Hoy caviar, mañana sardinas (22 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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—Este Yuri, como es de pueblo, sigue creyendo en las mismas paparruchadas de sus abuelos mujiks —me cuenta Luisa, nuestra ama de llaves—. Mire, señora, la culpa de todo la tiene el comerciante cargado de millones que era el dueño de esta casa antes de la Revolución. Era un salvaje —asegura Luisa— y organizaba grandes orgías que duraban días, con todo el mundo atiborrándose de la comida más exquisita, de champán y vodka, con grupos de zíngaros turnándose para que la música no parase jamás. Aquel cerdo reaccionario se enamoró de la más guapa de todas las zíngaras, una mujer bellísima, según cuentan, con unos enormes ojos verdes de gato. Esto le trajo muchos disgustos, porque, ya sabe usted señora, cómo son los gitanos para sus cosas, pero finalmente consiguió convertirla en su amante y traérsela a vivir a esta casa. La cubrió de arriba abajo con las joyas más caras y las mejores pieles. La llevaba como una reina, de paseo por la Sadovaya, en su trineo con arreos de plata tirado por dos caballos ingleses —continúa Luisa como si lo hubiese visto con sus propios ojos—. Lo malo es que ella era joven y él un viejo. Ya sabe cómo acaban estas cosas. Un día, el comerciante llegó antes de lo esperado de un viaje y se encontró a la chica en brazos de uno de los zíngaros. Los mató allí mismo, en su dormitorio, que ahora es donde duerme usted —dijo Luisa.

«No sé por qué —dije para mis adentros—, ya me lo temía.»

—El cadáver de él se lo echó de comida a sus perros de caza y el de ella..., ay, señora, el de ella lo descuartizó y lo quemó en la chimenea de la biblioteca. Sí, señora, así como se lo cuento. Hay gente que dice incluso que se mandó hacer un guiso con esa carne, pero ya sabe que la gente exagera mucho. El caso es que el alma de la gitana sigue todavía entre estas cuatro paredes y ella es la responsable de todas las cosas que se rompen en esta casa. Lo hace para que no la olvidemos. Hace unos años un embajador trajo unos zíngaros para una fiesta y se negaron a tocar, y luego dijeron que era porque se oían sollozos por toda la casa.

Como siempre, Luis opina que esto son tonterías, que las casas viejas, y además con ratas, siempre tienen ruidos siniestros, pero el hecho es que el resto del servicio también se queja. Serioya, el carpintero-instalador-de-micrófonos, dice que, aunque su materialismo dialéctico le impide creer en supercherías, él no se quedaría solo en la cocina de noche ni loco. Además, cuando estábamos en Montevideo también vivíamos en una casa grande y vieja y los ruidos no tenían nada que ver con estos. Malheureusement, me parece que para cosas de esta naturaleza no sirven los matarratas. El otro día se lo conté al padre Richards para ver si podía hacer algo, yo qué sé, unos responsos o algún exorcismo, pero me mandó a paseo, así que nos tendremos que acostumbrar a esta inquilina. Como dice Iñigo, por lo menos la zíngara no se come las provisiones como las ratas.

—Es una pena que al final Yuri no tenga razón —concluye Luisa mientras me guarda cuidadosamente unas medias dentro del bolsillo de una camisa (tiene un sentido del orden un poco peculiar)—. Nos vendría mucho mejor que fuera un dotnovoi. A esos espíritus les encantan las casas limpias y en orden y son famosos por ayudar en las tareas domésticas. Dicen que si estás a buenas con ellos y te dejas, por ejemplo, un vaso sucio en alguna parte, ellos se encargan de limpiarlo. Nos vendría muy bien que nos echaran una mano de vez en cuando.

«Ummm, qué interesante —no puedo evitar pensar, frotándome mentalmente las manos—. Quizá podría domesticar a uno de esos dotnovoi. Le enseñaría a cocinar y así no tendría que depender de las manazas de Larissa.»
A los niños les ha divertido muchísimo la historia y, como si se tratase de un animal doméstico, les ha parecido mucho más práctico un duende multiusos que una zíngara descuartizada. Continuando con la broma y siguiendo las indicaciones de Yuri y de la vieja tradición rusa, hemos preparado un bizcocho. Lo hemos dejado (debidamente cubierto para que no se lo coman las ratas) junto a un papel con la antigua fórmula para atraer un domovoi a nuestra casa:
«Dedushka Domovoi, ven a mi casa y ayúdanos a tenerla limpia»
. A falta de una receta local, los niños y yo nos hemos inventado este bizcochuelo:

BIZCOCHUELO ARROLLADO ESPECIAL PARA ATRAER DOMOVOIS

Ingredientes

6 huevos

6 cucharadas de harina

6 cucharadas de azúcar poco llenas

200 g de dulce de leche o la mermelada que se prefiera

PREPARACIÓN

Batir las claras a punto de nieve. Agregar el azúcar y seguir batiendo. Añadir las yemas sin dejar de batir. Luego incorporar la harina poco a poco, removiendo siempre para que la masa quede muy ligerita. Verter en una fuente alargada, ancha y engrasada, en una capa de unos dos dedos de alto. Introducir en el horno precalentado a unos 150° C y cocer unos 10 minutos. Espolvorear con azúcar una servilleta ligeramente húmeda y colocar encima el bizcochuelo. Rápidamente untar toda la superficie con el dulce de leche o la mermelada. La servilleta húmeda permitirá que el bizcochuelo se mantenga blando para envolverlo fácilmente. Enrollar el bizcocho formando un cilindro.

—Es cierto que en la casa de Moscú yo no llegué a vivir más de quince días seguidos, unas semanas antes de mi boda y luego en vacaciones y, por tanto, no debería opinar. Pero para mí, Gervasio, esta historia de fantasmas, domovois y zíngaras descuartizadas que cuenta mamá, de tanto repetirla habéis acabado creyéndoosla.

—Comprendo tu escepticismo, Carmen. De hecho, durante mucho tiempo yo también pensé que eran imaginaciones nuestras. Pero años más tarde, cuando Íñigo y yo regresamos a Moscú, en nuestro tour nostálgico volvimos a aquella antigua casa que sigue siendo la residencia uruguaya. El entonces embajador, el doctor Fajardo, que había sido segundo de nuestro padre en Londres, nos recibió muy amablemente y nos enseñó aquellas habitaciones tan llenas de recuerdos y que, en algún caso, conservaban las mismas cortinas que había puesto mamá. Ya como adultos pudimos apreciar el maravilloso barroquismo art nouveau de las lámparas, apliques, escaleras y boiserie.
«¡Qué suerte poder vivir en una casa tan bonita, embajador!»
, dijo Íñigo.
«No creas —respondió Fajardo—. Si por mí fuera, preferiría vivir en un buen piso calentito donde los baños funcionen como Dios manda. Esta casa es muy adecuada para cuando hay que organizar una recepción, pero tiene más de ochocientos metros cuadrados y desde que me separé de mi mujer recién llegado a Moscú, se me cae encima los fines de semana. Entonces se va el servicio y me quedo solo en este enorme caserón. Y con esos ruidos...»
«No fastidies, no me digas que la gitana errante sigue por aquí»
, le dije entonces.
«No sé exactamente de qué se trata porque nadie quiere decírmelo —confesó el embajador—, pero se caen cosas y las ventanas se abren solas en verano. La cocinera está aterrorizada y ha acabado por ponerme nervioso a mí»
.

Íñigo y yo estuvimos a punto de recomendarle que intentara convencerla de que en vez de un espectro lo que había allí era un domovoi que le podía echar una mano con la limpieza, pero preferimos cambiar de tema antes de que nos mirara raro.


«Por lo menos lo que ya no tendrás serán micrófonos»
, dijo Íñigo.
«No creas, sigo teniéndolos, exactamente igual como me contaba tu padre. Me los encuentro en los sitios más insólitos. El encargado de instalarlos era hasta hace poco el carpintero, hijo de un tal Serioya que trabajaba en esta casa cuando estaban ustedes»
.
«Pero ¿no había caído el comunismo? ¿A quién le puede interesar ahora lo que se diga en la Embajada de Uruguay?»
, pregunté cándidamente sin recordar que tampoco estaba muy claro el interés estratégico de las charlas de la familia en 1973.
«Bueno, ya saben lo burocrático que es este país. Yo creo que antes de la perestroika debía de haber un par de funcionarios asignados a las escuchas de esta residencia. Después pasó lo que pasó, el KGB se disfrazó de FSB, pero... nadie se acordó de decirles a estos funcionarios que dejaran aquella tarea, así que siguen, día a día, transcribiendo las conversaciones, aunque la verdad es que conmigo no tienen mucho trabajo. Como siempre estoy solo...»
Ya ves, Carmen, mucho Porsche, mucho Jaguar, mucho anuncio de Coca-Cola, mucha tienda Zara, pero parece que en el reino del señor

Putin, las cosas no han cambiado tanto para los fantasmas ni para los espías.

SOMOS PIONEROS, HIJOS DE OBREROS

—¡Ya era hora!, ¡Comida de verdad —gritaba Íñigo dando saltitos y frotándose las manos, mientras engullía a dos carrillos las chocolatinas que les habíamos llevado.

Y es que ayer Luis y yo fuimos a visitar a Mónica, Íñigo y Gervasio en el pionerski lager o campamento de verano de los pioneros, la organización infantil a la que deben pertenecer todos los niños de nueve a quince años de la URSS. A pesar de que llevan sólo dos semanas allí, ya están en los huesos. Íñigo está encantado porque dice que está más flaco que en toda su vida y que su madre va a estar muy contenta cuando lo vea, pero yo volví bastante preocupada. Ella me entregó un niño rollizo y saludable y yo le voy a devolver uno flaco y famélico. No sé qué va a decir. Al parecer la comida es absolutamente asquerosa. De desayuno les dan unas latas de sardinas escabechadas con repollo; a mediodía un borsch (sopa rusa de remolacha) aguado, con pepinos y un poco de repollo, y por la noche una especie de potaje con unas pelotillas marrones, que aún no saben de qué son, acompañadas de, ¡oh sorpresa!, repollo. Algunos días a los chicos les ha tocado ayudar en la cocina y han quedado traumatizados por la experiencia. Al parecer hay un montón de cucarachas y, por ejemplo, aclaran los espaguetis poniéndolos en el piso encima de una rejilla de desagüe y enchufando la manguera del jardín. Me consuelo pensando que esta debe de ser una de esas experiencias que curten a la juventud, algo así como el servicio militar en ciertos países, pero, claro, estos
«soldados»
sólo tienen once años...

Gervasio y Mónica hacen esfuerzos por alimentarse y comen alguna cosa, pero a Íñigo le ha salido el gourmet vasco que lleva dentro y ha decidido que para comer porquerías, mejor no comer. Sólo toma pan con mantequilla y algo de fruta que les dan de vez en cuando. Les he llevado galletitas, chocolates y unos chicles y él se ha lanzado sobre las vituallas como una fiera. En cambio, Gervasio se las quería guardar para cambiarlas por una navaja que tenía otro niño, cosa que le he prohibido tajantemente. Íñigo, por su parte, se ha ofrecido, muy gentil, a comerse la ración de los demás.

El campamento parece bastante lindo. Son grandes dachas de madera pintadas de amarillo, construidas en medio de un bosque de abedules y alrededor de una plaza central con una inmensa estatua de Lenin, aunque los chicos dicen que todo está muy sucio y que no hay quien se acerque a menos de cien metros de la zanja que hace las veces de cuarto de baño. Iban monísimos vestidos con su traje de gala: gorra azul de recluta, camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, aunque no sé lo que pensaría mi madre si los viera uniformados de revolucionarios. Tampoco quiero imaginarme algunas de las cosas que les deben de estar enseñando.

—¿Sabéis quién es el héroe de los pioneros? —preguntaba Gervasio distraídamente mientras pelaba una de las chocolatinas—. Pavlik Morozov. Era un chico que, en la época de la Revolución, denunció a su padre a la policía por actividades antisoviéticas. En represalia, los kulaks reaccionarios lo mataron. Nos hablan mucho de Pavlik aquí, dicen que era un gran chico.

A ver si además de micrófonos ahora vamos a tener pequeños informadores en nuestra propia casa.

Por lo demás, parece que lo están pasando bastante bien, que aprenden el idioma (que es para lo que están allá), porque casi todos los niños son rusos, excepto algunos pioneros polacos y húngaros. Ya han hecho amigos, aunque el ambiente está muy politizado e Íñigo se ha metido en algún problema, afortunadamente sin consecuencias, por negarse a saludar a la bandera roja y a gritar
«Gloria al Partido Comunista de la Unión Soviética»
, que es lo que tienen que hacer nada más levantarse y justo antes de irse a acostar en la gran plaza que hay en medio del campamento.

—Es que yo soy español, tía Bimba, y no me da la gana decir esas cosas. Se pongan los rusos como se pongan. Bastante hago contestando Vsegdá Gotob (siempre listos), que es el saludo de los pioneros. Que no me den la lata, que soy vasco y se van a enterar.

La organización debe de ser bastante militar porque los niños cuentan que están organizados en batallones y que hacen prácticas para desfilar casi todas las tardes. También hacen simulacros de guerra nuclear y bacteriológica (no confundir) y ejercicios de supervivencia en grupo donde tienen que orientarse con una brújula y buscar su propia comida en el bosque. Según Íñigo ese día es de los que mejor comen porque acaban encontrando muchas frutas y bayas silvestres que están mucho más ricas que lo que les dan habitualmente. De vez en cuando van a un koljós o granja colectiva que hay cerca para ayudar limpiando campos de cultivo. Afortunadamente, no todo es guerra y trabajo. También juegan mucho al fútbol, al voleibol y al ajedrez, otra de las pasiones nacionales. Dos veces por semana proyectan cine al aire libre. Incluso han hecho una obra de teatro musical sobre la conquista de Berlín por las tropas soviéticas. Íñigo hacía de tanque, Mónica de enfermera (creo que era la sex symbol de la obra) y Gervasio de poste indicador donde ponía
«Al Reichstag»
. Estaba un poco disgustado porque dice que siempre le tocan papeles poco lucidos en las obras de los colegios a los que va, pero se consolaba pensando que por lo menos no le habían puesto de soldado alemán, porque a esos los molían a palos en la escena. Qué lástima no haber podido verlos para sacarles una foto.

Cuando llegó la hora de irnos me dio mucha pena tener que dejarlos solitos en aquel enorme recinto rodeado de vallas. Encima de la reja de la entrada había un gran cartel. Tenía un águila dibujada y Luis me explicó que el campamento se llama Arleonak, que quiere decir
«aguiluchos»
. Aquel pájaro con la palabra lager debajo me recordó a otros campos mucho más siniestros de no hace tanto tiempo y sentí un escalofrío de mala madre mientras los niños se alejaban por el camino central del recinto.

Aquel fue el primero de los dos años en los que Mónica, Íñigo y yo estuvimos en el campamento de pioneros. Como solía pasar en ese socialismo con infinidad de castas, los niños, las actividades o el grado de adoctrinamiento no tenían nada que ver de un campamento a otro.

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