Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Llegué allá sola y un poco intranquila, en parte por mi mal ruso, en parte por no saber con qué me iba a encontrar. La casa de los Rukhin ocupaba tres habitaciones de la planta inferior de una antigua mansión del siglo XVIII, cerca de la Perspectiva Nevsky, la avenida principal de la ciudad. Me abrieron la puerta y me hicieron pasar a una habitación, más amplia de lo que suele ser habitual en las casas rusas. Yo no sabía muy bien a quién dirigirme, pero enseguida vino la viuda a saludarme, una chica joven, rubia y bastante mona aunque, lógicamente, con los ojos hinchados de llorar. Me tomó de las manos.
—Muchas gracias por venir. Aunque no la he conocido antes, sé que usted y su marido eran amigos de verdad de Evgeni. Él me hablaba a menudo de ustedes. Decía que apreciaban su arte de corazón.
Estuvo largo rato diciéndome cosas, supongo que muy cariñosas, aunque mi mal ruso hacía que sólo comprendiese palabras sueltas. Yo le contestaba en francés y, aunque ella no parecía entender demasiado, asentía una y otra vez con la cabeza. Después me condujo a uno de esos divanes que suele haber en las casas rusas donde por las noches duermen los niños y la abuela, e hizo gestos para que me sentara. La destartalada lámpara del techo sólo daba una luz mortecina, pero el resplandor rojizo del atardecer iluminaba aún parte de la habitación. El salón estaba arreglado con muebles antiguos y de las paredes colgaban algunos cuadros de los colegas y amigos del pintor. En medio de la sala había una gran mesa donde estaba dispuesta la comida, principalmente zakuski (aperitivos) en este caso fríos, como pescados y carnes ahumados, pepinillos en vinagre y ensaladas. En torno a ella había bastante gente, incluso un par de popes ortodoxos, pero no vi a ninguno de los artistas que conocíamos de Moscú. Probablemente no los habían dejado viajar. Unos reían, otros lloraban y todos comían y bebían vodka. Por la ventana se divisaba un bonito panorama del río Neva. Como no conocía a nadie, me acerqué para admirar la vista. Una chica se puso a mi lado y empezó a hablarme en francés. Dijo ser amiga de la familia y me contó los detalles de la muerte de Rukhin.
—Como usted sabe Evgeni era bastante
«molesto»
para las autoridades y siempre intentaban presionarlo. Unas veces le rompían las ventanas a pedradas, otras desconocidos insultaban a su familia por la calle y otras llegaba a su casa y se encontraba con que habían entrado y manchado de pintura roja sus cuadros, pero esta vez se les fue la mano —dijo—. La policía provocó un incendio en su estudio, que está aquí, a la vuelta de la esquina, con la intención de amedrentarlo. Pero no contaban con que Evgeni se había quedado a dormir allí después de trabajar toda la noche. Las llamas alcanzaron rápidamente los botes de pintura, el fuego se propagó y el humo lo asfixió en poco tiempo. Lo encontraron tumbado en su colchón, como si aún siguiera dormido.
Aquella mujer se ofreció para acompañarme a ver los restos del incendio, pero no me sentí con fuerzas. Alguien me trajo un vodka para levantarme el ánimo. Estuvimos hablando un rato de la familia y de los dos niños que quedaban huérfanos. La viuda lloraba constantemente abrazada a otra mujer joven.
—¿Es su hermana? —pregunté.
—No. Es la amante que Evgeni tenía en Moscú. A pesar de que su mujer no sabía de su existencia, lleva aquí desde que murió y juntas lloran al hombre que amaron.
Nada más ruso que aquella escena. Por otro lado pensé que nadie como la amante para entender el dolor de la viuda.
Le pregunté a esta amiga de la familia por el significado de esta reunión tantos días después de la muerte.
—El banquete de los cuarenta días es la culminación del luto —me explicó—, es el momento en que finalmente se acepta la desaparición de alguien. Hasta entonces se supone que el alma del difunto aún se encuentra unida a su casa y a sus seres queridos. Son días en los que el ánima debe repasar su vida, sus buenas y malas acciones. Por eso durante este período aún se prepara cada noche la cama del difunto y se le pone un sitio a la mesa. Una vez transcurrido este tiempo ya estará listo para partir e incorporarse a su nueva vida. Esta es la costumbre tradicional rusa que las autoridades soviéticas han intentado erradicar como una superstición religiosa, pero que muchos aún conservamos. Aunque ellos se empeñen, Dios no ha muerto en Rusia. ¿Conoce usted la cámara Kilian? Es una cámara creada por uno de nuestros científicos más destacados que permite fotografiar el aura de las cosas. Se han hecho pruebas muy rigurosas y es justo a los cuarenta días cuando a los cadáveres les desaparece definitivamente el aura. Las autoridades, asustadas por los resultados de este experimento, lo han silenciado, porque creen que puede considerarse una demostración científica de la existencia del alma. Incluso han prohibido más pruebas con la cámara. Me lo ha contado una prima mía que trabaja en ese laboratorio. Verá, nuestras tradiciones no son tan estúpidas como parecen.
Nos quedamos un momento en silencio.
—¿Ve el trozo de pan puesto sobre ese vaso de vodka? —me dijo indicándome un sitio libre en el extremo de la mesa del comedor—. Es para el muerto. Una invitación a compartir esta reunión con nosotros. Al mismo tiempo es una despedida, una aceptación de lo inevitable. Después, el difunto deberá partir y nosotros comer y beber a su salud.
Me sirvió otro vaso de vodka y un poco de kutia, un plato a base de arroz y pasas que suele preparase para los funerales.
—Hoy es un día de tristeza pero también de alegría, porque nos volveremos a ver el día de la resurrección, beba conmigo. Khristos Voskrés —dijo, chocando mi vaso.
Volví a Moscú pensando que los rusos viven la muerte como la vida, intensamente, de una forma excesiva, apurando siempre la botella hasta el fondo. A los pocos días me enteré de que la amante de Rukhin se había suicidado tirándose al metro. Para que luego digan que Dostoievski exagera.
Pronto volveremos a Montevideo y siento que, por muy lejos que nos vayamos, una parte de este salvaje, incivilizado, despótico y caótico país viajará siempre dentro de mí.
(De cómo yo, Carmen, dejé de ser esposa modelo y madre ideal para irme a vivir a Londres con papá y mamá.)
Cuando estaba a punto de cumplir treinta años tuve una de esas crisis existenciales que unos pasan a los cuarenta, otros a los cincuenta y otros, como al abandonar la veintena. El caso es que desde el mismo día en que cumplí los veintinueve me dio por pensar que esa edad era como un saldo, 99,90, y que se acababa algo, aunque no sabía bien qué. Me dio por mirar atrás y preguntarme qué estaba haciendo con mi vida, sentía que no había hecho nada extraordinario y que mi existencia era pura rutina. Vista desde fuera, sin embargo, mi vida parecía idílica. Tenía por aquel entonces una bonita casa en Madrid con una palmera, un magnolio y un níspero. Echándole algo de imaginación, podría decirse que era (casi) una copia bonsái de nuestra casa de Montevideo. Tenía además un matrimonio en apariencia bueno y dos niñas maravillosas de ocho y cinco años. A pesar de todo, yo no era feliz. Digamos que me había casado demasiado joven. Digamos que mi marido y yo maduramos de modos diferentes; que a él le gustaban unas cosas y a mí otras. Digamos que ya no teníamos nada en común. No sé, pero el caso es que la crisis coincidió con la proximidad de mi treinta cumpleaños y con el hecho de que a papá acababan de destinarlo a Londres. Entonces decidí separarme al menos por un tiempo y, para que la ruptura no resultara tan traumática para nosotros ni para nuestras hijas, le propuse a mi ex que yo me fuera a Londres con las niñas para que cursaran ahí el trimestre de septiembre a diciembre.
—A ellas les vendrá fenomenal, seguro, los niños aprenden muy rápido y así podrán perfeccionar el poco inglés que saben —le dije a
Rafa allá por el mes de julio de 1983—. Y a nosotros nos vendrá bien tener un tiempo para pensar si queremos volver o no. Además —añadí—, como está el verano por medio, te puedes llevar a las niñas a Palma todo el mes de agosto y luego yo las recojo en Madrid en septiembre y nos vamos las tres a Londres.
Rafa aceptó la idea y el 5 de septiembre, después de darle a mi madre la noticia de nuestra separación a prueba (y también el consiguiente disgusto) aterrizamos en Heathrow. A las niñas sólo les dije que íbamos a pasar unos meses con los abuelos para que aprendieran bien inglés. Sofía estaba encantada, porque llevaba tres años en el Instituto Británico de Madrid y, según ella, ya se sabía todas las canciones que había que saberse.
—Además, mistress White dice que tengo muy buen acento, ya lo verás. Mira, mami, cómo canto Oh McDonald had a... flan.
Y así, intentando enseñarle la canción a su hermana (que no sabía quién era McDonald e insistía en que a ella no le gustaba nada el flan), pasamos el control de pasaportes. Yo recordé entonces mis tiempos de colegio en Inglaterra y lo bien que lo había pasado en un internado cerca de Oxford con catorce años. Regresaba muchos años después, y con dos niñas, pero tenía la sensación de volver atrás en el tiempo. En cuanto el policía me entregó los pasaportes con un
«Tbank, luv»
me sentí casi como si volviera a tener dieciséis años. La verdad es que siempre me han gustado los ingleses. Son extravagantes, algo ombliguistas y miran a los extranjeros con una mezcla de fascinación y reparo, digna de un entomólogo ante un insecto, es cierto, pero yo los conozco bien. (O al menos eso creía al volver allí.) A mi madre, en cambio, la idea de vivir en Inglaterra le daba lo que los nativos llaman mixed feelings. Por un lado pensaba que Londres era un destino importante para mi padre, una gran ciudad y muy cosmopolita, pero por otro se le rebelaba ese corazón francés del que hace gala tan a menudo. Así contó ella la llegada de toda la familia.
Primavera de 1983.
Aquí estamos, en Londres, el segundo de los dos destinos diplomáticos más deseados por Luis. El primero fue Moscú (Luis hablaba ruso mucho antes de que nos enviaran allí, y aunque me jura por todos sus antepasados que no es verdad, yo estoy segura de que fue él quien pidió aquel destino que a mí, en principio, no me atraía nada). Ahora estamos a punto de llegar a su segunda embajada ideal de toda la carrera. Visto lo visto, no puedo menos que pensar que sus espíritus protectores hacen lobby con mucho más éxito que los míos allá en el otro mundo. Lo digo porque, como le expliqué el otro día a Carmen, cuando me contó lo de su separación, ningún matrimonio es perfecto y el de sus padres no es una excepción. En nuestro caso, por ejemplo, los comienzos fueron bastante difíciles, sobre todo por conflictos familiares: los Posadas y los Mané son un poco como los Montesco y los Capuleto, en otras palabras y dicho en lunfardo, se mastican pero no se tragan. Y todo debido a un desencuentro del abuelo de Luis con el mío allá por los tiempos del cancán, cuando uno estaba de embajador en París y
«olvidó»
invitar al otro a una kermesse con motivo de no sé cuál de las Grandes Ferias Internacionales. Increíble pero cierto: desde ese lejano día de mil ochocientos no sé cuántos, la rivalidad se ha traducido en que varios miembros de las familias ni se dirigen la palabra. Las diferencias se notaban también en cosas tan absurdas como que unos son (o eran) completamente afrancesados y casi pronunciaban la R como G (esos somos nosotros, los Mané), mientras ellos, los Posadas, eran anglófilos, tan furibundos que se dedicaban hasta hace muy poco a tomar el té de las cinco subidos a un ombú. Tonterías decimonónicas de sociedades pequeñas y esnobs, pero era así. Hoy todo eso está olvidado, por suerte, pero de vez en cuando me sale mi cote Capuleto y me indigno con los Montesco. Porque, vamos a ver, ¿por qué nunca le tocará a esta familia ir a un país francófono para que todos se admiren de mi buen acento? En cambio, y como digo, aquí estamos, en Londres, y yo llevo toda una semana aprendiéndome de memoria Pygmalion, de Bernard Shaw, porque, según Luis, es la lectura perfecta para practicar mi herrumbradísimo inglés. Así, según él, al mismo tiempo que Eliza (es decir, My Fair Lady para los que hayan visto la película) aprende a hablar como una señorita de clase media alta, yo aprendo inglés coloquial. Bueno, de acuerdo, muy bien, pero por muy excéntricos y raros que sean los ingleses, ¿en qué ocasión, me pregunto, voy a poder usar frases tan absurdas como
«The rain in Spain stays mainly in the plain»
y menos aún esta otra, no se la pierdan:
«In Hereford, Hareford or Harecham, Hurricaines Hardly ever Happen»
!
En fin. No quiero remover más el puñal en mi herida, pero no puedo por menos que hacer notar que llegamos a Londres en uno de esos días que parecen sacados de una película de Hitchcock, o que anuncian un nuevo crimen de Jack el Destripador: lluvia helada, niebla persistente, ambiente general gris. Según Luis, ya no existe la llamada pea soup fog o lo que es lo mismo, niebla espesa como sopa de guisantes (reconozco que me encanta esta expresión: los ingleses no tienen buena gastronomía pero adoran compararlo todo con la comida). Sin embargo, parece que no tiene razón. El verano está en puertas, es 3 de junio, y aquí estamos en nuestra casa nueva, Luis y yo, Dolores, también Carmen y sus dos hijas, aislados del mundo exterior por una niebla densa y congelados como sorbetes. Como había empezado a decir, Carmen acaba de separarse de su marido y ha decidido dejar Madrid y venirse a vivir de nuevo con nosotros, al menos durante el próximo curso escolar de las niñas. Por suerte Sofía y Jimena todavía son chicas para vivir una situación así, y espero que se adapten bien a un nuevo idioma y a una nueva vida. Cuando me dieron la noticia de la separación, me llevé un disgusto, claro, no obstante, han pasado unos días y ahora pienso que ella es tan joven —apenas ha cumplido treinta años— que no le costará mucho volver a empezar en una ciudad como ésta, tan llena de posibilidades de todo tipo. Pero bueno, no es el porvenir de Carmen lo que me preocupa en este preciso momento, la verdad, sino el lamentable estado en el que hemos encontrado la embajada. Una pena, realmente, porque es una de las casas más lindas en las que nos ha tocado vivir. Tiene tres pisos de más de doscientos metros cada uno, es de ladrillo rojo y estuco blanco al estilo William Mary diría yo, y tiene un maravilloso jardín con un bungalow al fondo. El interior ya es otra cosa. Desconchones en las paredes, muebles con tapicerías inservibles, los pisos arañados... Creo que no voy a tener más remedio que poner en funcionamiento a ese escuadrón de reconstrucción, retapizado y pintura al que yo llamo Posadas Family Builders Inc. y que me ha hecho famosa allá en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Montevideo. Ellos saben que con cuatro pesos, mucha imaginación y poniendo a limpiar y pintar y encerar desde el primero hasta el último miembro de la familia (de ahí lo de Posadas Inc.), soy capaz de convertir una ruina en una embajada de ensueño. Sin embargo, yo empiezo a estar un poco cansada de hacer tantos milagritos por el bien de la patria, la verdad. En fin, lo más urgente ahora es instalarse más o menos y esperar la visita del Foreign Office.