Authors: Dan Simmons
Extiendo las manos hacia el bebé. Mis dedos de uñas sucias están apenas a centímetros de su carne sonrosada. Las aparto.
No puedo hacerlo.
No puedo hacerlo.
Aturdido por mi propia impotencia incluso ante la condena (todo el mundo está condenado, pues incluso los griegos serán castigados por su victoria), salgo tambaleándome de la habitación, sin molestarme siquiera en ponerme el Casco de Hades.
Acerco la mano al medallón TC, pero me detengo. ¿Adonde voy? Lo que Aquiles esté haciendo ahora no importa en realidad. No puede conquistar el Olimpo por su cuenta, ni siquiera con el ejército aqueo, si los troyanos siguen todavía en guerra con ellos. De hecho, mi pequeña charada con el ejecutor de hombres puede que haya sido para nada: cabe la posibilidad de que Héctor y sus hordas derroten a los aqueos esta misma mañana mientras Aquiles sigue tirándose de los pelos y gritando de pena por el aparente asesinato de Patroclo. Ahora mismo a Aquiles le importan un comino los troyanos. Y cuando Héctor y el misterioso hombre que Tetis le prometió a Aquiles (para guiarlo hasta Héctor, le dijo, para mostrarle cómo llegar al Olimpo) no acudan a él, ¿sabrá que mi actuación fue sólo una actuación? Probablemente. Entonces la verdadera Atenea visitará a Aquiles para ver qué pasa y afirmará su inocencia ante el ejecutor de hombres de los pies ligeros, y quizá (sólo quizá) la
Ilíada
volverá a ser como era.
No importa.
Todo el plan idiota se ha acabado. Igual que Thomas Hockenberry, catedrático. Se terminó.
¿Pero adonde ir hasta que la violenta musa o la reanimada Afrodita me encuentren por fin? ¿Voy a visitar a Nightenhelser y al fastidiado Patroclo? ¿Voy a ver cuánto tardan los dioses en seguir mi pista cuántica una vez comprendan lo que he hecho... lo que intentaba hacer?
No. Eso sería condenar a Nightenhelser. Que se quede en la Indiana del 1200 antes de Cristo y procree con hermosas doncellas indias, quizá para fundar una universidad y enseñar cultura clásica (aunque la mayoría de los relatos clásicos no se han escrito todavía), y buena suerte para él con Patroclo, a quien no tengo ningunas ganas de volver a disparar con el táser para arrastrarlo de vuelta a la tienda de Aquiles. «¡Inocente! —podría hacer que le dijera mi Atenea morfeada en tres minutos—. Aquí tienes de vuelta a tu amigo, Aquiles. ¿Sin rencor?»
No, los dejaré en paz en Indiana.
¿Adonde voy? ¿Al Olimpo? La idea de la musa buscándome allí, de Zeus y sus ojos de radar mirándome, de Afrodita despertando... bueno, al Olimpo no. No esta noche.
Sólo se me ocurre un lugar y lo visualizo y toco el medallón TC y lo retuerzo y voy allí antes de que pueda cambiar de opinión.
Soy visible y Helena me ve de inmediato a la suave luz de las velas. Levanta un brazo de los cojines y dice:
—¿Hock-en-beee-rry?
Me quedo de pie y no digo nada. No sé por qué estoy aquí, en su dormitorio. Si llama a los guardias, o incluso sí se me acerca con esa daga, estoy demasiado cansado para luchar, demasiado cansado siquiera para huir con el TC. Ni siquiera se me ocurre pensar por qué su dormitorio está iluminado con velas a las cuatro y media de la madrugada.
Ella se me acerca, pero no con la daga. Me había olvidado de lo hermosa que es Helena de Troya: su figura suave y esbelta con el peplo transparente hace que la pechugona aya de Escamandrio parezca gorda y rechoncha en comparación.
—¿Hock-en-beee-rry? —dice en voz baja, con esa dulce pronunciación de mi nombres, tan difícil de decir en griego antiguo. Casi me echo a llorar cuando advierto que es el único ser humano en la Tierra, a excepción de Nightenhelser (que puede estar muerto a estas alturas), que conoce mi nombre—-. ¿Estás herido, Hock-en-beee-rry?
—¿Herido? -—consigo decir—. No. No estoy herido.
Helena me conduce al cuarto de baño adyacente a su dormitorio. Es aquí donde la vi por primera vez aquella noche. Hay velas encendidas aquí también, hay agua en un cuenco, y veo mi reflejo: los ojos rojos, la barba sin afeitar, exhausto. Advierto que llevo sin dormir... ¿cuánto tiempo? No puedo recordarlo.
—Siéntate —dice Helena, y me desplomo en el borde de una bañera de mármol—. ¿Por qué has venido, Hock-en-beee-rry?
Atropellándome con las palabras, digo:
—Intenté encontrar el fulcro.
Y sigo explicando mi inútil charada con Aquiles, el secuestro de Patroclo, mi plan para volver a los héroes de la guerra contra los dioses para salvar... a todos, a todo.
—¿Pero no mataste a Patroclo? —dice Helena, sus oscuros ojos intensos.
—No. Sólo lo llevé... a otro lugar.
—Usando el método de viajar de los dioses.
—Sí.
—¿Pero no pudiste llevarte a Astianacte, el hijo de Héctor, de esa forma?
Niego con la cabeza, aturdido.
Veo pensar a Helena, sus hermosos ojos oscuros perdidos en su concentración. ¿Cómo puede creer mis explicaciones? ¿Quién demonios cree que soy? ¿Por qué me ha ofrecido su amistad antes («ofrecer su amistad» es un eufemismo para esa larga noche de pasión) y que hará conmigo ahora?
Como en respuesta a esa última pregunta, Helena se levanta con expresión sombría y sale del cuarto de baño. La oigo llamar a alguien en el pasillo y sé que los guardias volverán con ella dentro de menos de un minuto, así que dirijo mi mano al pesado medallón TC.
No se me ocurre ningún sitio al que ir.
Me queda carga en mi bastón táser, pero no lo empuño mientras Helena regresa acompañada. No son guardias: son criadas. Esclavas.
Un minuto después me están desnudando, amontonando mis sucios ropajes junto a la pared mientras otras jóvenes traen altos jarrones de humeante agua caliente para el baño. Dejo que me quiten el brazalete morfeador, pero me quedo con el medallón TC. No debería mojarlo, pero no lo quiero fuera de mi alcance.
—Vas a bañarte, Hock-en-beee-rry —dice Helena de Troya. Alza una corta y brillante cuchilla—. Y luego yo voy a afeitarte. Toma, bebe esto. Restaurará tu energía y tu espíritu.
Me tienden una copa con un denso líquido.
—¿Qué es?
—La bebida favorita de Néstor —ríe Helena—. O lo era cuando el viejo loco solía visitar a mi marido, Menelao. Revigoriza.
La huelo, sabiendo que estoy siendo quisquilloso.
—¿Qué es?
—Vino, queso gratinado y cebada —dice Helena, acercando la copa a mis labios, empujándome las manos hacia arriba. Sus dedos se ven muy blancos contra mi piel sucia y oscurecida por el sol—-. Pero también he añadido miel para endulzarla.
—Igual que Circe —digo, riendo estúpidamente.
—¿Quién, Hock-en-beee-rry?
Sacudo la cabeza.
—No importa. Sale en la
Odisea
. No importa. Irreli... irrele… irrelevante e inmaterial.
Bebo. El líquido tiene la fuerza de una coz de mula de Missouri. Me pregunto tontamente si hay mulas en Missouri hacia el 1200 antes de Cristo.
Las jóvenes criadas me han desnudado, poniéndome en pie para quitarme la túnica y la ropa interior. Ni siquiera se me ocurre sentirme cohibido. Estoy demasiado cansado y la bebida ha producido en mi cerebro un curioso zumbido.
—Báñate, Hock-en-beee-rry —dice, y me ofrece su brazo para sujetarme mientras me sumerjo en el profundo y humeante baño— Te afeitaré en el baño.
El agua está tan caliente que doy un respingo como un chiquillo. Me agacho despacio, vacilando ante la idea de permitir que el agua humeante alcance mi escroto. Pero lo hago (estoy demasiado cansado para combatir la gravedad) y cuando me apoyo en el mármol inclinado de la bañera y las criadas de Helena cubren de jabón mis mejillas y cuello, ni siquiera me preocupa que Helena sostenga la cuchilla tan cerca de mis ojos y mi yugular. Confío en ella.
Sintiendo que la bebida de Néstor me ha vuelto a dar energías, decido que si Helena me ofrece su cama le pediré que la comparta conmigo en esta última hora que falta hasta el amanecer. Cierro los ojos durante un instante. Sólo unos segundos.
Cuando me despierto es media mañana, como poco, y la luz entra con fuerza por las pequeñas ventanas situadas en lo alto de la pared. Voy limpio y afeitado, incluso perfumado. También estoy tendido en el frío suelo de piedra de una habitación vacía, no en el alto tálamo de Helena. Y estoy desnudo: completamente desnudo, sin ni siquiera el medallón TC a la vista. Mientras la consciencia de la realidad fluye a mi cerebro como agua reacia a un cubo con un agujero, advierto que estoy atado por múltiples correas de cuero a unas anillas de hierro que hay en el suelo y la pared. Las correas corren de mis muñecas (unidas por encima de mi cabeza) a la pared. Las correas de mis tobillos, que separan mis piernas, se extienden unos cuantos centímetros hasta otras dos anillas de hierro en el suelo.
La postura y situación serían embarazosas y levemente alarmantes si estuviera solo, pero no lo estoy. Hay cinco mujeres a mi alrededor, contemplándome. Ninguna parece divertida. Tiro de las correas y por instinto trato de cubrirme los genitales, pero las correas son cortas y mis manos ni siquiera pueden bajar más allá de mis hombros. Ni las correas de mis tobillos me permiten cerrar las piernas. Ahora veo que todas las mujeres sostienen dagas, aunque algunas de las hojas son lo suficientemente largas para que se las pueda considerar espadas.
Conozco a las mujeres. Además de Helena, en el centro, están Hécuba, la reina del rey Príamo y la madre de París, canosa pero atractiva. Junto a Hécuba está Laódice, hija de la reina y esposa del guerrero Helicaón. A la izquierda de Helena está Teano, hija de Ciseo, esposa del jinete troyano Antenor, y sobre todo (posiblemente lo más relevante para mi situación actual) la principal sacerdotisa de Atenea de Ilión. Me imagino que a Teano no le hará ninguna gracia oír que este simple mortal ha tomado la forma y usado la voz de la diosa a la que ha servido toda la vida. Contemplo la sombría expresión de Teano y deduzco que ya sabe la noticia.
Finalmente está Andrómaca, la esposa de Héctor, la mujer cuyo hijo yo iba a secuestrar y llevarme al exilio en Indiana. Su expresión es la más severa de todas. Da golpecitos en su palma con una larga daga de hoja afilada y parece impaciente.
Helena se sienta en un diván cerca de mí.
—Hock-en-beee-rry, tienes que contarnos a todas la historia que me contaste a mí. Quién eres. Por qué has estado observando la guerra. Cómo son los dioses y qué intentaste hacer durante la noche.
—¿Me liberaras primero? —Siento la lengua pastosa. Me ha drogado.
—No. Habla ahora. Di sólo la verdad. Teano ha recibido de Atenea el don de distinguir la verdad de la mentira, incluso de alguien cuyo acento es tan bárbaro como el tuyo. Habla ahora. No dejes nada por decir.
Vacilo. Tal vez mi mejor posibilidad sería mantener la boca cerrada.
Teano se arrodilla junto a mí. Es una joven hermosa con ojos gris claro, como su diosa. La hoja de su daga es corta, ancha, de doble filo y está muy fría. Sé que está fría porque acaba de colocar la hoja bajo mis testículos, alzándolos como si fuera a ofrecerlos con un cuchillo de sacrificios. La punta de la daga arranca sangre de mi sensible perineo y todo mi cuerpo intenta contraerse y alejarse, aunque consigo no gritar.
—Cuéntalo todo, no mientas en nada —susurra la alta sacerdotisa de Atenea—. A la primera mentira, te haré comer tu pelota izquierda. A la segunda, te comerás la derecha. A la tercera, les daré de comer a mis sabuesos lo que quede.
Así que, claro, lo cuento todo. Quién soy. Cómo me han revivido los dioses para mi trabajo escólico. Mis impresiones sobre el Olimpo. Mi revuelta contra mi musa, mi ataque a Afrodita y Ares, mi plan para volver a Aquiles y Héctor contra los dioses... todo. La punta de la daga nunca se mueve y el metal nunca se calienta.
—¿Tomaste la forma de la diosa Atenea? —susurra Teano—. ¿Tienes ese poder?
—Las herramientas que llevo lo hacen —dijo—, O lo hacían.
Cierro los ojos y rechino los dientes, esperando el corte, el tajo, la salpicadura.
Helena interviene.
—Cuéntale a Hécuba, Laódice, Teano y Andrómaca tu visión del futuro cercano. Nuestros destinos.
—No es un vidente a quien los dioses hayan dado ese don —dice Hécuba—. Ni siquiera es civilizado. Escuchad cómo habla. Bar bar bar.
—Admite que viene de muy lejos —dice Helena—. No puede evitar ser un bárbaro. Pero escucha lo que ve en nuestro futuro, noble hija de Dimas. Cuéntanos, Hock-en-beee-rry.
Me lamo los labios. Los ojos de Teano son transparentes, grises como el mar del Norte, los de una auténtica creyente, los ojos de un hombre de las Waffen SS. Los ojos de Hécuba son oscuros y menos inteligentes que los de Helena. La mirada de Laódice es sombría; la de Andrómaca es brillante y feroz y peligrosamente intensa.
—-¿Qué queréis saber? —digo. Todo lo que diga será sobre las vidas de estas personas y sus maridos y la ciudad y sus hijos.
—Todo lo que sea cierto. Todo lo que creas que sabes —dice Helena.
Vacilo sólo un segundo entonces, intentando no prestar atención a la hoja feminista de Teano contra mis regiones inferiores.
—No es una visión del futuro, sino más bien mi recuerdo de una historia que se cuenta en vuestro futuro, que es mi pasado.
Sabiendo que lo que acabo de decir no tiene ningún sentido para ellas, y preguntándose si se debe a mi acento bárbaro (¿acento?, creo que no hablo este griego con acento) les hablo de los días y meses por venir.
Les cuento que Ilión caerá, que la sangre correrá por las calles, y que todos sus hogares serán pasto de las llamas. Le digo a Hécuba que su esposo, Príamo, será asesinado al pie de la estatua de Zeus en su templo privado. Le digo a Andrómaca que su marido, Héctor, morirá a manos de Aquiles cuando nadie de la ciudad tenga valor para salir a luchar junto a su amor, y que el cadáver de Héctor será arrastrado alrededor de la ciudad por el carro de Aquiles y que luego será llevado al campamento aqueo para que los soldados le meen encima y lo mordisqueen los perros griegos. Luego le cuento que dentro de sólo unas semanas, su hijo, Escamandrio, será arrojado desde el punto más alto de la muralla de la ciudad, y que sus sesos se desparramarán sobre las piedras de abajo. Le digo a Andrómaca que su dolor no terminará entonces, porque será condenada a vivir y la llevarán como esclava a las islas griegas, y como terminará sus días sirviendo comidas a los hombres que mataron a Héctor e incendiaron su ciudad y mataron a su hijo. Que acabará sus días escuchando sus chistes y sentada en silencio mientras los viejos héroes aqueos cuentan historias sobre aquellos gloriosos días de violaciones y saqueos.