Hoy caviar, mañana sardinas (20 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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A saber de dónde había salido ese pepino.

—Es una costumbre del Cáucaso, querida. El que encuentra pepino en la sopa tiene diez años de buena suerte —me inventé con mi mejor cara. Habrase visto, la atrevida ésta. Ya tengo bastantes problemas en la cabeza para preocuparme de un trozo de pepino. Además, no sé por qué me lanza esa indirecta mal intencionada. Yo tampoco le digo a ella nada de ese broche espantoso que lleva.

Comprendo que meter directamente a los chicos en un colegio ruso no es lo más adecuado para una educación comme il faut, pero cuando llegamos a Moscú ya no había lugar ni en el Liceo Francés ni en la Angloamerican School. Me costó muchísimo conseguir que los rusos me dejaran apuntarlos en uno de sus colegios. Yo creo que pensaban que mis pobres hijos iban a dedicarse al espionaje o algo así. Tuve que presentarme tres o cuatro veces en las oficinas del UPDK (ya voy perdiendo la timidez) para que los admitieran. El aspecto exterior del colegio es bastante agradable para lo que suelen ser los estándares soviéticos, con unas grandes columnas en la fachada coronadas por los bustos de unos barbudos prohombres de la ciencia y un pequeño jardincito enfrente. Tiene cinco plantas unidas por dos grandes escaleras por las que bajan y suben hordas de chicos con su uniforme de chaqueta, pantalón gris y pañuelo rojo al cuello. Las niñas, por su parte, visten trajecito con falda tableada marrón, un cuello blanco de piqué y un delantal. Así, más que futuros pilares del paraíso comunista, lo que parecen son mucamas, la verdad. No se preocupen, es un colegio normal, eso les digo yo a los chicos, como en cualquier otro sitio. Bueno, casi normal... En cada rellano de la escalera hay exposiciones didácticas en grandes paneles de madera que parecen muy interesantes. Me acerqué a ver una de ellas. Mostraba la foto de unos niños famélicos en un sitio que parecía un campo de concentración. Debajo había un letrero:
«Eto kapitalism»
(esto es el capitalismo). Al lado otra foto de unos niños alegres y bien alimentados jugando en un jardín precioso:
«Eto komunism»
. De pronto me entró una preocupación terrible de que fueran a lavarles el cerebro a mis niños, pero la cosa no tenía remedio, era ese colegio o ninguno.

Sonreí encantadoramente para que mis invitadas no se dieran cuenta de que estaba en otra cosa.

—¿Querés un poco más? —le pregunté a la embajadora de Perú, que estaba a mi izquierda.

—No, muchas gracias. Estaban deliciosos estos huevos revueltos con croütons.

Como estaba en mi limbo particular no me había dado cuenta de que Larissa había recalentado hasta la combustión los huevos en brioche. Le hice una señal a Yuri, el mayordomo, para que sirviera más vino a las señoras, a ver si se emborrachaban y dejaban de importunarme.

Es un problema terrible que los niños hagan
«novillos»
, como dicen ellos, y no aprendan nada. Seguro que no es la primera vez.

—Jefa, compréndelo, es como si a ti te metieran todo el día en un sitio donde sólo hablan chino —me dijo Gervasio—. Nos morimos de aburrimiento porque todas las clases son en ruso, nuestros compañeros no hablan otra cosa, somos los únicos extranjeros y todavía no entendemos casi nada.

—Además, cuando llegamos a la escuela todavía es de noche —intervino Íñigo—, y en clase hace mucho calor porque ya sabes que aquí ponen la calefacción a tope en todas partes. Con el calorcito y el run run de la clase y del idioma este del demonio nosotros nos quedamos dormidos como troncos.

—Sobre todo tú, rico —dijo Gervasio—. Yo por lo menos me quedo frito sin montar mucho lío, pero Íñigo se repanchiga en la silla y ronca como un oso. Cuando nos despertamos, la profesora nos está señalando, diciendo algo así como kapitalisticheski svinya (que quiere decir
«cerdos capitalistas»
), y los niños se ríen de nosotros. Como comprenderás, para eso no dan ganas de volver al colegio.

—Bimba querida, tengo que recomendarte una carnicería nueva que hay para el cuerpo diplomático que te va a encantar. Si al carnicero le das unos cuantos dólares bajo mano te hace incluso cortes franceses especiales. Tiene un filet mignon que no está nada mal —me comentó educadamente la embajadora ecuatoriana, que llevaba un rato masticando un trozo de lomo a la jardinera como el que masca cuero.

Sonreí encantadoramente de nuevo y volví a hacerle una señal a Yuri para que rellenara hasta arriba la copa a esta señora.

«Tendré que hablar una vez más con Antón Petrovich, el director de la escuela —pensé—, para que no vuelvan a escaparse los niños.»
Es un hombre agradable, o por lo menos sonríe mucho con esa boca llena de dientes de oro, tan típica de los rusos. Es todo pelado, tiene un aire a Jruschov y lleva varias medallas por su heroísmo en la Segunda Guerra Mundial. A propósito, también le voy a decir que dispense a los niños de la clase de preparación para la guerra. Al parecer, un par de días a la semana suena una sirena en el colegio. Los niños recogen a toda velocidad unas máscaras antigás que hay en las aulas, se las ponen y bajan corriendo al patio. Allí tienen que montar un fusil Kaláshnikov y hacer ejercicios de tiro, aunque, por lo menos, no utilizan balas de verdad. Yo comprendo todo esto de la guerra fría y que hay que respetar las costumbres de cada país, pero nunca me gustaron las armas. Esto de que mis chicos se dediquen a ensamblarlas como el que juega con un Lego no me hace ninguna gracia ni me parece que les vaya a servir de mucho en el futuro. O sí. Como vuelva a darles a las embajadoras de nuestros países vecinos una comida tan inmunda como el atentado que ha perpetrado Larissa contra las normas básicas de la cocina, lo más probable es que acabe provocando un conflicto armado panamericano de consecuencias imprevisibles.

Por sus caras en la despedida, sin haber probado prácticamente el postre de merengue, me parece que voy a tardar algún tiempo en recibir nuevas invitaciones.

De todas las aventuras que se contarán a continuación y que tuvieron lugar en Moscú yo sólo tuve noticias indirectas porque una vez casada me instalé en Madrid. Pero Gervasio, que vivía allí junto con mis hermanas Mercedes y Dolores, cuenta que después de aquel primer año de mucho escaqueo y poca clase, Íñigo y él volvieron un año a Madrid y al siguiente regresaron a Moscú para asistir al Colegio Angloamericano. Dolores y Mercedes, mientras tanto, siguieron en la escuela rusa n.° 20, donde hicieron amistades más rápidamente que los chicos porque los mayores hablaban más inglés. Lo malo, según ellas, era que, cuando por fin habían conseguido hacerse una amiga, de pronto desaparecía. No, no es que acabara en Siberia por disidente, sino más bien todo lo contrario. A los alumnos que destacaban en matemáticas, física, música o deportes se los llevaban sin previo aviso a escuelas especializadas para crear los cerebrines que darían gloria a la Unión Soviética. No se volvía a saber de ellos nunca más, y es que en la URSS la posibilidad de elegir libremente carrera o trabajo era prácticamente nula.

Hace un par de años Gervasio regresó a Moscú. No había vuelto por allí desde 1975. Iba a encontrarse con Íñigo y su mujer, que estaban a punto de recoger a un niño ruso que, después de muchos esfuerzos, habían adoptado. Dieron un largo y nostálgico paseo por todos aquellos lugares de su infancia, muy frescos en su memoria a pesar de los muchos años transcurridos. La ciudad les pareció familiar y a la vez desconocida, llena ahora de vallas publicitarias de Nokia o Coca-Cola en vez de las de Lenin o Marx de antaño, con monstruosos atascos de Porsche y BMW en vez de los destartalados Moskvich. Su vieja escuela soviética n.° 20 se había transformado en un exclusivo colegio para niños ricos donde los alumnos, vestidos de Calvin Klein o Tommy Hilfiger, descendían de grandes limusinas de cristales tintados y entraban en el colegio digitando un código en una pantalla táctil. A saber qué pensaría el pobre Antón Petrovich de todo esto si aún estuviera entre nosotros...

REVOLUCIÓN GLACÉE

Siete de noviembre. Curiosamente, hoy es el día en el que se conmemora el aniversario de la Revolución de octubre, porque el calendario ruso se cambió para acoplarlo al occidental. Por lo menos no hicieron como en la revolución francesa y no empezaron con eso de Brumario, Ventoso y Vendimiario que me complicaba tanto cuando estudiaba en París de niña.

Todos los años se organiza un gran desfile militar en la Plaza Roja al que debe asistir el cuerpo diplomático acreditado en Moscú. Da la casualidad de que ha sido el día más frío desde que llegamos, ¡quince grados bajo cero! Cuando entramos a la Plaza Roja nevaba y soplaba un viento helado espantoso, pero, por suerte, íbamos forrados de ropa de los pies hasta la punta de la nariz, con las orejeras de los gorros de piel bien apretadas. Parecíamos la familia Michelin aunque, como había que aguantar a pie firme todo el desfile, que dura más de dos horas, mujer precavida vale por dos. Por otra parte, todos los diplomáticos presentes tenían el mismo aspecto de osos polares. Bueno, todos no. El embajador de Finlandia, que se sentó a nuestro lado con aire de suficiencia, como diciendo:
«Bah, esta gente no aguanta ni siquiera un poquito de fresco»
, nos sorprendió llevando sólo una fina gabardina.

El escenario era impresionante: estábamos sentados en unas gradas a la derecha del mausoleo de Lenin; detrás los muros del Kremlin cubiertos de enormes banderas rojas y enfrente el edificio de los Gum. Aquellos grandes almacenes que antes de la Revolución eran de los mejores del mundo y que ahora sólo venden porquerías lucían un inmenso cartel con el retrato de Lenin, escenas de soldados soviéticos venciendo a sus enemigos y el año 1917 formado con miles de bombillas rojas. Mi adorada catedral de San Basilio estaba medio cubierta con una banderola donde ponía:
«Proletarios del mundo, uníos»
. Al cabo de unos minutos empezaron a aparecer los principales líderes soviéticos en el primer piso del mausoleo entre las aclamaciones de los fieles cuadros comunistas. También iban muy abrigados con enormes gorros de piel, excepto Gromiko que, sorprendentemente, llevaba sólo un sombrero, y eso los hacía parecer aún más momificados de lo habitual. Brezhnev empezó su discurso con tono monótono y soporífero. Los rasgos angulosos y caucásicos, atractivos en cierta forma, que luce en las fotos retocadas que hay en las tiendas, tienen poco que ver con este viejito al que las gruesas cejas casi le tapan los ojos. Como yo crecí viendo en los noticieros del cine a Stalin, que sería un asesino pero no se puede negar que tenía su atractivo con aquellos bigotes impresionantes, esto se parece un poco a una representación de teatro interpretada por el elenco suplente. Sin embargo, ahora Stalin está desterrado en un rincón oscuro de los muros del Kremlin y estas momias son las dueñas de medio mundo.

El discurso seguía mientras yo andaba distraída pensando en mis cosas cuando, de repente, la delegación china (bastante numerosa) se puso en pie como activada por un resorte y, mirando indignada a la tribuna, se retiró en bloque, ante la cara de pasmo de los presentes. Las relaciones chino-soviéticas no están pasando por su mejor momento, por lo visto, y según me explicó Luis, Brezhnev había deslizado una mención a
«las intenciones agresivas de otros países socialistas»
. Aprovechando el barullo también se retiraron dos o tres señoras porque realmente el frío era insoportable y algunas, por coquetería, no se habían abrigado lo suficiente. El embajador de Finlandia, con su gabardina veraniega, las miraba con desprecio, como a seres inferiores, como si las temperaturas de Helsinki fueran las del polo Norte y, las de Moscú, Sevilla en agosto.

Empezó el desfile propiamente dicho con una multitud de gimnastas uniformadas de rojo, que portaban banderas también rojas y retratos de los mismos líderes que estaban en el balcón del mausoleo y que aplaudían frenéticamente. A mí me parecía como si se estuvieran aplaudiendo a sí mismos, la verdad... Yo sólo conocía a los más destacados y Luis me iba indicando quién era quién: el presidente del Soviet Supremo, el jefe del Ejército, el secretario general de los Sindicatos.

Después desfilaron sucesivamente las tropas de los tres ejércitos al paso de la oca y con los Kaláshnikov bien apretados contra el pecho. Cuando cada arma acababa su turno, los escuadrones, o como se llamen, formaban para que sus jefes pasaran revista. Los chicos quedaron un poco decepcionados porque, en vez de hacerlo a pie, lo hacían parados en la parte de atrás de unas limusinas descapotables que avanzaban y retrocedían, ejecutando una ridícula danza entre ellos. La verdad es que tenían una apariencia poco marcial.

Por último, un enorme estruendo llenó la plaza: los tanques comenzaban la parada del armamento pesado mientras que los aviones de combate cortaban las nubes, dejando tras de sí una estela (cómo no) roja. La verdad es que si lo que pretendían con este despliegue era impresionar a los extranjeros, lo estaban consiguiendo plenamente. Nos mostraron todo tipo de cohetes, desde los chicos que iban montados de tres en tres en unos camiones hasta unos inmensos que debían medir cincuenta metros y que tenían todo el aspecto de ser cabezas nucleares, aunque no me atreví a preguntárselo a Luis. Quizás esta preparación para la guerra que les dan a los chicos en el colegio no sea tan inútil, después de todo.

Apabullada como estaba con todo este show, al principio no me di cuenta de que al embajador de Finlandia le debía de estar pasando algo. Empezó poniéndose color berenjena. Le pregunté si se sentía mal, pero me despachó de modo muy poco simpático, así que yo seguí mirando tranquilamente mi desfile. Al cabo de un rato empezó a temblar, sin embargo, esta vez ya no le quise preguntar nada por si acaso. Por último le sobrevinieron unas violentas convulsiones, así que avisé a Luis, que lo sujetó justo cuando iba a caerse redondo. Los servicios sanitarios se lo llevaron con los síntomas de lo que parecía un infarto y Luis se fue a acompañarlo mientras le suministraban los primeros auxilios. Volvió al cabo de algunos minutos, afortunadamente no había sido nada serio, sino un fallo técnico. Resulta que la fina gabardina del finlandés funcionaba como una estufa a pilas. Pero había fallado el mecanismo en aquel momento crucial: el hombre casi muere congelado por no dejar en mal lugar a su patria. Menos mal que ahora está bien, porque hubiese sido una muerte francamente ridícula. No sé de dónde había sacado tan original gabardina vanguardista, pero estoy por apostar que las pilas eran soviéticas...

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