Hoy caviar, mañana sardinas (18 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Solucionado el problema de la iglesia, también el del transporte y alojamiento de los invitados, y a falta de poner en pie esta casa, hay otro que me lleva por la calle de la amargura: la comida. ¿Qué vamos a darles a toda esta gente? Ya no se trata de decidir qué se va a poner de primero, segundo y postre, sino de cómo
«conseguir»
la comida en este país. Treinta años después de la Segunda Guerra Mundial las tiendas tienen el mismo aspecto que debían de tener al final del conflicto. No hay prácticamente nada. Apenas unas pocas conservas de pescado de aspecto poco recomendable, embutidos inidentificables, papas, pepinos, manzanas y eso sí, repollo, mucho repollo. Los huevos sólo aparecen algunos días al mes y la carne y el pollo cuando muere un secretario general. Por supuesto, no hay ni rastro del famoso caviar ruso. Desde el amanecer se forman largas colas delante de los gastronom, que es como acá llaman a las tiendas de comestibles, y la gente espera así, bajo la nieve, a ver qué le deparará el destino y qué encontrará ese día en las estanterías... Los rusos, hombres y mujeres, no salen nunca de sus casas sin llevar en la mano una bolsa de la compra, a la que llaman sunka, y, en cuanto ven una cola en una tienda cualquiera, se ponen detrás, da igual de qué se trate: pepinos, enchufes, latas de sardinas, calzoncillos... necesiten esas cosas en ese momento o no. Muchas veces hay siete u ocho colas distintas en un mismo comercio para los diferentes productos. Si los artículos que aparecieron ese día no son del todo inusuales, la gente guarda cola disciplinadamente, pero si, por casualidad o lotería burocrática, surge un buen salami, carne de vaca, una lata de arenques de Alemania Oriental o gourmandises parecidas, aquello puede transformarse en la segunda parte de la batalla de Stalingrado. Por eso, lo normales que hacia las diez de la mañana las estanterías ya estén completamente vacías y los vendedores tengan que quedarse a pie firme y de brazos cruzados hasta la hora del cierre. Capítulo aparte merecen las bebidas alcohólicas, todas racionadas, desde la cerveza hasta el vodka, que es moneda de cambio corriente en un mercado negro muy perseguido, pero muy activo.

En esta tierra de la fraternidad y la igualdad, sin embargo, hay clases, como en todos lados. Para los diplomáticos, para los rusos que trabajan en el exterior y tienen acceso a dólares y para la Nomenklatura, existen tiendas especiales, llamadas bereozkas, donde pueden comprarse artículos que un ciudadano normal casi no recuerda que existen, como chocolate, cremas de belleza, champú, desodorante, siempre y cuando, claro está, se pague en divisas. Todo en estas tiendas es caro, pero la carne es bastante buena y hay bebidas occidentales, con la condición de que no sean de la proscrita compañía Coca-Cola. A pesar de todo, el surtido de productos es muy limitado y para completar nuestras necesidades hemos optado, como el resto de diplomáticos occidentales, por recurrir a las compañías que venden por correspondencia. Por alguna razón que desconozco, las principales están en Dinamarca y mandan unos catálogos tan grandes como guías de teléfonos donde se puede encontrar desde un chicle hasta una moto, pasando por cualquier cosa que se te ocurra. Nosotros hemos hecho un gran pedido para la boda, pero dicen que los envíos a veces se retrasan mucho y no quiero ni pensar que no llegue a tiempo.

Mi idea es preparar un menú muy ruso y para los españoles eso es sinónimo de caviar en enormes cantidades. Es posible comprarlo en las bereozkas, pero, según me comentó la embajadora de Argentina, para grandes cantidades, lo mejor es recurrir a los canales
«extraoficiales»
. A Luis de esto no le voy a contar nada, que se pone muy nervioso.

En cuanto al plato principal, el otro día probamos la carne de oso en un restaurante. Era muy seca y dura, como la suela de un zapato, pero el sabor era interesante. Quizá si lo adobo durante un par de días y lo acompaño de una buena salsa podría resultar un plato rico y muy original. Tendré que hipnotizar a Larissa para hacer unas pruebas y ver cómo queda. Además, me dijeron que es una carne relativamente fácil de conseguir y así no tengo que preocuparme tanto si no llega el pedido del catálogo. Claro que, en caso de que no llegue, no sé qué les daré de aperitivo, de postre y especialmente de beber —imprescindible lubricante social— a casi trescientas personas hambrientas. No creo que pongan muy buena cara si les sirvo una copita de Kvas on the rocks, el refresco nacional hecho a base de pan negro fermentado, cuyo sabor es incluso peor que su aspecto.

Como es lógico, y a pesar de que la mitad de los invitados son compromisos diplomáticos, todo esto hay que hacerlo con la plata de nuestro bolsillo y la verdad es que tampoco andamos demasiado sobrados, con todos los gastos del traslado. En fin, como dice mamá, Dios proveerá, porque el UPDK no tiene aspecto de proveer nada de nada.

En ese momento es la una y media de la mañana y llevo trabajando desde el alba. Pensaba escribir solamente algunas ideas sobre el menú de la boda y al final sólo puedo acordarme de la montonera de complicaciones que tenemos. Qué dolor de cabeza. Creo que me voy a tomar una pastilla y a dormir los problemas, como hacía mi abuela.

¡Y se hizo el milagro! La boda ha sido un éxito rotundo. Cuando parecía que íbamos rumbo a una catástrofe sin nombre, las cosas se arreglaron en el último momento. Tengo que acordarme sin falta de mandar un dinero para que las carmelitas de Montevideo hagan decir una misa por las ánimas del purgatorio, porque si esto salió bien sólo se entiende por la intervención de alguna muy apurada por salir de donde está.

Carmen estaba lindísima con su vestido. Era de raso crudo, con un corsé de piedritas y perlas. La ceremonia fue muy emocionante, en ese ambiente sobrecogedor de las iglesias ortodoxas, con sus iconos impresionantes y con un coro de viejitas de la iglesia que resultaron mucho mejor de lo que yo esperaba. Iván, el chofer, llevó a Luis y a Carmen a la iglesia en el auto de la embajada decorado a la rusa, es decir, con un gran oso de peluche en el radiador como augurio de un primer hijo varón. Un numeroso grupo de curiosos miraba la entrada de la novia sin dar crédito: ¡una boda religiosa en Moscú después de tantos años! Como el templo era bastante chico, casi no cabíamos. El padre Richards hizo una linda misa en francés y cuando llegamos al momento del
«Sí, quiero»
dos testigos pusieron sobre las cabezas de los novios unas maravillosas coronas antiguas de plata a la usanza ortodoxa, intercambiándolas sucesivamente como símbolo de la unión matrimonial. Los españoles estaban encantados con aquel espectáculo que parecía salido de un cuento ruso de la época de los zares. Siguiendo la tradición soviética, después de la ceremonia, los novios fueron a la Plaza Roja a sacarse fotos y ¿qué creen que se le ocurrió a Carmen? Nada menos que, ya que estaba allí, dejarle su ramo de novia a Lenin, que yace en la misma plaza delante de San Basilio, en su mausoleo, momificado y de cuerpo presente. Cuando me lo contó casi me da un ataque. ¡A quién se le ocurre! Por menos de esto se ha creado más de un conflicto diplomático, con lo que son los rusos para sus cosas. Pero no. Por lo visto se trata de una tradición soviética. Con todo este asunto del culto a la personalidad, los rusos han sustituido la devoción por los santos por la de Lenin. Así, igual que en España las novias dejan su ramo a la Virgen de Atocha o a la Macarena, las novias rusas se lo llevan al camarada Vladimir Illich. De hecho, en la Plaza Roja día y noche hay siempre una cola tremenda de todo tipo de personas para visitarlo, igualito que si fuera el Cristo de Medinaceli. Claro que a Carmen, como iba vestida de novia, la dejaron colarse. Y al novio, con su frac, también. O mejor dicho, sobre todo al novio, porque si con Carmen estuvieron muy cariñosos los presentes, con Rafa ya fue apoteósico. Le daban palmaditas en la espalda, uno incluso le pidió un autógrafo y Rafa, cada vez más atónito, pues no entendía ni palabra de lo que le decían. Hasta que entendió dos:
«¿Pianist o violinist?»
, preguntaban. Y por fin se dio cuenta de lo que pasaba. El caso es que acá, desde el triunfo de la Revolución, nadie usa frac, excepto los músicos, y a él lo tomaron por uno. En este país, después de los astronautas, nadie es tan célebre como un artista y estaban todos fascinados. Ni qué decir que Rafa no los sacó de su error:
«Violinist»
, dijo, y la cola entera estalló en aplausos.

Mientras Carmen y Rafa cumplían con sus ritos soviéticos, nosotros nos trasladamos a la residencia para el convite. No pude dejar de maravillarme de cómo estaba la casa de divina a pesar de que la tarde anterior aún estábamos pintando el salón y colgando las cortinas; todo estaba impecable, lleno de flores y velas, y los camareros, vestidos con las típicas camisas rusas bordadas que nos había prestado el Teatro Bolshói del vestuario de su última obra, esperaban a los invitados a la entrada con grandes bandejas llenas de copas de champán. Los diplomáticos destinados en Moscú decían que casi no podían reconocer la residencia, de lo cambiada que estaba.

La mesa del buffet, presidida por una enorme cabeza de oso (que también nos había prestado el Bolshói), estaba espectacular: a la derecha había grandes boles de caviar con sus bandejas de blinis; luego unos inmensos salmones decorados como por un joyero; también enormes fuentes con el famoso oso a la strogonoff, ensaladas de todo tipo y por fin la gran tarta nupcial con la forma de las torres de mi adorada catedral de San Basilio. Curiosamente, lo que más trabajo me dio fue hacer los dichosos blinis, esas tortitas que se sirven con el caviar. No había calculado bien lo pesado que es hacerlas para tanta gente. ¡Hicimos más de seiscientas! Es importante que los blinis no estén grasientos y por eso los rusos sólo ponen un poco de aceite en una rodaja de patata cruda y con ella engrasan la sartén al prepararlos. Por algún motivo desconocido, la primera siempre, siempre, sale mal. Se sirven en plato aparte con nata agria, mantequilla fundida y cebolla cruda rallada.

Es increíble pensar que hace poco más de diez días la embajada casi parecía un edificio bombardeado, las obras avanzaban a paso de gusano y no había comida para los invitados. La situación era completamente desesperada. Mis infinitas llamadas diarias al UPDK no surtían el mínimo efecto y yo estaba a punto de telefonear a Madrid y decirles a los invitados que no se molestaran en moverse de sus casas. Ya no sabía a qué santo encomendarme cuando Luisa, el ama de llaves, me llevó al jardín con alguna excusa. Alejadas de todas las paredes, comenzó a hablar:

—Señora, yo creo que el problema es que los de arriba, ya sabe, las autoridades, no la están escuchando bien.

Me hacía unas señales muy raras con el dedo índice y los ojos señalando para arriba y luego a los costados, hacia las paredes de la casa.

Como está un poco loca, yo estuve a punto de mandarla a freír espárragos.

—Mire, Luisa, déjese de tonterías que tengo mucho que hacer.

—Al final, señora —me interrumpió ella con una mueca de fastidio—, me hace usted decirle las cosas claramente y va a conseguir que me meta en un lío. Como ya sabe usted —susurró entonces mirando a derecha e izquierda como si debajo de los matojos esperara encontrarse a alguien—, la casa está llena de micrófonos —su voz era inaudible a medio milímetro de mi oreja izquierda—, pero en algunas habitaciones ellos escuchan mejor que en otras, por eso de la calidad del sonido. Vaya usted al comedor y mantenga una conversación con el señor embajador sobre el estado de las obras y el perjuicio que tendría para la imagen de la Unión Soviética que la casa no esté lista para la boda. Ya verá cómo cambia todo. Los de arriba siempre escuchan esas cosas.

Dicho y hecho. Al día siguiente de representar Luis y yo la escena de
«este gran país que ha llevado a cabo las más grandes hazañas de la historia bla, bla, parece mentira que no tenga fontaneros, albañiles y pintores que estén dispuestos a hacer algo tan fácil como esta obra. No sé qué van a pensar nuestros visitantes, bla, bla»
, se presentó en la embajada un auténtico ejército de operarios dispuestos a ponerse a trabajar de inmediato, como si se tratara de abrir un nuevo canal en el Volga. Incluso me costó dominar tanto entusiasmo proletario, porque ellos se ponían a demoler cosas por su cuenta y riesgo. Pero por suerte, al cabo de unos días la residencia empezó a parecer un lugar habitable.

Desgraciadamente, los sumos sacerdotes de los micrófonos no estaban conectados con los encargados de la aduana, porque el pedido que habíamos hecho a la empresa de venta por catálogo quedó esperando turno en algún lejano puerto. Gracias a Dios, y como la comunidad diplomática en Moscú estaba en vilo con la suerte que correría este casamiento, algunas embajadas nos prestaron una ayuda inestimable. Los belgas, por ejemplo, un cargamento de vino, y los noruegos nos regalaron esos enormes salmones que tan lindos quedaron sobre la mesa. Los argentinos, tan buenos vecinos, y olvidando por una vez las peleas futbolísticas, una remesa de empanaditas saladas para el cóctel. Todo un detalle difícil de olvidar.

Por suerte lo del caviar clandestino fue relativamente sencillo y la carne de oso llegó de Leningrado casi una semana antes del casamiento. Por cierto, a todos los invitados les encantó mi receta. La carne estaba tierna y jugosa, y tenía un sabor muy distinto a cualquier otra. El mérito estuvo en una vieja receta que me dio Valentina, una de las traductoras rusas de la embajada.

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