una terrible bacanal.

Dominguín ahora toreaba a dos canadienses que se habían caído antes a la piscina y se les transparentaba todo por debajo del vestido; Ornar Sharif (al que yo no había visto hasta entonces) estaba subido en una silla y, con una corona de laurel en la cabeza, hacía que tocaba la lira; más allá, unas señoras muy serias arrancaban las flores de Alicia y se las arrojaban en señal de homenaje, mientras un par de viejos marqueses practicaban su swing y tiraban bolas de golf a la casa de al lado con un palo que habían sacado de no sé dónde.

Arrastrándolo, conseguí llevarme a Luis hasta el coche.

—¿Estás bien para manejar?

—Sí, seguro, este aire me está despejando —dijo el muy majadero.

Nos sentamos en el coche. Luis arrancó muy serio, quiso echar marcha atrás pero se equivocó. El auto salió disparado hacia delante y, después de derribar un pequeño seto, una mesa con bebidas y una sombrilla, amerizamos en la piscina.

Sin palabras. No puedo describir la sensación mezcla de miedo, vergüenza e ira que tenía mientras el coche se iba hundiendo con nosotros dentro. Por suerte, no había nadie en la piscina en ese momento, y cuando conseguimos salir, allí estaban todos los invitados dedicándonos una estruendosa ovación, incluidos los anfitriones, que —por suerte— habían ingerido generosas cantidades de su propio brebaje. Completamente empapada y con el pelo hecho un auténtico asco, me llevaron a la casa, donde me permitieron ducharme y me dieron ropa seca. ¡Incluso querían que nos quedáramos en la fiesta para seguir la juerga! Menos mal que encontramos a unos voluntarios que nos llevaron a casa.

Esta mañana (y ya han pasado cuatro días), cuando les servía la leche a los niños todavía me daban escalofríos. ¡Me parecía idéntica a la mortífera leche de pantera!

Al día siguiente, cuando fuimos con la grúa a rescatar el coche, le pedí a Alicia la receta de su brebaje maldito, por si en alguna ocasión tuviera que organizar una cena diplomática con el objetivo de desencadenar un conflicto armado y, sobre todo, para asegurarme de que no nos hubieran puesto en el brebaje una de esas drogas de las que tanto hablan ahora (es que una ya no puede fiarse ni de sus mejores amigas).

LECHE DE PANTERA

Ingredientes

1 botella de ginebra

125 ce de coñac

1 lata pequeña de leche condensada

canela

PREPARACIÓN

Poner en una batidora la ginebra, el coñac y la leche condensada durante un minuto a velocidad rápida.

Servir en copas de martini y espolvorear con canela.

BODA ¿REAL?

—Mira vos —me dijo Luis enseñándome un sobre color hueso lleno de escudos—. Al final don Alfonso nos invita.

No puedo negar que me sentí aliviada. El país entero estaba en vilo con esta boda. Desde hacía semanas no se hablaba de otra cosa. Que si Dalí le ha regalado a la novia un retrato suyo montada a caballo y vestida con ropa semitransparente; que quién va a hacer el traje de la novia; que qué va a pasar cuando se encuentren los padres del novio, que están divorciados desde hace añares y no se hablan; que cómo les sentará todo esto a don Juan y a don Juan Carlos, y cosas por el estilo.

Pero pasaba el tiempo y nosotros no recibíamos la invitación. Con don Alfonso hemos coincidido en muchos sitios durante estos años y se ha ido creando una buena amistad, sin embargo, me temía que, ante la dimensión del acontecimiento y la cantidad de compromisos que suponía, no se acordara de nosotros. Con la invitación en la mano me sentía como en el centro de la actualidad, porque además no habían invitado a casi ningún embajador destinado en Madrid. Hubiese sido una pena perdernos una boda como ésta faltando tan poco para irnos de Madrid. La unión de la familia Franco con los Borbones, un verdadero acontecimiento.

—Yo me pregunto qué consecuencias políticas traerá —dijo Luis mientras miraba el tarjetón, porque él todo lo analiza desde el prisma de la política.

Pero a mí, la verdad, lo que menos me interesaba en ese momento era la adivinación del futuro político. Demasiado ocupada estaba yo en repasar mentalmente mi ropero de arriba abajo.

—Por lo que me han dicho, hay fuertes presiones del entorno de doña Carmen para que Franco revierta la designación de don Juan Carlos y nombre sucesor a don Alfonso. Y claro, ¿a qué abuela no le gustaría ver a su nieta coronada reina, aunque sea a la muerte de su marido?

«Mantilla no me voy a poner para parecer más española que las españolas. Lástima, porque queda tan linda... La pamela tampoco parece muy indicada»
, pensaba yo repasando la balda superior, donde guardo los sombreros.

—Claro, y detrás de doña Carmen está el bloque más inmovilista del régimen, los que desconfían del príncipe por ser hijo de don Juan, un masón peligroso para ellos.

«El amarillo no, que me lo puse hace poco para el casamiento de los J. El gris perla lo veo demasiado serio... El verde está un poco demodé.»
(Ahora iba por los percheros de la derecha).

—La verdad es que parece que don Alfonso es más afecto que el príncipe a la persona de Franco. Seguro que ya habrá quien le haga ver al General la conveniencia de un sucesor que pueda ser más fiel a su memoria. También alguien que ellos puedan manejar mejor.

«¡Qué espanto! No me sirve ninguno de los zapatos que tengo. Tendré que comprarme otros. ¿Cómo se llamaba esa tienda tan buena de la calle Serrano?»

—Lo curioso es que por lo visto ha habido muchas fricciones entre los futuros suegro y yerno por temas de protocolo. ¿Te acordás de cuando los invitamos a los dos a cenar y un par de amigos de Villaverde me llamaron para que lo pusiera a él en el lugar de honor en vez de a don Alfonso, que era a quien le correspondía por rango, con el argumento de
«todo lo que ha hecho Franco por España»?
Esta situación sé que se ha repetido en otras casas aunque, afortunadamente, Alfonso se portó siempre como un caballero y no organizó ningún escándalo.

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