Authors: Dan Simmons
Le describo a Laódice y Teano la violación de Casandra, y la violación de miles de mujeres y niñas troyanas y cómo miles más elegirán la espada en vez de la deshonra. Le cuento a Teano como Odiseo y Diomedes robarán la sagrada piedra de Paladión del templo secreto de Atenea y luego regresarán victoriosos para profanar y destruir el templo mismo. Le cuento a la sacerdotisa que sujeta su cuchillo bajo mis pelotas que Atenea no hace nada, nada, para detener esta violación, este saqueo y esta profanación.
Y le repito a Helena los detalles de la muerte de Paris y su propia esclavitud a manos de su antiguo esposo, Menelao.
Y entonces, cuando les he contado todo lo que sé de la Ilíada y explico de nuevo cómo no sé que todo esto vaya a pasar, pero les digo cuánto del poema ha pasado ya durante mis nueve años de servicio aquí, me detengo. Podría hablarles de los vagabundeos de Odiseo, del asesinato de Agamenón tras su vuelta a casa, e incluso de la
Eneida
de Virgilio con el triunfo final de Troya en la fundación de Roma, pero eso no les interesaría.
Cuando termino mi letanía de condenación, guardo silencio. Ninguna de las cinco mujeres está llorando. Ninguna de las cinco muestra ninguna expresión que no estuviera ya en su rostro cuando empecé a describir sus destinos.
Agotado, vacío, cierro los ojos y espero mi propio destino yo también.
Me permiten vestirme, aunque Helena hace que sus sirvientas me traigan ropa interior y un peplo nuevo. Helena toma cada herramienta (el medallón TC, el bastón táser, el Casco de Hades y el brazalete morfeador) y pregunta si es parte de «mi poder prestado de los dioses». Me pasa por la cabeza mentir (quiero recuperar sobre todo el Casco de Hades), pero al final digo la verdad respecto a cada artículo.
—¿Funcionará si una de nosotras intenta usarlo? —pregunta Helena.
Aquí vacilo, porque la verdad es que no lo sé. ¿Hicieron los dioses que el bastón y el brazalete morfeador dependieran de una huella dactilar para impedir que el arma caiga en manos griegas y troyanas si nosotros caíamos en el campo de batalla? Muy posiblemente. Ninguno de los escólicos lo ha preguntado jamás. El aparato morfeador y el medallón TC, al menos, requerirán cierto entrenamiento, y así se lo digo a las mujeres. El Casco de Hades casi con toda seguridad funcionará para cualquiera, ya que es un artefacto robado. Helena se queda con todas las herramientas, dejándome sólo con la armadura de impacto que está tejida en mi capa y el peto de cuero. Guarda los inapreciables regalos de los dioses en una pequeña bolsa bordada, las otras mujeres asienten y salimos.
Dejamos la casa de Helena (las cinco mujeres y yo) y caminamos por las calles de la ciudad hasta el Templo de Atenea.
—¿Qué va a pasar? —pregunto mientras recorremos las calles y callejones abarrotados, cinco mujeres de rostro sombrío con túnicas negras no muy distintas a los
burkas
musulmanes del siglo XX y un hombre confundido. No dejo de mirar hacia los tejados, esperando que la musa aparezca en su carro de un momento a otro.
—Silencio —susurra Helena—. Hablaremos cuando Teano proyecte seguridad a nuestro alrededor para que ni siquiera los dioses puedan oírnos.
Antes de entrar en el templo, Teano saca una túnica negra e insiste en que me la ponga. Ahora parecemos mujeres encapuchadas que entran en el templo por una puerta trasera y recorren pasillos vacíos, aunque una de las seis mujeres lleva sandalias de combate.
Nunca he estado en el templo, y lo que veo de la nave principal a través de las puertas abiertas no me decepciona. El espacio es enorme, oscuro, iluminado por candelabros que cuelgan y velas votivas. Huele igual y se me antoja igual que una iglesia católica: el olor a incienso en un espacio cavernoso donde incluso los ecos son silenciosos. Pero en vez de un altar católico y estatuas de la Virgen María y el Niño, este espacio está dominado por una enorme estatua central de Atenea de diez metros de altura, al menos, tallada en piedra blanca pero pintada de manera algo chillona, con labios rojos, mejillas rubicundas, piel rosa. Y sostiene un elaborado escudo de oro auténtico, lleva un peto de cobre pulido trenzado de oro, un cíngulo de lapislázuli y una lanza de doce metros de auténtico bronce. Es impresionante y me detengo ante la puerta abierta, mirando el santuario. Allí, justo ante las sagradas sandalias de Atenea, atrapará y violará Ayax el Grande a Casandra, la hija de Príamo.
Helena vuelve, me agarra por el brazo y me empuja bruscamente por el pasillo. Me pregunto si soy el primer hombre que ve el santuario interior del templo de Atenea en Ilión. ¿No están la estatua Paladión y el templo mismo guardados por jóvenes vírgenes? Alzo la cabeza y veo a la sacerdotisa Teano mirándome, y me apresuro en alcanzarlas. Teano no es virgen: es la feroz esposa de Antenor y un elemento que hay que tener en cuenta.
Sigo a las mujeres por una escalera en sombras hasta un amplio sótano, iluminado sólo por unas pocas velas. Aquí Teano mira alrededor, aparta un tapiz, saca una llave de extraña forma de un bolsillo de su peplo, la desliza en lo que parece una sólida pared y una plancha gira, dando paso a una escalera más empinada iluminada por antorchas. Teano nos hace entrar rápidamente.
Un pasillo conduce a cuatro habitaciones en este sótano bajo el sótano, y me llevan hasta la última, un lugar pequeño para el templo, de poco menos de seis metros por seis, amueblado sólo con una mesa de madera en el centro y cuatro trípodes que apenas brillan, uno en cada esquina. Hay una sola estatua de Atenea, más burda y más pequeña que todas las esculturas de arriba. Esta Atenea mide menos de metro veinte de altura.
—Éste es el auténtico Paladión, Hock-en-beee-rry —susurra Helena, refiriéndose a la sagrada escultura tallada a partir de una piedra que cayó del cielo un día, símbolo de la bendición de Atenea a la ciudad de Ilión. Cuando el Paladión sea robado, así cuenta la antigua historia, Troya caerá.
Teano y Hécuba miran a Helena en silencio. Mi antigua amante (bueno, mi antiguo rollete de una noche) vacía el contenido de la bolsa en la mesa y todos nos sentamos en taburetes de madera, contemplando el Casco de Hades, el brazalete morfeador, el bastón táser y el medallón TC. Sólo el medallón parece tener algún valor. El resto del material probablemente sería rechazado en un baratillo.
Hécuba se dirige a Helena.
—Dile a este... hombre... que tenemos que ver si su historia puede ser cierta. Si estos juguetes suyos tienen algún poder. —La madre de Héctor y París alza el brazalete morfeador.
Sé que ella no puede activarlo, pero de todas formas digo:
—Sólo le quedan minutos de poder. No juegues con eso.
La mujer me dirige una mirada terrible. Laódice recoge el bastón táser y lo hace girar en sus pálidas manos.
—¿Ésta es el arma que utilizaste para aturdir a Patroclo? —pregunta. Es la primera vez que ha hablado en mi presencia.
—Sí.
Le digo cuáles son los tres puntos que tengo que pulsar y retorcer para activar la vara. Estoy seguro de que el aparato está diseñado solo para funcionar cuando yo lo empuño. Sin duda los dioses no serian tan tontos como para permitir que el arma pueda ser usada por otros si yo la pierdo, aunque el doble botón y el movimiento en giro sean una especie de mecanismo de seguridad. Empiezo a explicarles a Laódice y las demás que sólo yo puedo usar las herramientas de los dioses.
Laódice me apunta al pecho con el táser y pulsa de nuevo el mango de la vara.
Una vez, cuando estaba de excursión con Susan por Brown County, Indiana, cruzábamos un prado en una altiplanicie cuando un rayo cayó a diez metros de mí, derribándome, cegándome y dejándome semiinconsciente varios minutos. Solíamos bromear al respecto (sobre las probabilidades en contra de una cosa así), pero el recuerdo de la descarga me dejaba siempre la boca seca.
Esta andanada es peor.
Parece que alguien me ha golpeado en el pecho con un atizador caliente. Salgo volando de mi taburete, aterrizo aturdido sobre el suelo de piedra y recuerdo haberme contraído con espasmos como un epiléptico, los brazos y piernas sacudiéndose salvajemente, antes de perder el conocimiento.
Cuando me recupero, dolorido, los oídos zumbando, la cabeza estallándome, las cuatro mujeres me ignoran. Están mirando a la nada en un rincón.
¿Cuatro mujeres?
Creía que eran cinco. Me siento en el suelo y sacudo la cabeza, tratando de aclarar mi visión.
Falta Andrómaca
. Tal vez haya ido a buscar ayuda, a traer un curandero. Tal vez las mujeres pensaron que me había muerto.
De repente Andrómaca se hace visible en el espacio vacío hacia donde miran las otras. La esposa de Héctor retira de sus hombros la capucha del Casco de Hades y la muestra.
—El Casco de la Muerte funciona, tal como cuentan las viejas historias —dice Andrómaca—. ¿Por qué se lo darían los dioses a alguien como él? —asiente en mi dirección y deja caer el casco-capucha metálico sobre la mesa.
Teano recoge el medallón TC.
—No podemos hacer que esto funcione —dice—. Enséñanos.
Tras un momento de desconcierto advierto que la sacerdotisa me está hablando a mí.
—¿Por qué debería hacerlo? —digo, poniéndome en pie y apoyándome en la mesa—. ¿Por qué debería ayudaros?
Helena rodea la mesa y apoya la mano en mi antebrazo. Yo me aparto.
—Hock-en-beee-rry —ronronea—. ¿No sabes que los dioses te han enviado a nosotras?
—¿De qué estás hablando? —Contemplo la habitación.
—No, los dioses no pueden oírnos aquí dentro —dice Helena—. Las paredes de esta habitación están recubiertas de plomo. Los dioses no pueden ver ni oír a través del plomo sólido. Eso se sabe hace siglos.
Miro en derredor, los ojos entornados. Qué demonios. ¿Por qué no? La visión de rayos-X de Superman tampoco funcionaba con el plomo. Pero, ¿por qué hay una habitación a prueba de dioses en el templo de Atenea?
Andrómaca se acerca un paso.
—Amigo de Helena, Hock-en-beee-rry, nosotras, las mujeres de Troya y Helena, llevamos años planeando acabar con esta guerra. Pero los hombres (Aquiles, los argivos, nuestros propios padres y maridos troyanos) tienen poder sobre nosotras. Ellos sólo responden ante los dioses. Ahora los dioses han oído nuestras más secretas plegarias y te han enviado como nuestro instrumento. Con tu ayuda y nuestra planificación, cambiaremos el curso de los acontecimientos, salvando no sólo a nuestra ciudad, nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos, sino también el destino de la humanidad, liberándonos del dominio de deidades crueles y arbitrarias.
Niego otra vez con la cabeza y me echo a reír con ganas.
—Hay un pequeño fallo en tu lógica, señora. ¿Por qué iban los dioses a enviarme como instrumento vuestro si vuestro objetivo es derrocar a los dioses? Eso no tiene sentido, mujer.
Las cinco mujeres troyanas me miran durante un momento. Entonces Helena dice:
—Hay más dioses que sueños en tu filosofía, Hock-en-beee-rry.
Me la quedo mirando durante un segundo, y luego decido que tiene que ser una coincidencia. Eso, o no he oído bien. Me duele todavía el pecho y los músculos por los espasmos del táser.
—Dadme las herramientas —digo, por probar.
Las mujeres me acercan el Casco de Hades, el bastón táser, el brazalete morfeador y el medallón TC. Alzo el bastón como para mantenerlas a raya.
—¿Cuál es vuestro plan? —pregunto.
—Mi marido nunca me habría creído si le hubiera dicho que la diosa Afrodita se había aparecido y se había llevado a Escamandrio y su aya para pedir rescate —dice Andrómaca—. Héctor ha servido a estos dioses toda su vida. No es un egomaníaco como el ejecutor de hombres Aquiles. Héctor habría pensado que todo lo que hubieran hecho los dioses era sólo para probarlo. A menos que Afrodita u otro dios matara a nuestro hijo delante de testigos, delante del propio Héctor. En ese caso, su cólera no conocería límites. ¿Por qué no mataste a mi hijo?
No tengo palabras para responder a eso. Así que Andrómaca responde por mí.
—Eres un tonto sentimental —replica ella—. Dices que Escamandrio morirá arrojado contra las piedras si no cambias los planes de los dioses.
—Sí.
—Y sin embargo te negaste a matar a un niño que ya está condenado a morir, aunque todo tu plan para terminar con esta guerra y ganar tu propia batalla con los dioses dependan de ello. Eres débil, Hock-en-beee-rry.
—Sí.
Hécuba me llama, pero yo sigo en pie, el bastón táser en la mano.
—¿Cuál es vuestro plan para acabar con esta guerra? —pregunto. Casi tengo miedo de preguntarlo. ¿Mataría Andrómaca a su propio hijo para salirse con la suya? La miro a los ojos y siento aún más temor.
—Te contaremos nuestro plan —dice la vieja reina Hécuba—, pero primero tienes que demostrarnos que esos dos últimos juguetes divinos funcionan.
Indica el brazalete morfeador y el medallón.
Sin dejar de observarlas, me pongo el brazalete. Según el indicador quedan menos de tres minutos de tiempo morfeador. Uso la función de escaneo para mirar a Hécuba, luego disparo la función morfeadora.
La auténtica Hécuba desaparece mientras yo ocupo su espacio de onda de probabilidad cuántica.
—¿Me creéis ahora? —digo con la voz de Hécuba. Alzo la muñeca (la muñeca de Hécuba) y les muestro el brazalete. Saco el bastón táser de debajo de su túnica. Las cuatro mujeres restantes, incluida Helena, se quedan boquiabiertas y retroceden un paso, tan sorprendidas como si hubiera atravesado a la vieja matrona con mi espada corta. Más sorprendidas, probablemente: la muerte por la espada es demasiado bien conocida por todas.
Salgo del morfeado y Hécuba cobra existencia en su lado de la habitación. Parpadea, aunque sé que no tiene sensación de que haya pasado tiempo ninguno, y las cinco mujeres se reúnen. Compruebo el indicador virtual del brazalete. Quedan dos minutos veintiocho segundos de tiempo morfeador.
Me cuelgo al cuello el medallón TC. Al menos este aparato no parece tener límite de energía.
—¿Queréis que me TCee fuera de aquí y luego vuelva para mostraros como funciona? —pregunto.
Hécuba ha recuperado la compostura.
—No —dice—. Todos nuestros planes, los tuyos y los nuestros, dependerán de tu habilidad para viajar al Olimpo sin ser detectado y regresar. ¿Puedes llevarnos allí a alguna de nosotras?
Vuelvo a vacilar.
—Puedo —digo por fin—, pero el Casco de Hades proporciona invisibilidad sólo a una persona. Si llevo a una de vosotras al Olimpo conmigo, la verán.