Ilión (64 page)

Read Ilión Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
5.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y?

—Pues que la esencia de la teleportación cuántica era que no se podían enviar objetos grandes: nada mucho mayor que un fotón, y ni siquiera eso, en realidad. Sólo el
estado cuántico
completo de ese fotón.

—¿Cuál es la diferencia entre el estado cuántico completo de algo o alguien y esa cosa o persona? —preguntó Mahnmut.

—Nada —dijo Orphu—. Eso es lo divertido. Teleporta cuánticamente un fotón o un caballo percherón, y obtienes un duplicado perfecto en otra parte. Un duplicado tan perfecto que, a todos los propósitos, es el mismo fotón.

—O el percherón —dijo Mahnmut. Siempre le había gustado mirar las imágenes de caballos. Por lo que los moravecs sabían, los caballos de verdad llevaban milenios extintos en la Tierra.

—Pero aunque teleportes un fotón de un lado a otro —continuó Orphu—, según las reglas de la física cuántica la partícula teleportada no puede llevar ninguna información consigo. Ni siquiera información sobre su propio estado cuántico.

—Entonces es un poco inútil, ¿no? —dijo Mahnmut. Fobos acababa de terminar su veloz cruce por el cielo nocturno marciano y se había puesto tras la lejana curva del mundo. Deimos se movía a un ritmo más pausado.

—Eso es lo que pensaron los humanos del siglo XX o XXI —dijo Orphu—. Pero luego los posthumanos empezaron a jugar con la teleportación cuántica. Primero en la Tierra y posteriormente en sus ciudades orbitales o en lo que quiera que sean esos objetos que hay cerca de la órbita de la Tierra.

-—¿Y tuvieron más éxito? —preguntó Mahnmut—. Sabemos que algo salió mal hace unos mil cuatrocientos años, justo cuando la Tierra mostraba toda esa actividad cuántica.

—Algo salió mal —coincidió Orphu—. Pero no fue un fallo de la teleportación cuántica. Los posthumanos (o sus máquinas pensantes) desarrollaron una línea de transporte cuántico basada en las partículas enlazadas.

—Acción fantasmal a distancia —dijo Mahnmut. Nunca le habían interesado mucho la física nuclear ni la astrofísica ni la física de partículas (demonios, ningún tipo de física), pero siempre le había gustado la frase con que Einstein se burlaba de la mecánica cuántica. Einstein tenía una lengua afilada cuando se trataba de atacar a colegas o teorías que no le gustaban.

—Sí —dijo Orphu. Al ioniano obviamente no le gustaba ser interrumpido—. Bueno, la acción fantasmal a distancia funciona a nivel cuántico, y los posthumanos empezaron a enviar objetos más y más grandes a través de portales cuánticos.

—¿Caballos percherones? —dijo Mahnmut. No le gustaba tampoco que le dieran sermones.

—No hay registros de eso, pero los caballos de la Tierra parecen haber ido a alguna parte, así que, ¿por qué no? Mira, Mahnmut, lo digo muy en serio: he estado pensando en esto desde que dejamos el espacio de Júpiter. ¿Puedes ahorrarte el sarcasmo?

Mahnmut parpadeó metafóricamente. Orphu ya no parecía loco, sino terriblemente cuerdo... y dolido.

—Muy bien —dijo Mahnmut—. Te pido disculpas. Continúa.

—Sabemos que los posthumanos aceleraron sus investigaciones cuánticas (sus jueguecitos, en realidad) más o menos en la época en que los moravecs las abandonamos, hace unos mil cuatrocientos años terrestres. Estaban abriendo agujeros en el espacio-tiempo a diestra y siniestra.

—Discúlpame —dijo Mahnmut, interrumpiendo tan suavemente como pudo—. Creía que sólo los agujeros negros o los agujeros de gusano o las singularidades podían hacer eso.

—Y los túneles cuánticos que quedaron activos —dijo Orphu.

—Pero yo pensaba que la teleportación cuántica era instantánea —dijo Mahnmut. Ahora intentaba comprender con todas sus fuerzas—. Que
tenía
necesariamente que ser instantánea.

—Lo es. Con parejas enlazadas, sean partículas o estructuras complejas, cambiar el estado cuántico de un miembro de la pareja gemela cuántica cambia instantáneamente el estado cuántico de su compañero.

—Entonces, ¿cómo puede haber túneles activos si... el paso por el túnel... es instantáneo?

—Fíate de mí —dijo Orphu—. Cuando teleportas algo grande, digamos que una loncha de queso, la cantidad de datos cuánticos aleatorios que se transmite es suficiente para volver loco el espacio-tiempo.

—-¿Cuántos datos cuánticos habría en, digamos, una rebanada de queso de tres gramos?

—Diez elevado a veinticuatro bits —dijo Orphu sin vacilación.

—¿Y cuántos en un ser humano?

—Sin contar la memoria de la persona, sino sólo sus átomos —dijo Orphu—, diez elevado a veintiocho kilobytes de datos.

—Bueno, son cuatro ceros más que una rebanada de queso —dijo Mahnmut.

—¡Madre del amor hermoso! —gimió Orphu—. Estamos hablando de
órdenes de magnitud
. Lo que significa...

—Sé lo que significa —dijo Mahnmut—. Estaba haciéndome el tonto otra vez. Continúa.

—Así que hace unos mil cuatrocientos años, en la Tierra, los posthumanos (tuvieron que ser los posthumanos, pues nuestras sondas en esa época confirmaban que quedaban sólo un millar o así de humanos antiguos, como animales de especies casi extintas conservados en un zoo), los posthumanos empezaron a cuantoteleportar a personas y máquinas y otros objetos.

—¿Adonde? —dijo Mahnmut—. Quiero decir: ¿adonde los enviaron? ¿A Marte? ¿A otros sistemas solares?

—No, hace falta un receptor además de un transmisor para la teleportación cuántica —dijo el ioniano—. Los enviaban de algún lugar de la Tierra a otro lugar de la Tierra o de sus ciudades orbitales, pero se llevaron una gran sorpresa cuando los objetos se materializaron.

—¿Tiene eso algo que ver con una mosca? —preguntó Mahnmut. Su vicio secreto eran las películas antiguas, desde el siglo XX a finales de la Edad Perdida.

—¿Una mosca? —dijo Orphu—. No. ¿Por qué?

—No importa. ¿Cuál fue la gran sorpresa que se llevaron cuando teleportaron esas cosas?

—Primero, que la teleportación cuántica funcionaba —dijo Orphu—. Pero, lo más importante, que cuando la persona o el animal o la cosa pasaban, llevaban información consigo. Información sobre su propio estado cuántico. Información sobre todo lo que debería tener información. Incluida la memoria en los seres humanos.

—¿No has dicho que según las leyes de la mecánica cuántica eso es imposible?

—Lo es —dijo Orphu.

—¿Otra vez magia? —preguntó Mahnmut, alarmado por la dirección que tomaba Orphu—. ¿Estamos hablando de Próspero y los dioses griegos?

—Sí, pero no a tu manera sarcástica —dijo Orphu de Io—. Nuestros científicos de esa época pensaron que los posthumanos estaban intercambiando pares enlazados con objetos idénticos... o personas... de otro universo.

—Otro universo —repitió Mahnmut, aturdido—. ¿Universos paralelos?

—No del todo —dijo Orphu—. No se trata de la antigua idea de un número infinito o casi infinito de universos paralelos. Sólo de universos muy limitados, un número finito de universos de cambio de fase cuántica que coexisten con el nuestro o cerca del nuestro.

Mahnmut no entendía una palabra de lo que estaba diciendo su amigo, pero no dijo nada.

—-No sólo universos cuánticos coexistentes —continuó el moravec del espacio profundo—, sino universos
creados
.

—¿Creados? —repitió Mahnmut—. ¿Por Dios?

—No —dijo Orphu—. Por obra de genios,
por
genios.

—No comprendo.

Deimos se había puesto. Los volcanes marcianos eran visibles ahora a la luz de las estrellas, las masas de nubes arrastrándose por sus largas faldas como amebas gris pálido. Mahnmut comprobó su cronómetro interno. Faltaba una hora para el amanecer marciano. Tenía frío.

—Sabes lo que los investigadores humanos descubrieron cuando estaban estudiando la mente humana, hace milenios —dijo Orphu—. Mucho antes de que los posthumanos fueran siquiera un factor. Nuestras propias mentes moravec están construidas de la misma forma, aunque nosotros usamos materia cerebral artificial además de orgánica.

Mahnmut trató de recordar.

—Los científicos humanos usaban ordenadores cuánticos allá en el siglo XXI —dijo—. Para analizar las cascadas bioquímicas de las sinapsis humanas. Descubrieron que la mente humana (no el cerebro, sino la
mente
) no era como un ordenador, no era como una máquina de memoria química, sino que era exactamente igual que...

—Una onda estable de estado cuántico —dijo Orphu—. La consciencia humana existe principalmente como onda estable cuántica, igual que el resto del universo.

—¿Y tú estás diciendo que la consciencia misma creó esos otros universos? —Mahnmut seguía su lógica, si podía definirse como tal, pero se sentía abrumado por las absurdas implicaciones.

—No sólo la consciencia —dijo Orphu—. Tipos excepcionales de consciencia que son como singularidades desnudas en tanto pueden doblar el espacio-tiempo, influir en la organización del espacio-tiempo y las ondas de probabilidad colapsadas en alternativas discretas. Estoy hablando de Shakespeare ahora. De Proust.
Homero
.

—Pero eso es tan... tan... tan... Es... —tartamudeó Mahnmut.

—¿Solipsista?

—Estúpido —dijo Mahnmut.

Siguieron flotando en silencio varios minutos. Mahnmut supuso que había herido los sentimientos de su amigo, pero eso ahora no tenía importancia. Al cabo de un rato, dijo por tensorrayo:

—¿Entonces esperas encontrar los fantasmas de los dioses griegos reales cuando lleguemos al Monte Olympus?

—Fantasmas no —respondió Orphu—. Ya has visto las lecturas cuánticas. Quienesquiera que sean esos tipos del Olympus, han abierto agujeros cuánticos por todo este mundo, todos centrados en o cerca del Monte Olympus. Van
a alguna parte
. Vienen
de algún otro lugar
. La realidad cuántica de esta zona es tan inestable que puede que implote y se lleve consigo un pedazo de nuestro sistema solar.

—¿Crees que para eso se construyó el Aparato? —preguntó Mahnmut—. ¿Para hacer implotar los campos cuánticos de aquí antes de que alcancen la masa crítica?

—No lo sé. Tal vez.

—¿Y crees que eso es lo que se cargó la Tierra y envió a los posthumanos a sus ciudades orbitales hace mil cuatrocientos de sus años? ¿Algún tipo de fallo cuántico?

—No —dijo Orphu—. Creo que lo que sucedió en la Tierra, fuera lo que fuese, fue el resultado de un
éxito
de teleportación cuántica, no de un fracaso.

—-¿Qué quieres decir? —Por un instante, Mahnmut no estuvo seguro de querer oír la respuesta.

—Creo que abrieron túneles cuánticos hacia una o más de esas realidades alternativas —dijo Orphu—. Y dejaron que algo entrara por ellas.

Continuaron flotando en silencio hasta el amanecer.

El sol tocó primero la parte superior del globo, tiñendo el tejido naranja de una luz irreal y haciendo que cada cable brillara. Luego alcanzó los tres volcanes de Tharsis, hizo destellar el hielo, bajó dorado por las vertientes de los tres volcanes como magma lento. Luego bañó las nubes de rosa y oro e iluminó el mar interior del Valle Marineris hasta el horizonte oriental como una grieta de nitrato de plata en el mundo. El Monte Olympus captó la luz del sol un minuto más tarde y Mahnmut contempló cómo el gran pico parecía alzarse por encima del horizonte occidental como un galeón que avanzara con velas doradas y rojas.

Entonces el sol hizo brillar algo más cercano y más alto.

—¡Orphu! —transmitió Mahnmut—. Tenemos compañía.

—¿Uno de los carros?

—Todavía está demasiado lejos para asegurarlo. Incluso con la ampliación visual, se pierde con el resplandor del amanecer.

—- ¿Hay algo que podamos hacer si son los tipos de los carros? ¿Has encontrado algún arma sin decírmelo?

—Todo lo que tenemos para lanzarles son palabrotas —dijo Mahnmut, todavía contemplando la mota brillante. Se movía muy rápido y pronto la tendrían encima—. A menos que quieras que dispare el Aparato.

—Podría ser un poco pronto para eso.

—Parece extraño que Koros III viniera a esta misión sin armas.

—No sabemos qué habría traído consigo de la cápsula de mando —dijo Orphu—. Pero eso me recuerda algo en lo que he estado pensando.

—¿Qué?

—¿Recuerdas que estuvimos hablando sobre la misión secreta de Koros al cinturón de asteroides, hace unos cuantos años?

—Sí. —El sol seguía iluminando el aparato volador que se acercaba, pero ahora Mahnmut ya veía que se trataba de un carro, con sus caballos holográficos a pleno galope.

—-¿Y si no era una misión de espionaje?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que los rocavecs tienen una cosa que los tipos de las Cinco Lunas nunca nos molestamos en cultivar.

—¿Agresividad? —dijo Mahnmut—. ¿Belicosidad?

—Exactamente. ¿Y si Koros III no fue enviado como espía; sino como…?

—Discúlpame —interrumpió Mahnmut—. Pero nuestro invitado esta aquí. Un humanoide grande en un carro.

Explosiones sónicas restallaron alrededor de Mahnmut, sacudiendo el tejido del enorme globo. El carro continuó frenando. Trazó un círculo alrededor del globo, a una distancia de cien metros.

—¿El mismo hombre que nos recibió en órbita? —preguntó Orphu. Parecía muy tranquilo. Mahnmut miró al indefenso caparazón atado a la cubierta, sin ni siquiera un ojo con el que ver lo que estaba pasando.

—No —respondió—. Aquel dios griego tenía barba gris. Éste es más joven, y lampiño. Alto, mide unos tres metros. —Mahnmut levantó una mano con la palma hacia fuera, el antiguo signo de saludo, para que viera que no llevaba armas—. Creo que…

El carro se acercó más. El conductor cerró el puño de la mano derecha y descargó un puñetazo de derecha a izquierda.

El globo explotó sobre ellos. El helio escapó y el tejido ardió. Mahnmut se agarró a la barandilla de madera de la barquilla para no caer mientras la retorcida masa de tela ardiente, los cables de buckycarbono y la propia barquilla caían en picado hacia la Llanura de Tharsis, situada trece kilómetros más abajo. El pequeño moravec estaba en g-negativa, los pies por encima de la cabeza, unido a la barquilla sólo por su feroz tenaza sobre la barandilla mientras la plataforma empezaba a volcarse en caída libre.

El carro con sus fantasmales caballos atravesó volando la tela en llamas del globo. El hombre (dios) extendió la mano y agarró un negro buckycable con un enorme puño. Increíblemente, en vez de quedarse sin brazo, la barquilla se detuvo con una sacudida mientras el hombre sujetaba varias toneladas con una sola mano. Soltó las riendas de los caballos con la otra.

Other books

Cuba and the Night by Pico Iyer
Devious Revenge by Erin Trejo
Destiny Calling by Maureen L. Bonatch
The House by the Sea by May Sarton
The Perfect Suspect by Margaret Coel
Capitol Magic by Klasky, Mindy
Heart of the Raven by Susan Crosby
Island of Demons by Nigel Barley
The Sweetness of Forgetting by Kristin Harmel