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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (26 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Con nuestras bolsas de fruta bajo el brazo (los precios eran casi los de Cartier, pero no nos importó, tal era el hambre que teníamos) y ya un poco más saciados, decidimos celebrar nuestra llegada a aquel mundo futurista con una buena comida. Preguntamos por un restaurante recomendable y, como buenos uruguayos, pedimos un gran trozo de carne, sin importarnos mucho que nos hubieran aconsejado probar esos rollitos con arroz que ellos llaman sushi. La carne resultó magnífica y todos estábamos de excelente humor al acabar la comida... hasta que llegó la cuenta. Cada plato había costado ¡cerca de cien dólares! Parece ser que como Japón es chiquito y no hay mucho sitio para vacas, la carne es un artículo de superlujo. Luis casi se cae redondo cuando empezó a hacer la cuenta de lo que nos habíamos gastado entre restaurante y frutería. Casi lo mismo que para un viaje al Caribe. Por un momento temí que tuviéramos que volver a la dieta del turrón.

Después de un par de días en Japón, seguimos camino de Hong Kong. Poco a poco la temperatura iba subiendo y subiendo hasta que pudimos salir a tomar el sol en cubierta. Después de meses y meses de tinieblas, aquello era una delicia inenarrable. Todos acabamos quemados porque queríamos aprovechar hasta el último rayo de sol.

Hong Kong es un inmenso mercado. En cada esquina, en cada vereda hay gente vendiendo de todo, fruta, transistores, revistas porno. Y tiendas, miles de tiendas para perderse: sedas, joyas, relojes de todas las marcas..., todo falsificado, eso sí, pero a precios irrisorios. Ni aunque me hubiese quedado un mes habría comprado la mitad de las cosas que me gustaban. Como es lógico, en cuanto pisamos tierra, las chicas y yo perdimos completamente la cabeza y nos entregamos incondicionalmente al consumo. Todavía sigo deshaciendo paquetes de todo lo que compré allá.

Luis estaba encantado porque tiene mucha afición a los enclaves coloniales, que le parecen una especie de vuelta al pasado. Sin embargo, exceptuando cuatro cosas como el palacio del gobernador y el uniforme de los policías, Hong Kong es ya mucho más chino que británico. Dicen que en 1997 se lo van a devolver a la República Popular, pero no sé qué harán los maoístas con este gigantesco bazar capitalista. A lo mejor ni se lo devuelven, seguro que los ingleses se las arreglan para quedárselo, como han hecho siempre con todo.

La comida también es excelente, nada que ver con los restaurantes chinos que se ven en Europa. O eso creía yo. En Hong Kong se come principalmente comida cantonesa, que por lo visto es muy distinta de la pequinesa y de la de Shanghai. Estuvimos en un restaurante maravilloso, decorado con antigüedades chinas fantásticas y camareros vestidos con camisas de seda bordada espectaculares. Nos mimaban como si fuéramos los únicos clientes que hubieran pasado por allí en un mes. Sólo les faltó hacernos un masaje en los pies. Ese es el tipo de sitio al que vale la pena ir cuando se viaja y no comer esas porquerías callejeras que le gustan a Luis. De este restaurante estupendo me traje la receta de una sopa que nos va a venir muy bien para esas noches frías de Moscú y que es tan fácil que hasta la inútil de Larissa podrá hacerla.

SOPA DE POLLO Y MAÍZ

Ingredientes

(Para 8 personas)

1/2 kg de filetes de pechuga de pollo

500 g de maíz en grano

2 cucharadas de fécula de maíz

4 cucharaditas de salsa de soja

4 claras de huevo

1,5 l de caldo de pollo

sal

PREPARACIÓN

En un cuenco batir las claras a punto de nieve.

Cortar las pechugas en trozos muy pequeñitos y mezclarlas con las claras.

Calentar el caldo de pollo y agregar el maíz. Disolver la fécula en un poco de agua fría y añadirla a la sopa. Remover hasta que espese. Bajar el fuego y agregar el pollo.

Un poco de salsa de soja ¡y a comer!

Luis estaba empeñado en que fuéramos al gran mercado a dar una vuelta. Yo no acababa de comprender qué le podía interesar en un lugar como ése, pero cuando llegué allí lo entendí perfectamente: quería matarme, eliminarme, acabar conmigo, probablemente para casarse con una rusa quinceañera.

Los mercados chinos deben de ser muy exóticos para el que le gusten, pero a mí me parecen un pozo de inmundicias.

Aquellos largos y estrechos pasillos estaban atestados de miles y miles de personas que nos apretujaban contra una vaca entera desollada que colgaba del techo o contra un gigantesco pez espada. Íbamos caminando y los vendedores nos metían un pato o una gallina debajo de la nariz.

Vendían allí animales que yo ni siquiera sabía que se podían comer: lagartos, camellos, tiburones enteros. En la zona del pescado me tuve que poner unas bolsas en los pies para no pisar las vísceras que había en el suelo. La parte de las especias y los inciensos fue un espejismo de tranquilidad antes de llegar a la sección más repugnante de todas, la de las serpientes. En un puesto tras otro se vendía cola de serpiente, diente de serpiente, cascabel de serpiente, ojo de serpiente. Realmente asqueroso. Algunas estaban vivas en jaulas. Otras colgaban muertas, malolientes y probablemente en salazón, como si fueran bacalao. En algunos puestos las vendían al corte, para comer, pero la mayoría eran para otras aplicaciones, como productos para evitar la caída del pelo, afrodisíacos, cosméticos y cosas por el estilo. Con el asco que me dan los bichos esos, estaría bueno ponerme uno en la cara para sacarme las arrugas, pensaba yo ingenuamente. De pronto, empecé a marearme. Además, me entró el agobio de que a Carmen, en su estado, fuera a pasarle lo mismo, pero Luis estaba empeñado en que aquello era una cosa única y no podíamos irnos bajo ningún concepto. Carmen, cómo no, quería seguir a su padre a donde fuera. Yo estaba tan agotada que no protesté cuando nos paramos en un puesto un poco menos inmundo que los otros y el sádico de mi marido pidió unas Coca-Colas y algo de comer. Como una boba, me tomé unas cuantas bolitas que nos pusieron; parecían capelletti o ravioli, aunque tenían un sabor raro.

—¿Qué es esto? —pregunté al mozo que nos atendía.

—This is ditn sum madam, royal snake dim sum. Very delicious, madam —me contestó con una enorme sonrisa.

¡Ravioli de serpiente! ¡Esa era la basura que me había comido! Empecé a dar alaridos como una loca. Yo no sé si fue por el susto o porque aquello era realmente venenoso, el caso es que esa noche la cabeza se me empezó a hinchar y a hinchar hasta adquirir el tamaño de un globo sonda. No me atreví ni a salir del camarote. Tuvo que venir el médico a recetarme todo tipo de antiinflamatorios, aunque hasta una semana después, ya de vuelta en Moscú, no volví a mis dimensiones habituales.

Luis sostiene que él no tiene la culpa, que los chicos también comieron y no les pasó nada. Pero si cree que iba a librarse tan fácilmente de mí, está muy engañado. Yo sobrevivo a todo, incluso a las serpientes.

Gervasio y yo, que ahora somos muy aficionados a la comida oriental, cuando vamos a un restaurante chino, por ejemplo, no podemos dejar de acordarnos de aquella extraña hidrocefalia que sufrió mamá. Verdaderamente tenía la cabeza como un globo. Hoy, la cocina japonesa es muy apreciada en Occidente, pero en 1974, cuando llegamos allí con aquel crucero, era prácticamente desconocida para nosotros. Aunque ahora parezca imposible salvarse de la fiebre asiática, en aquella época, el único restaurante de Madrid que ofrecía mínimas garantías era el House of Ming. Había otros muchos, y muy baratos, pero se contaban historias sórdidas sobre ellos, por ejemplo, que cuando abría uno de esos restaurantes desaparecían todas las ratas del barrio. En Moscú, dadas las malas relaciones entre la República Popular China y la URSS a cuenta de la conducta díscola del camarada Mao, el único restaurante chino, el del Hotel Pekín (instalado en un edificio mitad pagoda y mitad rascacielos estalinista), ofrecía normalmente comida coreana.

Aunque parezca mentira, la que más se aficionó a la comida oriental durante este viaje fue nuestra hermana Mercedes, a la que nunca hasta entonces le había gustado comer. Durante los meses que siguieron al viaje se paseaba por casa enfundada en un kimono y, fuera donde fuera, lo comía todo con palillos: la ensalada, las patatas fritas y hasta el filete empanado.

MERCADO NEGRO

Una gran noticia: ¡tenemos cocinera nueva! Se llama Valia y es un auténtico genio. Llevábamos siglos pidiendo que nos cambiaran de cocinera y, no se sabe por qué misterio del UPDK, cuando ya habíamos perdido la esperanza, ocurrió el milagro. Viene de la Embajada de Bélgica y está perfectamente entrenada. Cocina tanto platos rusos como franceses. ¡Y lo hace de maravilla! Yo todavía no hablo bien el idioma, así que no nos entendemos demasiado, aunque espero mejorar bastante en los próximos meses porque también tenemos una nueva profesora de ruso que es divina. Se llama Nina Petrovna y nos hemos hecho grandes amigas. Está casada con un músico de la Filarmónica de Moscú que también es encantador y ha hecho mucha amistad con Luis. Los hemos invitado varias veces a cenar a casa y nos lo pasamos en grande, charlando hasta las mil, como a mí me gusta, aunque la comunicación es un poco dificultosa porque mi ruso es inexistente y él no habla español. Por lo general, los rusos suelen tener un doble lenguaje: el oficial y el privado. A veces está uno hablando con alguien con quien tiene confianza y cuando menos lo espera el otro sale con un
«Bueno, esta clase de comentarios no son del gusto de nosotros, los buenos socialistas»
que la dejan a una helada. Gracias a Dios, con Nina no nos pasa y eso relaja mucho.

Damos la mayor parte de las clases en la cocina, con Valia de testigo, para que yo pueda ir adquiriendo un mínimo vocabulario gastronómico, aunque a veces resulte difícil coordinar los gustos de nuestras dos culturas.

—Kapusta —me dice Nina, señalándome el repollo.

—Enséñeme otra cosa, que odio el repollo —le digo.

—Ogurtsi —ahora levanta un pepino.

—Nina, dígame cosas que pueda utilizar. Si puedo evitarlo, no entrará un pepino en mi casa mientras viva.

Ella me indica entonces una patata.

—Eso ya sé que se llama kartofl, como en alemán. Tienen ustedes unas palabras extranjeras en su idioma de lo más curiosas. Por ejemplo, ¿por qué llaman a los lápices Caran d'Ache, que ni siquiera es una palabra de otro país sino una marca suiza de lápices de colores?

Después empezamos a hablar de nuestras vidas, de nuestras familias y de todo un poco. Así estamos horas y horas. Gracias a ella he podido enseñarle muchos platos a Valia, que también me ha dado algunas recetas interesantes.

De todas maneras, me tiene algo desconcertada esta nueva cocinera. Es muy simpática y amable, pero a veces tengo dudas de si toda esta amabilidad no será un truco para que acabemos cometiendo un error. Hace unos días estábamos las dos en el comedor, arreglando algunos detalles para una comida, cuando me pasó un papelito doblado al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios.

«¿Podría pedirle al señor embajador que me preste Archipiélago Gulag?»
, decía en la nota.

Este asunto puede acabar siendo un traspié en nuestra carrera. Desde que le dieron el premio Nobel a Solzhenitsin por los relatos de sus desventuras en los campos de trabajo de Siberia, acá todo el mundo anda como loco intentando hacerse con una copia del libro. Luis se compró la versión rusa en París y tiene cola para prestarlo. Hacerlo puede ser peligroso porque el libro está considerado propaganda antisoviética. Cualquier ruso puede ir a la cárcel sólo por tener un ejemplar en su poder y nosotros podríamos ser expulsados del país por facilitar su lectura. A pesar de todo, la gente está dispuesta a cualquier cosa por conseguirlo. En la entrada de lo que era antiguamente el barrio chino (al lado de la muralla del Kremlin y a unos cincuenta metros de la famosa Lubianka, sede del KGB) se ha creado un mercado clandestino de intercambio de copias artesanales de libros prohibidos, los llamados samizdat. Debajo de una gran estatua de Ivan Fiodorov, el primer impresor de la historia rusa, pasean mirando de un lado a otro, tapados con sus gorros de lana, los traficantes de Pasternak, Bulgakov y tantos y tantos escritores malditos. Dentro del forro del abrigo llevan escondida su mercancía y van susurrando los títulos a los viandantes como si fuera heroína:

—Doctor Zhivago... Un día en la vida de Ivan Denisovicb... El maestro y Margarita —etcétera, pero el nombre que todos los intrépidos compradores quieren oír en estos momentos es Archipiélago Gulag. Su cotización está alcanzando precios desorbitados, por lo que cuenta Luis, que, con su fiebre por los libros, es un asiduo visitante de ese mercado. Parece increíble, pero dice que un día se encontró paseando por allí a Molotov, el del cóctel y famoso ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, ahora en el más absoluto de los ostracismos. Lo que Luis no llegó a averiguar es si estaba vendiendo literatura prohibida o comprándola, si paseaba su nostalgia por los muros del Kremlin o si simplemente intentaba conseguir un kilo de naranjas de estraperlo.

Porque acá hay mercado negro de casi cualquier cosa. Cuando los chicos salen en pantalones vaqueros, siempre se les acerca alguien que se los quiere cambiar por dinero, monedas antiguas o insignias. Los téjanos son el máximo símbolo de estatus para la juventud soviética y todos están dispuestos a cualquier cosa con tal de tener unos. A nosotros, en cambio, suelen ofrecernos iconos. La mayoría de las veces son poco más que serigrafías, pero de vez en cuando aparecen maravillas. Hemos tenido algunas aventuras dignas de El tercer hombre comprando iconos por la calle, no obstante, al final hemos comprendido que hacerlo no sólo sería aprovecharse de esta pobre gente sino que además resulta peligroso. Como ya me he aficionado a coleccionarlos, Luis ha conseguido, después de infinidad de gestiones, un permiso para que pueda comprárselos al organismo oficial que los custodia. Está situado en una antigua iglesia casi en ruinas. Los tienen expuestos en unas enormes estanterías metálicas como si fueran libros en una biblioteca. Hay miles y miles, aunque muchas veces el estado de conservación deja mucho que desear debido al deterioro del edificio, que tiene los cristales rotos y goteras, y está lleno de nidos de pájaros. Gracias a este passe-temps he encontrado finalmente algo que hacer en estas interminables noches y, con ayuda de mis estudios de bellas artes, me dedico a limpiarlos y a restaurarlos. Es un lindo entretenimiento.

El caso es que parece como si viviéramos siempre al filo de la ilegalidad por cosas que serían absolutamente normales en cualquier otra parte del planeta, pero así es como vive casi todo el mundo en este país. Si un ruso quiere determinados productos que se salgan del estrecho surtido oficial sólo puede recurrir a amigos influyentes o a estos mercados paralelos ilegales aunque perfectamente localizados: el caviar en la avenida Lenin, frente a los cines; el vodka en un pequeño parque al lado de la Gran Sadovaya, samovares en la Gorki. La gente aquí ya está acostumbrada, sin embargo, para nosotros esta sensación de estar haciendo siempre cosas prohibidas nos vuelve aún más paranoicos de lo que ya estamos por los dichosos micrófonos y esa impresión de vigilancia permanente que tenemos. Quizá Valia sea una espía y nos esté pidiendo Archipiélago Gulag pata meternos en problemas, o quizá sólo quiera leerlo... Ahora que lo pienso, Nina también me ha insinuado algo al respecto (o por lo menos me ha gesticulado de una forma muy rara cuando ha visto el libro encima de una mesa) y, sin embargo, no se me pasa por la cabeza pensar que nos vaya a denunciar. Bah, la verdad es que ya puede Valia ser Mata Hari con delantal, qué importa. Ni buscando cien años encontraría en Moscú una cocinera mejor, sería capaz hasta de darle la combinación de la caja fuerte de la embajada mientras siga preparando esos platos tan deliciosos.

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