Mientras tanto, los miembros del jeesh de Reuben se pasaban a verla cada vez que estaban en Gettysburg. Todos consideraban parte de su trabajo ayudarla a descifrar el persa que Reuben había empleado para redactar sus notas. Ella se aprendía las palabras y frases que se repetían, pero muchas no salían en el diccionario, o al menos no con el significado que él les daba. Gran parte del persa de Reuben era en realidad una jerga privada que sus camaradas y él habían desarrollado: argot inglés, a veces traducido al persa y a veces al árabe, el español y cualquier otro idioma que conocieran.
Todo estuvo traducido en una semana, más o menos. Luego la ayudaron a estudiar los mapas. Cessy había marcado con hilos las rutas de todos los envíos y, a medida que aprendía lo que el FBI y la DIA podían averiguar por ella sobre esos envíos, empezó a construirse una imagen más amplia.
Se reunió con otras personas en Gettysburg que intentaban comprender el movimiento de Restauración Progresista; los rebeldes, como los llamaban. ¿Cuánto dinero costaría todo aquello? ¿Quién tenía tanto dinero y podía gastarlo sin ser detectado? ¿La fuente era extranjera o nacional? Había que tener en cuenta la posibilidad de que los chinos estuvieran detrás de todo. O Al Qaeda. Incluso Rusia. El chiste en Gettysburg era que en realidad quienes estaban detrás de todo eran los franceses. Habían estado gobernando en secreto el mundo desde la época de Napoleón, siguiendo un plan maestro extraordinariamente sibilino que, al final, los llevaría a conquistar el mundo.
Bromas aparte, a Cecily y los que estaban de acuerdo con ella les quedó claro que una conspiración como ésa tenía que estar muy férreamente controlada o habría sido detectada mucho antes. Incluso los fanáticos de una causa pueden ser descuidados, pero nadie lo había sido. Nada se había filtrado. ¿Cómo era posible?
Cecily imaginaba que la organización estaba formada por apenas un puñado de personas que contrataban o animaban a otras a que hicieran lo que necesitaban pero sin ponerlas al corriente de su objetivo.
Pero algunas cosas habían requerido indudablemente la participación de mucha gente. De algún modo tenían que haber reclutado a los soldados que gobernaban aquellas máquinas, por ejemplo. Poco a poco fue emergiendo el patrón de actuación: debían haber reclutado hombres pertenecientes a grupos de veteranos que se habían vuelto contra la guerra, el Ejército o el presidente. La versión izquierdista de la manera en que se reclutaban las milicias derechistas, suponía Cecily. Encuentra grupos de descontentos. Luego encuentra en esos grupos a quienes están lo bastante furiosos y entrénalos para matar por la causa.
Los cadáveres de los que habían muerto en las cataratas y el túnel Holland establecieron el perfil, y los investigadores ya estaban rastreando a otros que se habían perdido de vista en el último año o así.
Otro lugar donde habían tenido que dejar meterse en el ajo a gente de fuera era en la industria del desarrollo armamentístico. Eso no es un trabajo de aficionados. Habían tenido que reclutar a expertos: a expertos estadounidenses, puesto que no había nada en los diseños de estilo europeo ni japonés.
Así que el FBI confeccionó una lista de investigadores disgustados o molestos a los que se hubiera perdido la pista a lo largo de los años y que pudieran estar trabajando para los rebeldes. También había que tener en cuenta a unos cuantos antiguos diseñadores de aviones y coches, ingenieros informáticos y programadores audaces con tendencias políticas de izquierdas y cuya ira había parecido, a muchos de sus colaboradores, desproporcionada. Encontraron a algunos llevando una vida perfectamente normal. A otros no los encontraron y pasaron a engrosar la lista.
Las armas seguían siendo intimidatorias, pero ya no los asombraban. Con varios mecas de la batalla del túnel Holland en su poder para estudiarlos, los expertos del Departamento de Defensa no habían encontrado nada que no se pudiera construir con la teoría de diseño ya existente. Un grupo de ingenieros excelentes y creativos habían construido esas armas, pero no eran necesariamente unos genios. Su trabajo podía ser copiado y contrarrestado.
A excepción del arma de pulso electromagnético. La gente del Departamento de Defensa todavía no había podido reproducir la tecnología que mantenía el pulso dirigido coherente a tanta distancia. Era un serio problema que los rebeldes tuvieran un sistema de defensa aéreo que impedía que los aviones militares sobrevolaran Nueva York por debajo del nivel de los satélites. El Departamento de Defensa estaba trabajando en sistemas que desconectaran momentáneamente todos los sistemas electrónicos mientras el PEM estuviera activo. Pero los aviones que dependían de sistemas electrónicos para volar resultaban tan dañados por la desconexión como por el mismo PEM.
En Estados Unidos estaban acostumbrados a tener supremacía aérea. En territorio leal aún la tenían. Pero ese territorio se estaba reduciendo poco a poco.
Porque a falta de una respuesta militar contundente, los estadounidenses que consideraban la Restauración Progresista como algo heroico empezaban a creer que tal vez podrían salirse con la suya. A algunos los preocupaba que los líderes de la Restauración Progresista no se hubieran presentado, pero el Ayuntamiento de Nueva York insistía en que lideraba el movimiento para «restaurar el Gobierno constitucional» y en que la Restauración Progresista obedecía sus órdenes. Eso ponía aparentemente a gente elegida democráticamente a la cabeza del movimiento, y para muchos que simpatizaban con sus puntos de vista era suficiente.
Durante el primer mes, las legislaturas de los estados de Washington y Vermont aprobaron resoluciones para unirse a la Restauración Progresista. En Washington, el gobernador vetó la resolución y movilizó a la Guardia Nacional para asegurarse de que no aparecieran mecas ni aerodeslizadores por allí. El problema era que también pidió al presidente Nielson que impidiera que las fuerzas de estadounidenses emprendieran «ninguna acción militar de provocación». En la práctica, el estado se había declarado territorio neutral.
Mientras tanto, unas cuantas ciudades habían aprobado o habían estado a punto de aprobar resoluciones reconociendo la Restauración Progresista. Y había movimientos bien orquestados en otros estados presionando para que sus legislaturas se subieran al carro.
No pocos liberales, ya fuesen moderados o radicales, condenaban también la rebelión. «Esta no es forma de hacerlo», decían. «Nadie debería haber muerto», decían. Si la Restauración Progresista tenía alguna relación con los asesinatos del viernes 13, deberían juzgarse y castigarse sus crímenes.
Al mismo tiempo, muchas voces que condenaban la rebelión también argumentaban decididamente en contra de emprender acciones militares. A Cecily no le sorprendió oírlos pedir negociaciones. Tras haber vivido durante años con un soldado e historiador, sabía que las negociaciones sólo servían cuando tenías algo que ofrecer o cuando el otro bando pensaba que tenía algo que temer de tu parte. Costaba ver qué se conseguiría negociando con los rebeldes, aparte de darles tiempo para obtener más respaldo en el resto del país.
Cecily oía mentalmente la voz de Reuben reprendiendo a toda aquella gente. «Si el Estado tolera que tomen el Gobierno federal por la fuerza, nunca volveremos a tener paz», decía.
El problema era que no estaba allí para discutir con ella, para que Cecily pudiera decirle que si esa rebelión era reprimida mediante una acción militar contra una ciudad estadounidense eso no tendría perdón. Él escucharía. Se daría cuenta de que ella tenía razón, o al menos de que sus puntos de vista tenían que ser tenidos en cuenta.
Mientras tanto, Cecily trabajaba en su investigación. La clave estaba en descubrir desde dónde controlaban todos aquellos envíos, de dónde fluía el dinero. Cuando tuviera toda la información, podría compararla con la información obtenida con las otras investigaciones y tal vez descubrir algo.
Se alegraba de tener su trabajo y no el de LaMonte. Porque la división del país respecto a cómo responder a la guerra se reflejaba en el Congreso. La disciplina de partido no se respetaba en ninguno de los dos lados de la cámara. Había demócratas exigiendo una acción militar contra los rebeldes y republicanos pidiendo una política de espera y el mantenimiento de conversaciones. Cada bando veía sólo las peores consecuencias que podría acarrear el punto de vista del contrario.
Lo cual era una estupenda fórmula para la indecisión y la obstrucción en el Congreso. Nadie se había declarado a favor de los rebeldes; nadie había dimitido; ni siquiera los congresistas de la ciudad de Nueva York. Todos pedían a la Restauración Progresista que saliera de Nueva York.
Pero eso no significaba que no hubiera un número importante de congresistas actuando para frenar cualquier tipo de acción militar, en parte para detener la aprobación de los nombramientos del presidente Nielson.
Y no había ninguna posibilidad de conseguir un nuevo secretario de Defensa, no importaba quién fuera. Los republicanos amenazaban con nombrar a uno de sus miembros más ultraderechistas como presidente de la Cámara de Representantes para sustituir a LaMonte Nielson, convirtiéndolo así en el siguiente en la cola para la presidencia. Pero renunciaron a la idea cuando los expertos de las facultades de derecho vociferaron que, aunque fuese técnicamente legal, implicaba de hecho soslayar el requerimiento constitucional de que el siguiente en la línea para la presidencia fuera aprobado por ambas cámaras del Congreso. «Es lo que cabía esperar —dijo uno de ellos—, dado el desprecio por la Constitución de los republicanos desde el año 2000.»Cuando eso se hizo público, la maniobra fue políticamente imposible y la cámara continuó con un presidente en funciones.
Las reacciones internacionales fueron predecibles pero enloquecedoras. Los enemigos jurados de Estados Unidos reconocieron rápidamente la Restauración Progresista, declararon que sus embajadores ante las Naciones Unidas lo eran también en Estados Unidos y degradaron a sus respectivos embajadores en Washington al grado de cónsules. Pero eso era de esperar y casi no merecía la pena preocuparse.
Era la reacción de espera-a-ver de los supuestos aliados de la OTAN y otros lo que enfureció a LaMonte y Sarkissian. Como dijo Sarkissian en una reunión:
—¿De verdad quieren nuestros aliados que una rebelión armada controlada por personas desconocidas ponga sus fanáticas manitas sobre el botón nuclear?
Lo peor era que el consejo del presidente Nielson estaba también dividido. Sarkissian y Porter estaban a favor de la acción militar. Torrent argumentaba que esperasen. Y de momento, al menos, Nielson seguía a Torrent.
«Tienen ustedes razón —había dicho LaMonte a Sarkissian y Porter, más de una vez—. Nuestra inacción está prácticamente invitando a más estados a intentar unirse a los rebeldes. Pero sus resoluciones no tienen ninguna fuerza legal. Aprobar una resolución no les da poder militar. Cuando decidamos emprender acciones, emprenderemos acciones.»
«Cuanto más esperemos, más grande será la porción del país que tendrá que ser tratada como territorio enemigo ocupado cuando termine la guerra», decían ellos.
Pero Lamonte respondía siempre: «Es una lucha para ganar corazones y mentes. Ellos quieren que nosotros usemos el poder militar. Eso demostraría que tienen más razón que nosotros. Así que nos limitaremos a acciones militares muy pequeñas mientras averiguamos quiénes son realmente esos tipos. Cuando descubramos quién está subvencionando todo esto y quién da las órdenes, entonces podremos tratarlo como lo que es: un asunto policial. Arrestaremos a los culpables, nos apoderaremos de sus bienes militares y financieros y recibiremos de vuelta en el Gobierno constitucional a todo el mundo, con los brazos abiertos, sin revanchas. Eso sólo sucederá si no hay ninguna invasión, ningún derramamiento de sangre.»
Cecily asistió a algunas de aquellas reuniones, aunque sin voz, como observadora y suministradora de datos por si alguien necesitaba que respondiera a alguna pregunta. Sabía que LaMonte no había ideado aquel plan. Su férrea decisión de investigar antes de invadir era cosa de Torrent.
Pero era lo acertado. Había un motivo por el que Reuben había respetado tanto a aquel hombre. Era brillante. Era completamente imparcial. Siempre razonaba a partir de principios prácticos: esto podría funcionar, esto seguro que no. Y cuando hubo enviado al grupo de Reuben a misiones que tenían éxito invariablemente, su prestigio en la Administración y en el Congreso creció exponencialmente. Sabía hablar en el idioma de los liberales a los liberales y a los conservadores en el de los conservadores y, sin embargo, sus palabras a un grupo nunca ofendían al otro. Era el vivo ejemplo de lo que significaba ser moderado, si todavía hubiera existido eso en la política estadounidense.
También era Torrent quien recibía la información de todos los investigadores. Así que no fue ninguna sorpresa que precisamente él dedujera algunas respuestas claras.
Sin embargo, no eran lo bastante claras para anunciar nada todavía. Porque las pruebas que tenía no eran de las que hubiesen abrumado a los medios y la oposición en el Congreso.
—No podemos presentarlo como un caso legal entre corporaciones —les explicó a Cecily y al jeesh—. No tenemos que convencer a un juez sino a la gente que está más que dispuesta a no creer lo que decimos.
—¿Quién es el responsable entonces? —preguntó Cecily.
—Sabemos desde el principio quién es más probable que esté detrás de todo esto —dijo Torrent—. Aldo Vero.
—Es un payaso —comentó Babe—. Su nombre auténtico es Aldo Vera.
—Es un hombre de paja —dijo Drew—. El acosador favorito de los conservadores.
—Por eso me he esforzado tanto en encontrar a alguien más —dijo Torrent—. Pero Vero ha estado usando su inmensa fortuna para subvencionar movimientos de extrema izquierda durante años. Su jurado propósito ha sido siempre hacer caer al difunto presidente. Controla cada centavo que invierte en financiar organizaciones fachada para asegurarse de que se emplea con efectividad. Les exige que recauden fondos equiparables a los recursos que él invierte. Es un tipo listo, está completamente decidido y el hecho de que haya anunciado su objetivo no significa que no pueda ser quien lo está consiguiendo. —Torrent procedió a enumerar los grupos empresariales de los que Vero se había desembarazado en los dos últimos años—. Obtuvo dinero de sobra con los beneficios ordinarios para subvencionar el diseño de esas armas. Pero nuestros expertos en armamento dicen que para pasar del prototipo a la producción las inversiones sustanciales tendrían que haber empezado hace unos dos años. Y fue entonces exactamente cuando empezó a vender esas compañías.