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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (11 page)

BOOK: Impacto
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—¿Jackie? —susurró.

Poco después esta salió del agua y se puso de rodillas, resoplando.

—¿Jackie? ¿Te encuentras bien?

Enseguida contestó una voz ronca: —Que sí, coño.

Siguieron la costa en dirección al bote, sin apartarse de los primeros árboles. Lo arrastraron hacia el agua, y una vez a bordo se alejaron. Poco después estaban de vuelta en el
Marea.
Tras un breve silencio, estallaron las dos en carcajadas.

—Bueno —dijo Abbey al recuperar el aliento—, vamos a levar el ancla y a salir de aquí inmediatamente, antes de que vengan a buscarnos con su pedazo de yate.

Se quitaron la ropa mojada y la colgaron en la borda. Y así, como Dios las trajo al mundo, navegaron en mitad de la noche, pasándose el medio litro que quedaba de la botella de Jim Beam.

20

Ford se consideraba un caminante rápido, pero el monje budista se movía por la selva con la celeridad de un murciélago, lanzándose con sus chanclas por las sendas, en un remolino de túnica azafrán. Caminaron durante horas en silencio, sin descansos, hasta llegar a una roca donde empezaba un abrupto barranco. Allí el monje paró en seco y, levantándose la túnica, se sentó a rezar con la cabeza inclinada.

Tras un momento de silencio, levantó la vista y señaló el barranco.

—Seis kilómetros. Seguid la garganta principal hasta llegar a la montaña, y escaladla. Os encontraréis por encima de la mina, dominando el valle; pero cuidado, porque hay una patrulla que recorre las laderas de esa montaña.

Khon juntó las manos e hizo una reverencia de agradecimiento.

—Bendecid al Buda del camino —dijo el monje.

—Adelante, seguid.

Khon hizo otra reverencia.

Lo dejaron meditando encima de la roca, con la cabeza gacha. Ford fue el primero en subir por la garganta, esquivando grandes rocas desprendidas y pulidas por antiguas inundaciones. La garganta se fue reduciendo a un simple tajo entre laderas escarpadas, con árboles que al inclinarse sobre ellos formaban un túnel. El aire denso, en el que zumbaban los insectos, olía a helecho dulce.

—Hay que ver lo tranquilo que es esto —dijo Ford, resoplando.

Khon meneó su cabeza redonda.

De vez en cuando Ford veía oraciones budistas talladas en las rocas, inscripciones que el tiempo casi había borrado. En un momento dado pasaron junto a todo un Buda yaciente, de unos diez metros de longitud, esculpido en un afloramiento natural del lado del cañón. Khon se detuvo para lanzarle flores, en una silenciosa ofrenda.

Al final del barranco había un camino que subía por una cuesta empinada. Cuando ya estaban cerca de la cima, la luz del sol salió sobre las copas de los árboles. Rodeaba la cumbre un muro roto, y a través de sus baluartes Ford vio las ruinas de un modesto templo que sobresalía de las zarzas. Uno de sus extremos estaba ocupado por una vieja batería antiaérea, quemada y retorcida, de la época de la guerra de Vietnam. En el extremo opuesto había otra.

Ford hizo señas a Khon de que no lo siguiera. Adentrándose en el follaje, escaló el muro roto. Oyó un susurro que le hizo dar media vuelta y desenfundar su Walther, pero solo era un varano esmeralda que se escondía entre un montón de hojas secas. Se acercó al claro sin enfundar la pistola. Miró a su alrededor y llamó a Khon por señas. El camino les llevó hasta la segunda batería, que al estar situada justo al borde de la montaña ofrecía vistas de todo el valle.

Ford se acercó al final de la plataforma de piedra y miró hacia abajo.

El espectáculo era tan extraño que al principio no entendió lo que veía. En el centro del valle, los troncos abatidos de los árboles formaban un dibujo radial perfecto, en torno a un cráter central del que se alejaban como los rayos de una rueda gigante. Una capa de humo cubría un panorama de incesante actividad: filas de gente yendo o viniendo del cráter central con cestas llenas de piedras en la espalda y con la correa de estas en la frente. Arrojaban las piedras azuladas a un enorme montón situado a cincuenta metros de la mina, y a continuación regresaban encorvados a esta última, arrastrando los pies, para llenar de nuevo sus cestas. En cada punta del campamento había un tanque viejo, y en todo el perímetro del valle se veían patrullas de soldados con armamento pesado. Otros soldados mantenían en movimiento las filas de mineros, y a los más lentos y débiles los aguijoneaban con palos largos y afilados (pero siempre manteniendo las distancias).

Ford metió la mano en la mochila y sacó unos prismáticos para ver mejor. El cráter saltó a la vista: un pozo muy profundo y vertical con señas inconfundibles de haber sido creado por un impacto meteorítico de gran potencia. Examinó la fila de mineros. Su estado físico era deplorable: pelo caído, cuerpos enjutos llenos de llagas abiertas, piel oscura y arrugada, espaldas encorvadas, huesos prominentes… Muchos estaban tan consumidos por la intoxicación radiactiva —calvos, sin dientes, demacrados—, que Ford no podía distinguir entre hombres y mujeres. Hasta los soldados que los vigilaban parecían apáticos y enfermos.

—¿Qué ves? —susurró Khon a sus espaldas.

—Cosas. Cosas horribles.

Khon se acercó sigilosamente y, con sus propios prismáticos, miró largo rato en silencio.

Mientras ellos dos seguían mirando, uno de los mineros que acarreaban el mineral tropezó y se cayó, derramando el contenido de su cesta. Era bajo y delgado; un simple adolescente, pensó Ford. Un soldado se lo llevó a rastras de la fila y le dio una patada para ver si lograba que se levantase. El muchacho lo intentó, pero estaba demasiado débil. Al final el soldado le puso una pistola en la sien y disparó. Nadie se inmutó. El soldado llamó por señas a un carro tirado por un burro. Cargaron el cadáver, y Ford vio que el burro era conducido hasta el borde del valle, donde el cadáver fue arrojado a una zanja abierta, como una herida sin restañar en la tierra roja de la selva tropical: una fosa común.

—¿Lo has visto? —preguntó Khon en voz baja.

—Sí.

Ford enfocó a los soldados de la patrulla, y le chocó ver que la mayoría también parecían adolescentes; algunos, incluso, eran claramente niños.

—Échale un vistazo a la parte alta del valle —murmuró Khon—, donde aún hay árboles grandes en pie.

Ford levantó los prismáticos, y vio enseguida una casa de madera encajada entre los árboles de la cabecera del valle: de estilo colonial francés clásico, con tejado de zinc a dos aguas, buhardillas y paredes con planchas y listones encalados. El tejado acababa en una amplia galería a la que daban sombra altas heliconias en flor, de vivos tonos rojos y naranjas. Vio que por la galería iba y venía un anciano con aspecto de pájaro y una copa en la mano. Tenía el pelo blanquísimo, y la espalda tan encorvada que casi parecía un jorobado, pero no había arrugas en su despierto rostro. Mientras caminaba, hablaba con dos hombres y hacía gestos cortantes con la mano que le quedaba libre. La casa estaba vigilada en sus dos extremos por soldados adolescentes con fusiles de asalto AK-47.

—¿Lo ves?

Ford asintió.

—Estoy casi seguro de que es el Hermano Número Seis.

—¿El Hermano Número Seis?

—El brazo derecho de Pol Pot. Corría el rumor de que tenía controlada una zona cerca de la frontera entre Camboya y Tailandia. Parece que acabamos de encontrar su pequeño feudo. —Se guardó los prismáticos en la mochila.

—Bueno, creo que todo está claro.

Ford no dijo nada. Se sentía observado por Khon.

—Vamos a tomar unas fotos y unos vídeos, y en cuanto tengamos los datos del GPS nos vamos de una puñetera vez.

Ford bajó los prismáticos, sin decir palabra.

De repente Khon frunció el entrecejo. Había visto algo a sus pies, entre la hierba. Lo recogió y se lo enseñó. Era una colilla de cigarrillo liado a mano, reciente y seca.

—Caramba —dijo Ford.

—Tenemos que bajar de esta montaña.

Se apartaron del borde y corrieron agachados al lado de las baterías. Ford vio que algo se movía más abajo, por la selva. Se echó al suelo, y lo mismo hizo Khon.

Le hizo señas.

—Una patrulla.

—Seguro que suben hacia aquí.

—Pues vámonos al otro lado.

Ford se arrastró boca abajo hacia el muro que rodeaba la cima, y tanto él como Khon se agazaparon a sus pies.

—Aquí no podemos quedarnos. Tenemos que cruzar el muro.

Khon asintió con la cabeza.

Ford buscó un buen asidero, se levantó justo por debajo del borde roto y saltó al otro lado. Se quedó en el suelo, respirando con fuerza. No lo habían visto. Poco después apareció Khon en lo alto. Una ráfaga ensordecedora de armas automáticas brotó de la selva, a la izquierda de su posición, y al impactar en el muro hizo saltar trozos de piedra que volaron como metralla.

—Hon chun gnay!
—gritó Khon, a la vez que se lanzaba de lo alto, aterrizaba junto a Ford con todo su peso y rodaba por el suelo.

Los disparos terminaron de modo tan brusco como habían empezado. Ford oyó gritos de soldados escondidos, que corrían más abajo, entre los árboles. Intentando levantarse lo menos posible, apuntó con su Walther hacia el sitio de donde procedían las voces y disparó una sola vez. La respuesta fue otro torrente de ráfagas, todas ellas demasiado altas. La segunda tanda de balazos agujereó las piedras de la parte superior del muro.

—Salgamos de aquí —dijo Ford.

Khon sacó su Beretta de nueve milímetros.

—No jodas, yanqui.

Un RPG falló el tiro, que fue demasiado alto, y detonó sobre ellos, en la cima del monte, con un impacto que sacudió a Ford. Intentó reanimarse, mientras le zumbaban los oídos.

—Tú baja por aquella hondonada. Yo te cubriré. Luego ponte a cubierto y haz lo mismo que yo.

—De acuerdo.

Ford disparó su Walther treinta y dos milímetros hacia los soldados. Poco después, Khon se incorporó y se lanzó colina abajo. Ford mantuvo un fuego disuasorio lento e irregular, mientras Khon bajaba haciendo eses, hasta que desapareció.

Un minuto más tarde oyó el «pop pop» del fuego con que Khon lo cubría a él. Se levantó y corrió ladera abajo, metiéndose por la hondonada. A sus espaldas estalló un RPG que lo empujó hacia delante; mejor, porque la vegetación de donde procedía acababa de ser destrozada por una descarga de armas automáticas.

Se arrastró por la hondonada, bajo una lluvia de ramitas y trozos húmedos de plantas. Seguían disparando demasiado alto, barriendo el sotobosque desde una posición que no les permitía apuntar en el ángulo correcto. Poco después, Ford vio a Khon delante de él.

—¡Corre!

Salieron a toda velocidad, destrozando los arbustos y las enredaderas. Alrededor, por la zona donde había vegetación, seguían cayendo ráfagas, aunque el fuego se iba volviendo cada vez más lejano y esporádico.

Diez minutos más tarde llegaron a lo alto del barranco y se pararon a la orilla del arroyo para recobrar el aliento. Ford se arrodilló y se echó agua en la cara y en el cuello, para refrescarse.

—Nos están buscando —dijo Khon.

—Hay que seguir.

Ford asintió con la cabeza.

—Corriente arriba. No esperarán que vayamos por allí.

Con el agua hasta la cintura, de remanso en remanso, Ford trepó por las rocas sueltas del escarpado lecho del arroyo. En media hora de escalada agotadora llegaron a una fuente donde el agua brotaba por una fisura. Cien metros más arriba había una cresta, y a la derecha un barranco seco.

Cruzaron el barranco, subieron a la cresta y bajaron por el otro lado; luego escalaron la siguiente, atravesando densas matas de arbusto. Un par de horas más tarde empezó a anochecer. La selva se sumió en un ocaso verde.

Khon se dejó caer sobre una capa de pequeños helechos, rodó hasta quedar de espaldas y se puso las manos detrás de la cabeza. Sus facciones plácidas mostraron una gran sonrisa.

—Un lugar precioso. Acampemos aquí.

Ford se desplomó en un tronco caído, jadeando. Sacó su cantimplora y se la pasó a Khon, que bebió un largo trago. Después fue Ford quien bebió de aquella agua caliente y fétida.

—Ya tienes controlada la mina —dijo Khon, incorporándose para examinar sus uñas. Sacó una lima y empezó a limpiarlas y limarlas. —Ya sabes la ubicación. Podemos volver cuando queramos.

Ford no dijo nada.

—¿No, señor Mandrake? ¿Volvemos? Siguió sin haber respuesta.

—¡Otra vez salvar el mundo no, por favor!

Ford se frotó la espalda.

—Khon, sabes muy bien que tenemos un problema.

—¿Cuál?

—¿Para qué me han enviado aquí?

—Para localizar la mina. Es lo que me dijiste.

—Acabas de verlo tú mismo. ¿Pretendes decirme que la CIA no sabía exactamente dónde estaba? Es imposible que un sitio así haya pasado inadvertido a nuestros satélites espías.

—Hummm —masculló Khon. —Llevas algo de razón, coño.

—Entonces, ¿a qué viene esa farsa de enviarme aquí?

Khon se encogió de hombros.

—Los caminos de la CIA son inescrutables.

Ford se restregó la cara, se alisó el pelo y vació sus pulmones.

—Hay otro problema.

—¿Cuál?

—¿Vamos a dejar que se muera toda esa gente?

—Esa gente ya está muerta. Además, me dijiste que te habían ordenado no hacer nada. Prohibido tocar la mina. ¿Verdad, señor Mandrake?

—Había niños. Crios. —Ford levantó la cabeza. —¿Has visto cómo se cargaban a aquel adolescente, así, como si nada? ¿Y la fosa común? Ahí debe de haber como doscientos cadáveres, y eso que solo estaba llena una cuarta parte de la zanja. Esto es un genocidio.

Khon sacudía la cabeza.

—Bienvenido al país de los genocidios. Ahora vete.

—No, no pienso irme así como así.

—¿Qué podemos hacer?

—Volar la mina.

21

Mark Corso apretaba en su mano el CD-ROM, notando cómo se le pegaban los dedos a la caja por culpa del sudor. Era la primera vez que entraba en la sala de reuniones del MMO, el sanctasanctórum de la misión Marte, pero quedó decepcionado. El aire, enrarecido, olía a café, moqueta y limpiamuebles. Las paredes estaban revestidas de madera falsa, que en algunos lugares se había despegado. Contra las paredes había mesas de plástico cargadas de monitores de pantalla plana, osciloscopios, consolas y otros aparatos electrónicos, dispuestos sin ton ni son. Todo un lado de la sala lo ocupaba una pantalla bajada del techo. El centro estaba dominado por la mesa de reuniones más fea que hubiera visto, de formica marrón, con bordes de aluminio estampado y patas de metal.

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