Imperio (29 page)

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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imperio
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Cole vio que Reuben se marchaba sonriendo.

—¿Así que ella sí te puede llamar soldadito?

—No estoy enamorado de Torrent —respondió Rube.

15. Las cataratas

La historia es una tortilla. Los huevos ya están rotos.

Camino de Leesburg por la US 15 con dos agentes del Servicio Secreto en el asiento trasero, Cole y Rube debatieron acerca de dónde debían alojarse. Ni la casa de Rube ni el apartamento de Cole parecían opciones viables, puesto que había gente que consideraba bastante importante borrarlos del mapa.

Los tipos del Servicio Secreto votaron vehementemente a favor de una sola habitación de hotel.

—Montaremos guardia en el pasillo, por turnos, toda la noche.

—Qué poco sutil —dijo Rube.

—Si pretendiéramos ser sutiles —dijo el agente—, ¿nos vestiríamos así y observaríamos abiertamente la multitud?

—Así que lo de «secreto»...

—Una reminiscencia del pasado. Preferimos asustar a los asesinos aficionados y complicar la vida a los profesionales que pudieran intentarlo.

—¿De verdad recibiría un balazo voluntariamente? —preguntó Cole.

—Por el presidente —dijo el agente—. Si los atacaran a ustedes reduciría al que les disparara para que lo juzgaran y luego llamaría una ambulancia.

—No se puede pedir más.

Al final, Rube y Cole compartieron una habitación de hotel y los agentes la contigua. Cole hubiese preferido el Ritz-Carlton, pero se alojaron en el Tyson's Córner Marriot. Era bastante caro.

En cuanto estuvieron instalados, a salvo en la habitación, y los agentes hubieron terminado de buscar micros y otros aparatos de vigilancia, Rube llamó a DeeNee a su casa por el móvil. Cole sólo pudo oír la parte de Rube de la conversación, pero estaba bastante claro de qué iba. Rube preguntó a DeeNee si todavía tenía acceso a todos los archivos y si no habían cambiado ninguna cerradura de la oficina. Luego le pidió a la mujer que fuera al trabajo a las cinco para que hubiera menos posibilidades de que los molestaran.

—No quiero confrontaciones.

Ella se resistía, pero al final accedió.

Luego Rube llamó a los otros miembros de su equipo y fijaron un encuentro a las siete y media en el mismo Borders donde se habían visto la vez anterior.

—Pero llega temprano —dijo a cada uno de ellos—. Porque si algo va mal en el Pentágono, podemos cambiar de hora y de lugar de encuentro.

Todos se ofrecieron voluntarios para acompañarlos al Pentágono, pero él los rechazó.

—Si algo sale mal, si nos arrestan a mí y a Cole, no quiero que os pillen. No quiero que conozcan vuestra cara. Además, tenemos protección del Servicio Secreto.

Cada uno de ellos comentó que también la tenía el presidente el viernes 13. Cada vez Rube esbozó la misma sonrisa.

Ambos se ducharon antes de acostarse para no entretenerse por la mañana. Cuando terminaron, los agentes llegaron con los uniformes que Rube y Cole llevarían y varias mudas de ropa. Al parecer habían enviado a algún empleado de la oficina a su casa a hacerles la maleta.

Así que cuando llegaron al Pentágono los dos iban pulcramente vestidos con el uniforme adecuado. Cole hubiese preferido llevar ropa de faena y chaleco antibalas, pero la intención aquella mañana era llamar relativamente poco la atención.

Hubo una discusión con los guardias sobre las pistolas que llevaban los agentes del Servicio Secreto. Los del Servicio Secreto ganaron, en parte por la carta del presidente que llevaba Rube. Las órdenes del presidente se imponían a la política de la casa. Los guardias comentaron que Rube y Cole no eran el presidente. Los agentes del Servicio Secreto dijeron que cerraran el pico y los dejaran pasar.

Cole notó que Rube no los llevaba por la misma ruta que él siempre seguía por el edifico. Había unas diecinueve formas distintas de llegar del punto A al punto B en el Pentágono, ninguna conveniente. Cole memorizo ésa como alternativa.

Cuando llegaron a la oficina, DeeNee ya estaba allí, con los archivos guardados en cajas. «¿A qué hora ha llegado?», se preguntó Cole. Le alegró ver que ella tenía con Rube la misma actitud fría y sarcàstica que con él. No era porque fuera el nuevo: ella le hablaba así a todo el mundo.

—Sabes que todo lo que hay aquí dentro se ha fotocopiado ya unas tres veces. Si sacaron algo, no lo sé. Y no voy a ayudarte a llevarlo a tu coche.

—No esperaba que lo hicieras —dijo Rube mientras recogía una de las dos cajas.

Cole miró al agente del Servicio Secreto que tenía más cerca y le indicó que cargara con la otra caja de archivos. El agente lo miró con frialdad. Al parecer, proteger a alguien no permitía cargar cajas. Cole avanzó para recoger la otra.

—Entonces, ¿cumples una misión para LaMonte Nielson? —preguntó DeeNee.

—Vamos a demostrar que esos progresistas planearon y llevaron a cabo lo del viernes 13 —dijo Rube.

DeeNee se inclinó y abrió un cajón del escritorio.

—Bueno, puedo decirte ahora mismo quién copió los planes de asesinato y guardó el de tus huellas para usarlo como prueba contra ti.

Había una pistola del calibre 22 en el cajón. La sacó. ¿Por qué les estaba mostrando un arma? ¿Consideraba que había alguna amenaza inminente?

—Lo hice yo —dijo DeeNee. Dio un paso hacia Rube y le apuntó directamente al ojo izquierdo y disparó con el cañón a no más de cinco centímetros de distancia.

Primero Rube soltó la caja con los archivos. Luego la siguió al suelo. No emitió ni un sonido. Murió en el mismo instante en que la bala entró en su cráneo. No salió. Su cerebro dejó de funcionar.

Cole advirtió que los agentes del Servicio Secreto habían empezado a reaccionar en el momento en que vieron la pistola en el cajón. Sólo fueron una décima de segundo demasiado lentos. Los dos dispararon simultáneamente y sus balas enviaron a DeeNee al otro lado de la habitación.

Inmediatamente se abrieron dos puertas y en la oficina entraron hombres armados. Uno de los agentes empujó a Cole hacia atrás y al suelo mientras disparaba a los intrusos.

Pero Cole no iba a marcharse sin dos cosas: la PDA y las llaves del coche. Así que se lanzó sobre el cadáver de Rube y le sacó ambas cosas de los bolsillos. Mientras lo hacía, en medio del estruendo de los disparos, oyó a uno de los malos decir:

—La PDA.

Los agentes eran buenos en lo que hacían. Ninguno de los dos resultó alcanzado mientras salían de la habitación por la puerta todavía abierta. Cole no tomó la ruta que acababan de seguir: su ruta normal los sacaría antes del pasillo. Porque los malos no se molestarían en perseguirlo. Cole les importaba un pimiento. Querían la PDA.

Mientras él y los agentes bajaban corriendo las escaleras, uno dijo:

—Tendrán a alguien en el aparcamiento vigilando su coche.

—¿Cómo lo sabe?

—Porquero lo haría —dijo el agente.

Nadie disparaba: las detonaciones ya habían alertado a los guardias de seguridad y éstos habrían pedido apoyo al instante. Pronto los perseguidores serían perseguidos.

A menos que los guardias de seguridad estuvieran en el ajo.

No lo estaban. Pero tampoco sirvieron de ayuda. Vieron las armas que empuñaban los agentes del Servicio Secreto y empuñaron las suyas.

—Somos del Servicio Secreto, asignados para proteger al capitán Cole. Nos persiguen unos asesinos. Ya han abatido a uno de nuestros hombres.

Pero mientras daban estas explicaciones, los malos llegaron al pasillo y volvieron a disparar. Alcanzaron a uno de los guardias y a uno de los agentes. El otro agente y los otros guardias devolvieron el fuego.

—Salga de aquí mientras los entretenemos —le susurró a Cole, entre disparos, el agente vivo.

Tenía razón. No había ningún motivo para enzarzarse en un tiroteo estilo OK Corral cuando Cole podía escapar. Corrió hacia la puerta en busca del coche.

Si había alguien vigilando el vehículo no le disparó. Tal vez esperaban a que saliera Rube.

Mientras ponía el motor en marcha y salía de la plaza de aparcamiento, Cole vio el teléfono de Rube en el salpicadero. Todos los números a los que había llamado la noche anterior estarían en la memoria. Gracias al cielo que Rube lo había dejado allí. Gracias al cielo que Cole no se había acordado del teléfono en la oficina ni perdido el tiempo tratando de encontrarlo además de las llaves y la PDA.

Mientras conducía (a ritmo normal, porque no había nadie persiguiéndolo, que él viera), trató de encontrarle sentido a todo aquello. DeeNee. ¿La habían sobornado? ¿Chantajeado? No. Su mano ni siquiera temblaba cuando había apuntado el arma. Y sabía dónde disparar para que una bala del calibre 22 fuera letal sin error. Había sido entrenada.

Era una empleada civil. No había elegido la vida militar como hacían los soldados. Tal vez sus malos modos con los militares se debían a que odiaba el Ejército. Tal vez había aceptado aquel trabajo porque necesitaba el dinero o tal vez era una fanática que había estado maquinando desde el principio para perjudicar seriamente al malvado Ejército de Estados Unidos.

Confianza. ¿Quién más podría haber apuntado un arma contra Reuben Malich sin desencadenar una respuesta instantánea? Si él no hubiera tenido las manos ocupadas con la caja que ella le había dado, si no hubiera dado por supuesto que DeeNee no pretendía hacerle ningún daño... ella nunca habría podido efectuar aquel disparo.

«¡Oh, Dios! ¡Rube está muerto!» La conmoción lo dejó sin aliento.

Entonces oyó el chirrido de neumáticos tras él. Una vez más se dejó llevar por la adrenalina y aparcó sus sentimientos. Primero, la supervivencia. Segundo, la misión. «La pena, la semana que viene, el mes que viene, pero no ahora.»Una furgoneta y un coche deportivo: un perseguidor de peso y otro veloz. No iba a escapar fácilmente, no en un PT Cruiser.

Su única esperanza por el momento era mezclarse con el tráfico para que les resultara más difícil alcanzarlo.

El tráfico de un lunes por la mañana. Pero todavía era temprano. Apenas las cinco y media. No había suficientes coches.

Así que empezó a dar vueltas, tantas que acabó en el puente que conducía al Distrito de Columbia.

Pero no quería ir allí. La única ayuda que obtendría sería la del jeesh de Rube. Planeaban reunirse en Tyson's Córner.

No podía dar la vuelta. Aquellos individuos no vacilarían en embestirlo si lo veían acercarse en sentido contrario. Además, Cessy se abía quejado el día antes de lo mal que giraba el PT Cruiser. Si lo intentaba, podía estamparse contra el muro de hormigón del puente.

No quería tomar por la avenida de la Constitución. Optó por la salida de Rock Creek.

Todos los coches iban en dirección contraria, hacia la ciudad. No había tráfico en el parque a esa hora: nadie iba al zoo tan temprano.

Pero cuando entró en el parque se encontró con gente haciendo footing por todas partes. Muchos se mantenían apartados del tráfico pero otros muchos se consideraban con tanto derecho a ocupar el carril de circulación como él.

«Qué listo soy —pensó Cole—. Conduzco un PT Cruiser cuesta arriba para eludir una persecución.»No tardó en tenerlos pisándole los talones. No disparaban todavía. Pero cuando el coche deportivo frenó para dejar pasar la furgoneta, Cole comprendió enseguida su plan. Unos cuantos golpes de esa furgoneta y el PT Cruiser acabaría en el río, en el acantilado o empotrado en un árbol.

Se hizo con el teléfono móvil y pulsó ENVIAR. No ocurrió nada. Estaba apagado. Así que se esforzó por buscar la tecla de encendido y, como no la encontró, las pulsó todas, de una en una, manteniéndolas apretadas hasta que por fin la pantalla se iluminó. Entonces pulsó otra vez ENVIAR.

Mientras hacía todo esto sorteaba los coches que venían de frente (había bastantes, pues era una ruta habitual para entrar en la ciudad) y a los corredores. No podía seguir la serpenteante carretera, sostener el móvil y pulsar el claxon al mismo tiempo.

¿Dónde estaban los polis cuando querías que te arrestaran?

No. No quería meter en aquello a los polis. Habían corrido demasiados riesgos el día anterior tratando de salvar la vida de unos cuantos policías para querer que murieran otros.

Rube estaba muerto.

«No pienses en eso.» Se llevó el móvil al oído, lo sujetó con el hombro y condujo mientras tocaba el claxon. La furgoneta se situó detrás. Trató de esquivarla y casi se llevó por delante a un corredor. Esperó que el tipo estuviera todavía en pie maldiciéndolo en vez de tirado boca arriba en el asfalto.

Fue Drew, el profesor de la Universidad Americana, quien respondió.

—Rube ha muerto —dijo Cole—. DeeNee le ha disparado, en su oficina. Estoy solo, en su coche. Tengo su PDA. Conozco la contraseña. Estoy en Rock Canyon. Me persiguen dos vehículos que intentan embestirme y no sé adónde demonios voy.

—Conozco ese parque —dijo Drew—. Sigue por Beach Road cañón arriba hasta Wise Road, que describe una curva muy cerrada a la izquierda. Toma esa curva. Te lleva a Oregon Avenue. Síguela hasta Western Avenue. Allí habrá tráfico. Quieres tráfico, ¿verdad?

—Quiero ir con mi mamá —dijo Cole. No era un chiste, aunque pretendía serlo—. Rube ha muerto. Lo siento. Ha sido algo completamente imprevisto. Teníamos en las manos las cajas con los archivos.

—Calla. Te llamaré dentro de un minuto. Voy a llamar a los demás. Intentaremos ayudarte.

Cole se guardó el teléfono a tiempo de dar un brusco volantazo. Había armas en el coche. No se le había ocurrido dejar ninguna a mano cuando había subido al vehículo. Tanteó tras él, tratando de encontrar algo.

Lo golpearon por detrás. Estuvo a punto de atropellar a una corredora que le gritó mientras él daba un golpe de volante y unos cuantos bandazos. Un coche que venía de frente se salió de la calzada. «Lo siento, lo siento, lo siento. No es culpa mía.» Controló el coche. También encontró una pistola. Era algo. Se sintió mejor.

Abrió todas las ventanillas del coche. No había razón para que tuvieran que lloverle encima añicos de cristal si tenía que disparar.

Había un cruce más adelante, con semáforo. Tocó el claxon para advertir a la gente de que iba a pasar. Vio que la furgoneta de detrás frenaba, confiando en que tuviera un accidente.

Cole frenó bruscamente y salió de la carretera, hacia la derecha. El coche se detuvo y el airbag le habría inmovilizado de no haber abierto ya la puerta y haberse echado hacia la izquierda. Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió rodando del coche.

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