Read Hoy caviar, mañana sardinas Online

Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (27 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
6.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

BLINIS

Ingredientes

5 cucharadas colmadas de harina

2 1/2 vasos de leche

2 huevos

1 cucharada de azúcar

1/3 cucharadita de sal

2 - 3 cucharadas de aceite

PREPARACIÓN

Batir los huevos junto con el azúcar y la sal, verter la leche, incorporar la harina tamizada, remover bien. Añadir el aceite, remover de nuevo y freír las hojuelas en una sartén con el aceite caliente.

Se sirven con mantequilla, crema de leche, mermelada o chocolate junto con el té o el café.

Cuando volví a Moscú con Íñigo —en busca del tiempo perdido y a recoger el niño que él y su mujer iban a adoptar— lo que más nos chocó fue la superabundancia que había de todo. Al ver ahora productos de todas partes del mundo, resulta difícil creer el estado de desabastecimiento en el que vivíamos entonces, cuando las tiendas de alimentos estaban siempre prácticamente vacías. La panadería que había al lado de nuestra casa era el lugar más patético que uno pueda imaginar. Se formaban larguísimas colas desde las siete de la mañana para arramblar con lo que apareciera ese día. A las nueve de la mañana —cuando nosotros pasábamos camino de clase— ya no quedaba ni un colín, ni una miga. Todavía recuerdo como insólito el día que conseguimos encontrar un paquete de galletas a la vuelta del colegio. Hoy esta panadería sigue existiendo, pero se ha transformado en la más selecta y sofisticada boutique del pan que uno pueda imaginar, con más de cincuenta productos distintos y unas señoritas finísimas vestidas a lo zen atendiendo a los clientes.

Por otro lado, la afición de nuestra madre a coleccionar iconos a la postre resultó crucial para la familia. Cuando a nuestro padre le tocó volver a Uruguay a hacer
«pasillos»
en el Ministerio de Asuntos Exteriores (como deben hacer los diplomáticos después de un tiempo en el extranjero), la situación económica de la familia era realmente mala. Mamá siempre decía que en una embajada es fácil acabar gastando más de lo que se gana para hacer frente a los gastos de representación y esto, unido a la mala situación económica del país y al hecho de que parte de la familia vivía en España y parte en Uruguay, la obligó a agudizar el ingenio y a introducirse en el negocio de las subastas de iconos rusos. Afortunadamente, entonces había muy pocos fuera de la Unión Soviética y en Madrid y en Londres llegaron a alcanzar cotizaciones muy considerables.

MÁRTIR POR LA AMISTAD DE LOS PUEBLOS

Anoche estuvimos cenando en la Embajada de China. Era una invitación extraoficial porque Uruguay no reconoce a la República Popular. Se trataba de un acercamiento por su parte para tantear el interés de nuestro gobierno en el establecimiento de relaciones diplomáticas, aunque no me parece a mí que los milicos que ahora mandan en Montevideo puedan tener mucho afán por hacer migas con Mao. La invitación estuvo rodeada de cierto halo de misterio, ya que los chinos no querían que los rusos se enteraran de nuestra visita, aunque resulta un poco difícil imaginar que esta aproximación a un pequeño país como el nuestro pueda alterar el equilibrio geoestratégico mundial.

Todo empezó cuando un funcionario chino al que no conocíamos de nada abordó a Luis en una recepción de la embajada de Suiza y comenzó a hacerle insinuaciones extrañas. En otro cóctel nos abordó otro chino que dijo ser el embajador.

—Este caballero —le dije a Luis— no puede ser el embajador de China. Esto es una trampa. Lo conozco muy bien y es un impostor. Quizá me esté tarando este ambiente de película de espías en el que vivimos, pero el embajador chino es otro señor encantador, que habla un español perfecto y con quien he charlado muchas veces en distintas reuniones.

Después de describírselo, Luis me tuvo que aclarar que, a pesar de los rasgos completamente orientales, aquel hombre al que yo me refería era... el embajador de Bolivia.

Para que luego digan que los americanos no venimos de Asia. Después de un intercambio de frases corteses en francés, el chino auténtico se nos acercó con un aire entre confidencial y pícaro y dijo:

—El bosque es grande y está lleno de peligros. Los animales pequeños siempre pueden necesitar un amigo poderoso para protegerse del tigre y del oso. Y el animal poderoso necesita amigos pequeños que le rasquen la espalda.

Nos sonrió, hizo una reverencia y se fue. Por supuesto que de aquella parábola nosotros no entendimos ni mu. Se ve que la diplomacia china es demasiado sutil. Finalmente, un día se presentó un chofer de la embajada china para entregar en mano una invitación que realmente no esperábamos. Lo que nos extrañó fue que, a pesar de la confidencialidad que nos habían pedido, se empeñaran en invitar también a todos los funcionarios de nuestra delegación.

La embajada china es un enorme edificio situado en las colinas de Lenin, en las afueras de la ciudad. Está construida en un estilo similar al gótico estalinista de los grandes rascacielos de la época y rodeada por un alto muro que delimita el gigantesco recinto. El complejo debe de tener unas quince o veinte hectáreas (según dice Luis, porque yo nunca he tenido nada de agrimensora). Después de traspasar el portón de entrada comprendí para qué necesitaban tanto espacio. Los chinos tenían allí una auténtica ciudad en miniatura, incluida una granja con vacas pastando en el jardín, cerdos, gallinas, distintos campos de cultivo, invernaderos, etcétera, todo lo que necesitan para abastecerse y no tener que comprar nada a los soviéticos y evitar así el peligro de ser envenenados. Sabíamos que los americanos traían de Finlandia el agua que sale por los grifos de la embajada, pero nunca pensamos que se pudiera llegar a estos extremos. En el fondo siento envidia y me gustaría tener un poco más de jardín en la residencia para plantar, qué sé yo, unos tomates y prevenir el escorbuto por la falta de frutas y verduras a la que nos tiene sometidos este país.

Esperándonos en la puerta había unos quince chinos, entre los que finalmente distinguimos al embajador. Estaban un poco perplejos de que yo estuviera allí, porque no había ninguna otra señora. Se ve que habíamos interpretado erróneamente su invitación.

Primero sirvieron un copetín. Curiosamente todo el mundo se mostraba mucho más amable con el resto de los otros funcionarios de la embajada que con nosotros. Yo pensé que era porque ellos, por distintos motivos, habían venido sin sus mujeres y los chinos estaban ofendidos con mi presencia, lo cual contribuyó a que me sintiera como un trapo. Luego nos pasaron al gran comedor de gala. Menos mal que entre los chinos y nosotros éramos bastantes, porque si no nos habríamos perdido en aquella inmensidad. De haber esperado una decoración típica china habríamos sufrido un chasco, pero nuestra ingenuidad hace tiempo que fue barrida por el realismo socialista: una monstruosa lámpara de cristal alumbraba unas grandes pinturas de Mao conduciendo a su pueblo hacia la victoria del proletariado enarbolando banderas rojas.

Después de mi experiencia con aquellos ravioli de serpiente de Hong Kong, yo estaba aterrorizada ante una nueva tentativa con la comida china. Me debatía entre la cada vez más atractiva posibilidad de salir corriendo de aquel sitio o la de morir por la patria con la servilleta puesta. Un estúpido sentido del deber hizo que me quedara allí sentada. Primero sirvieron unos aperitivos y una sopa de bambú con setas de aspecto inofensivo que me tragué casi sin mirar. A continuación pasamos a los platos principales. Entonces el amable señor que tenía al lado, que creo era el agregado cultural, explicó en un español bastante correcto:

—Pala la Lepública Populal China es un inmenso honol lecibil a los leplesentantes de un país lejano pelo helmano como el suyo. Pala celeblal este flatelnal encuentro, quelemos obsequíalos con los manjales más exquisitos de la milenalia cocina de nuestlo país.

¡Es increíble, lo de que los chinos hablan con la ele no es una leyenda urbana! El caso es que con este anuncio me puse a temblar como hoja de bambú en huracán. También decían en Hong Kong que la serpiente era una delicatessen para elegidos. Intenté relajarme, pero no me lo pusieron fácil. A continuación trajeron un plato bastante rico que parecía calamares a la romana. Resultó ser medusa. Resistí inmutable. Después vino algo semejante a una mezcla de pescado y marisco, una especie de rape alangostado. Cuando estaba masticando alegremente me dijeron que era... ¡serpiente, otra vez! Si, como dicen en España, Dios castiga sin palo ni piedra, yo debo de haber sido malísima en algún momento que no recuerdo; he ahí la penitencia por mis pecados. Mientras intentaba tragar sin más preámbulo el único pedazo de serpiente que probé (del tamaño de la uña de un jilguero), no dejaba de pensar que aquellos bichos inmundos del mercado de Hong Kong estaban abriéndose de nuevo paso hacia mi cabeza para hacerla estallar como un melón podrido. Creo que los muchos años de consorte diplomática evitaron que me cayera allí mismo, redonda, en el piso. Yo miraba a Luis con cara de odio, pero él charlaba amigablemente, como si nada, con uno de los chinitos que estaban sentados a su lado. Si hubiese tenido un revólver a mano le habría pegado un tiro allí mismo.

A continuación trajeron unos recipientes con unas cosas ovaladas de color rojo. Esta vez tuvieron la delicadeza de explicarnos previamente que aquello era la cumbre de la gastronomía ancestral china: huevos de mil años. Al parecer entierran esos huevos en una mezcla de cal, arcilla, hierbas y no sé qué otras cosas más durante meses e incluso años. Estos eran particularmente añejos (y podridos, se podría añadir).

En el acto aduje un terrible problema de hígado (a pesar de que me había tomado un par de copas antes de pasar a cenar para olvidarme de que era la única mujer y que decenas de ojos rasgados me miraban con desprecio). Luis, mientras tanto, degustaba sin parpadear aquellos restos del Pleistoceno cuyo interior era verde que te quiero verde. Yo por mi parte, no pude dejar de reparar en que los chinos se dirigían constantemente al tercer secretario de la embajada, que primero ponía cara de extrañeza y después de desesperación. Le estuvieron hablando largo rato de lo importante que podía ser para los dos países tener relaciones diplomáticas, lo beneficioso de los futuros intercambios comerciales y de la necesidad de un convenio de pesca. A mi marido, que como embajador estaba allí supuestamente para discutir de esos asuntos, sólo le animaban a tomarse otro huevo podrido y a hablar de pájaros y flores.

Después vinieron los brindis de rigor, todos bastante poéticos, porque parece que a los chinos les gusta mucho todo esto de las alegorías con la naturaleza. De nuevo daba la impresión de que se dirigían al tercer secretario que, muy incómodo, no dejaba de mirar a Luis, como disculpándose.

Luis estaba cada vez más sorprendido porque, cuando intentaba llevar la conversación al tema de las relaciones entre los dos países, nadie parecía hacerle caso. Esta situación absurda continuó hasta el punto en que, acabada la cena, nos despidieron muy amablemente sin haber podido hablar de nada importante. Sólo les interesaba el tercer secretario. Resumiendo, nos fuimos a casa con el estómago repleto de animales repugnantes y con un enfado considerable.

Esta mañana me ha llamado Luis para decirme que le había contado a nuestro amigo el embajador de Argentina la cena de ayer y que, muerto de risa, le ha explicado que los chinos están acostumbrados a que sus propios embajadores sean meros peleles representativos. Todo el poder lo tienen funcionarios subalternos y, por tanto, creen que en otros países es igual. Los embajadores sólo se ocupan de dar la mano y leer los discursos que preparan los otros; mientras que el miembro más importante de la misión suele ostentar el cargo de tercer secretario.

Bueno, que negocien con quien quieran, pero si para mantener relaciones cordiales hay que tragarse muchos huevos podridos de mil años, casi prefiero que el camarada Mao nos declare ya la guerra bacteriológica. Con todas esas gourmandises lo tiene facilísimo.

NIXON Y LA BONZA

Miro mi vestido y no puedo creerlo. ¡Yo estuve metida en esta masa informe que apesta a chamusquina! Un vestido lindísimo y ha quedado en la miseria... Y lo peor es el papelón que hice ¡en pleno Kremlin! Encima, el imbécil de Luis no ha parado de reírse desde entonces. No sé si voy a ser capaz de volver a hablarle en la vida. Él me dice que tiene mérito que nuestro pequeño país haya podido ser el centro de atención en una reunión de las dos superpotencias mundiales. A costa de convertir a su embajadora en una pira humana, claro, en la recepción al presidente de Estados Unidos. Me va a dar algo. Más vale que me tranquilice un poco y lo escriba todo para que no se me olvide y lo pueda incluir en el grueso libro llamado Cosas que no le perdonaré a mi marido aunque viva cien años. ¡Qué ira!, como diría mi abuela:
«¡Dios mío, consérvame esta ira!»
.

Pero empecemos por el principio de los principios. Todo comenzó con la visita de Richard Nixon. Es el primer presidente norteamericano con quien coincidimos desde que estamos de embajadores, aunque no se sabe si va a ser presidente por mucho más tiempo porque parece que con este tema del Watergate tiene los días contados. Esperemos que sí, que se retire pronto a su casa de California, pues como me lo vuelva a encontrar y me reconozca me muero de la vergüenza. Lo que se rumorea es que, como está muy debilitado políticamente, ha venido a Moscú a intentar arrancar algún tratado de desarme que mejore su popularidad. Me parece como pretender agarrarse a un clavo ardiendo (qué mala comparación viniendo de mí en este momento...), porque no me imagino a los rusos haciendo esta clase de favores a nadie.

A pesar de todo, Brezhnev fue a recibirle al aeropuerto, cosa que no había hecho en su anterior visita de 1972, justo antes de que llegáramos nosotros. Quizá tanta deferencia se deba a que Nixon siempre le regala un gran coche americano en señal de amistad. En el 72 fue un Cadillac; cuando se vieron en Estados Unidos, un Lincoln y ahora, en 1974, un Chevrolet deportivo. Al parecer, Brezhnev tiene una inmensa colección de coches occidentales. Hemos visto algún Rolls Royce o algún Ferrari de su colección circulando por Moscú. Es sorprendente que los rusos de a pie no se indignen, porque conseguir un auto, por muy barato y malo que sea, es para ellos un sueño casi imposible. Si sos miembro del Partido, tardas unos ocho años y si no lo sos... más vale que tengas muchos amigos influyentes.

El caso es que del aeropuerto se llevaron a los Nixon hacia los aposentos que les habían preparado en el Kremlin, como a todos los jefes de Estado del grupo que podríamos llamar A, que reciben tratamiento full service de los soviéticos. Dormís en los apartamentos de Pedro el Grande y luego te organizan una brutal recepción en el palacio. A los del grupo B, un poco menos importantes pero significativos para la política exterior de la URSS, los alojan en un palacio en las colinas de Lenin, aunque también les dan una recepción en el Kremlin. A los pobres santos del grupo C también los alojan en las colinas de Lenin, pero la recepción se organiza en el Club Diplomático, un palacio neogótico cercano a casa que es muy lindo pero que no puede compararse con el palacio de los zares. Como miembros de este grupo de
«desheredados»
hemos estado allí con el sha de Persia y Farah Diba, la reina Margarita de Dinamarca, el presidente Echevarría de México o el gran duque de Luxemburgo. Por lo menos esta gente no me recordará como una tea andante. Luis, en cambio, opina que ésos no guardarán el más mínimo recuerdo de mí mientras los de la recepción de ayer me van a recordar siempre. ¡Qué ganas de aplastarle la cabeza con este cenicero de piedra brasilera!

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
6.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hoaley Ill-Manored by Declan Sands
Lost Everything by Brian Francis Slattery
The Rent-A-Groom by Jennifer Blake
Trapped in Ice by Eric Walters
Time Enough for Drums by Ann Rinaldi
Hollywood by Charles Bukowski
Ward of the Vampire by Kallysten
Ripples by DL Fowler
Infinityglass by McEntire, Myra