—Aunque me cueste la vida, intentaré la conquista de Chile —me dijo.
—Y yo iré contigo.
—No es una empresa para mujeres. No puedo someterte a los peligros de esa aventura, Inés, pero tampoco deseo separarme de ti.
—¡Ni se te ocurra! Vamos juntos o no vas a ninguna parte —repliqué.
Nos trasladamos a la Ciudad de los Reyes, fundada sobre un cementerio inca, para que Pedro consiguiera la autorización de Francisco Pizarro para ir a Chile. No podíamos alojarnos en la misma casa —aunque pasábamos juntos cada noche—, para no provocar a las malas lenguas y a los frailes, que en todo se meten, aunque ellos mismos no son ejemplos de virtud. Rara vez vi salir el sol en la Ciudad de los Reyes, el cielo estaba siempre encapotado; tampoco llovía, pero el rocío del aire se pegaba en el cabello y cubría todo con una pátina verdosa. Según Catalina, que fue con nosotros, por la noche se paseaban en las calles las momias de los incas, enterradas bajo las casas, pero yo nunca las vi.
Mientras yo averiguaba qué se necesita para una empresa tan complicada como atravesar mil leguas, fundar ciudades y pacificar indios, Pedro perdía días enteros en el palacio del marqués gobernador, participando en tertulias sociales y conciliábulos políticos que le fastidiaban. Las efusivas muestras de respeto y amistad que Pizarro prodigaba a Valdivia provocaban dura envidia en otros militares y encomenderos. Ya entonces, en sus comienzos, la ciudad estaba envuelta en el tejido de enredos que hoy la caracteriza. La corte era un hervidero de intrigas y todo tenía un precio, hasta el honor. Los ambiciosos y halagüeños se desvivían por obtener los favores del marqués gobernador, el único que tenía poder para otorgar granjerías. Había incalculables tesoros en el Perú, pero no alcanzaban para tantos pedigüeños. Pizarro no entendía por qué, mientras los demás procuraban agarrar a manos llenas, Valdivia estaba dispuesto a devolverle su mina y su hacienda para repetir el error que tan caro le había costado a Diego de Almagro.
—¿Por qué os empecináis en esa aventura en Chile, esa tierra pelada, don Pedro? —le preguntó más de una vez.
—Para dejar fama y memoria de mí, excelencia —replicaba siempre Valdivia.
Y en verdad ésa era su única razón. El camino a Chile equivalía a atravesar el infierno, los indios eran indómitos y no había oro en abundancia, como en el Perú, pero estos inconvenientes eran ventajas para Valdivia. El desafío del viaje y de batallar contra fieros enemigos le atraía y, aunque no lo manifestó delante de Pizarro, le gustaba la pobreza de Chile, como me explicó a menudo. Estaba convencido de que el oro corrompe y envicia. El oro dividía a los españoles en el Perú, atizaba la maldad y la codicia, alimentaba las maquinaciones, ablandaba las costumbres y perdía las almas. En su imaginación, Chile era el lugar ideal, lejos de los cortesanos de la Ciudad de los Reyes, donde podría fundar una sociedad justa basada en el trabajo duro y la labranza de la tierra, sin la riqueza mal habida de las minas y la esclavitud. En Chile incluso la religión sería sencilla, porque él —que había leído a Erasmo— se ocuparía de atraer a sacerdotes bondadosos, verdaderos servidores de Dios, y no a una manga de frailes corruptos y odiosos. Los descendientes de los fundadores serían chilenos sobrios, honestos, esforzados, respetuosos de la ley. Entre ellos no habría aristócratas, a los que él detestaba, porque el único título válido no es aquel que se hereda, sino el ganado por los méritos de una existencia digna y un alma noble. Yo pasaba horas oyéndolo hablar así, con los ojos húmedos y el corazón azorado de emoción, imaginando esa nación utópica que fundaríamos juntos.
Al cabo de semanas de pasearse por los salones y corredores del palacio, Pedro empezó a perder la paciencia, convencido de que nunca obtendría la autorización, pero yo estaba segura de que Pizarro se la daría. La demora era habitual en el marqués, quien no era amigo de las cosas derechas; fingía preocupación por los peligros que «su amigo» debería enfrentar en Chile, pero en realidad le convenía que Valdivia se fuera lejos, donde no pudiera conspirar contra él ni hacerle sombra con su prestigio. Los gastos, riesgos y padecimientos corrían por cuenta de Valdivia, mientras que la tierra sometida dependería del gobernador del Perú; él nada podía perder con el osado proyecto, ya que no pensaba invertir un solo maravedí en ello.
—Chile está aún por conquistar y cristianizar, señor marqués gobernador, deber que nosotros, súbditos de su majestad imperial, no podemos descuidar —argumentó Valdivia.
—Dudo que encontréis hombres dispuestos a acompañaros, don Pedro.
—Nunca han faltado varones heroicos y de buen guerrear entre los españoles, excelencia. Cuando se corra la voz de esta expedición a Chile, sobrarán brazos armados.
Una vez que el asunto del financiamiento quedó claro, es decir, que los gastos corrían por parte de Valdivia, el marqués gobernador otorgó su autorización con aparente desgano y recuperó rápidamente la rica mina de plata y la hacienda que poco antes le había otorgado a su valeroso maestre de campo. A éste no le importó. Había asegurado el bienestar de Marina en España y no le interesaba su fortuna personal. Contaba con nueve mil pesos de oro y los documentos necesarios para la empresa.
—Falta un permiso —le recordé.
—¿Cuál?
—El mío. Sin él no puedo acompañarte.
Pedro expuso al marqués, en forma algo exagerada, mi experiencia en cuidar enfermos y heridos, así como mis conocimientos de costura y cocina, indispensables para un viaje como aquél, pero de nuevo se vio enredado en intrigas palaciegas y objeciones morales. Tanto insistí, que Pedro me consiguió una audiencia para hablar con Pizarro en persona. No quise que él me acompañara, porque hay cosas que una mujer puede hacer mejor sola.
Me presenté al palacio a la hora señalada, pero tuve que esperar horas en una sala llena de gente que acudía a pedir favores, como yo. El ambiente estaba recargado de adornos y profusamente iluminado por hileras de bujías en candelabros de plata; era un día más gris que otros y muy poca luz natural se colaba por los ventanales. Al saber que venía recomendada por Pedro de Valdivia, los lacayos me ofrecieron una silla, mientras los demás solicitantes debían permanecer de pie; algunos llevaban meses yendo a diario y ya tenían el aire ceniciento de la resignación. Aguardé tranquila, sin darme por aludida de las miradas torvas de algunas personas, que sin duda conocían mi relación con Valdivia y debían de preguntarse cómo una insignificante costurera, una mujer amancebada, se atrevía a pedir audiencia al marqués gobernador. A eso del mediodía llegó un secretario y anunció que era mi turno. Le seguí a una habitación imponente, decorada con un lujo exagerado —cortinajes, escudos, pendones, oro y plata—, chocante para el sobrio temperamento español, en especial para los que venimos de Extremadura. Guardias empenachados protegían al marqués gobernador, mas de una docena de escribanos, secretarios, leguleyos, bachilleres y frailes se afanaban con libracos y documentos, que él no podía leer, y varios sirvientes indígenas de librea, pero descalzos, servían vino, frutas y pasteles de las monjas. Francisco Pizarro, instalado en un sillón de felpa y plata sobre un estrado, me hizo el honor de reconocerme y mencionar que recordaba nuestra entrevista anterior. Yo me había hecho un vestido de viuda para la ocasión, iba de negro, con mantilla y una toca que ocultaba mis cabellos. Dudo que el astuto marqués se dejara engañar por mi apariencia; sabía muy bien por qué Valdivia pretendía llevarme con él.
—¿En qué puedo serviros, señora? —me preguntó con su voz destemplada.
—Soy yo quien desea serviros a vos y a España, excelencia —le contesté, con una humildad que estaba lejos de sentir, y procedí a mostrarle el mapa amarillento de Diego de Almagro, que Valdivia siempre llevaba junto al pecho. Le señalé la ruta del desierto, que habría de seguir la expedición, y le conté que yo había heredado de mi madre el don de encontrar agua.
Francisco Pizarro, perplejo, se quedó mirándome como si yo me hubiese burlado de él. Creo que nunca había oído hablar de algo semejante, a pesar de que es una facultad bastante común.
—¿Me estáis diciendo que podéis hallar agua en el desierto, señora?
—Sí, excelencia.
—¡Estamos hablando del desierto más árido del mundo!
—Según dicen algunos soldados que fueron en la expedición anterior, allí crecen algunos pastos y matorrales, excelencia Eso significa que hay agua, aunque posiblemente está a cierta profundidad. Si la hay, yo puedo encontrarla.
Para entonces toda actividad había cesado en la sala de audiencias y los presentes, incluso los servidores indios, seguían nuestra conversación con la boca abierta.
—Permitidme que os demuestre lo que sostengo, señor marqués gobernador. Puedo ir con testigos al sitio más yermo que usted me asigne y con una varilla os mostraré que soy capaz de hallar agua.
—No será necesario, señora. Os creo —se pronunció Pizarro después de una larga pausa.
Procedió a impartir órdenes para que se me extendiera la autorización solicitada y, además, me ofreció una lujosa tienda de campaña, como prenda de amistad, «para aliviar los sacrificios del viaje», manifestó. En vez de seguir al secretario, que pretendía conducirme a la puerta, me planté junto a uno de los escritorios a esperar mi documento, porque de otro modo podía tardar meses. Media hora más tarde, Pizarro le puso su sello y me lo tendió con una sonrisa torcida. Sólo me faltaba el permiso de la Iglesia.
Pedro y yo regresamos al Cuzco a organizar la expedición, tarea nada fácil, porque, aparte de los gastos, había el problema de que muy pocos soldados quisieron sumarse a nosotros. Eso de que sobrarían brazos bien armados, como había anunciado tantas veces Valdivia, resultó una ironía. Quienes fueron años antes con Diego de Almagro habían regresado contando horrores de aquel lugar, que llamaban «sepultura de españoles» y que, según aseguraban, era muy mísero y no alcanzaba para alimentar ni a treinta encomenderos. Los «rotos chilenos» habían vuelto sin nada y vivían de la caridad, prueba sobrada de que Chile sólo ofrecía padecimientos. Eso desanimaba incluso a los más bravos, pero Valdivia podía ser muy elocuente cuando aseguraba que, una vez subsanados los obstáculos del camino, llegaríamos a una tierra fértil y benigna, de mucho contento, donde podríamos prosperar. «¿Y el oro?», preguntaban los hombres. Oro también habría, les aseguraba él, era cuestión de buscarlo. Los únicos voluntarios resultaron tan escasos de fondos, que debió prestarles dinero para que se aperaran con armas y caballos, tal como antes había hecho Almagro con los suyos, aun a sabiendas que nunca podría recuperar la inversión. Los nueve mil pesos se hicieron pocos para adquirir lo indispensable, entonces Valdivia consiguió financiamiento con un inescrupuloso comerciante, a quien consintió pagarle el cincuenta por ciento de lo que se recaudara en la empresa de la conquista.
Fui a confesarme con el obispo del Cuzco, a quien ablandé antes con manteles bordados para su sacristía, ya que necesitaba su permiso para el viaje. Teniendo en mi poder el documento de Pizarro, iba más o menos segura, pero nunca se sabe cómo reaccionarán los frailes y menos aún los obispos. En la confesión no tuve más remedio que exponer la verdad desnuda de mis amores.
—El adulterio es pecado mortal —me recordó el obispo.
—Soy viuda, eminencia. Me confieso de fornicación, que es un pecado horroroso, pero no de adulterio, que es peor.
—Sin arrepentimiento y sin el firme propósito de no volver a pecar, hija, ¿cómo pretendéis que os absuelva?
—Tal como lo hacéis con todos los castellanos del Perú, eminencia, que de otro modo irían a parar de cabeza al infierno.
Me dio la absolución y el permiso. A cambio le prometí que en Chile construiría una iglesia dedicada a Nuestra Señora del Socorro, pero él prefería a Nuestra Señora de las Mercedes, que viene a ser lo mismo con otro nombre, pero para qué iba a discutir con el obispo. Entretanto, Pedro se ocupaba de reclutar a los soldados, conseguir los yanaconas o indios auxiliares necesarios, comprar armas, municiones, carpas y caballos. Yo me hice cargo de otras cosas de menor importancia que rara vez distraen la mente de los grandes hombres, como alimento, herramientas de labranza, utensilios de cocina, llamas, vacas, mulas, cerdos, gallinas, semillas, mantas, telas, lana y mucho más. Los gastos eran muchos y tuve que invertir mis monedas ahorradas y vender mis joyas, que de todos modos no usaba, las tenía guardadas para una emergencia y consideré que no había emergencia mayor que la conquista de Chile. Además, confieso que nunca me han gustado las alhajas y menos aún tan ostentosas como las que me había regalado Pedro. Las pocas veces que me las puse, me parecía ver a mi madre con el ceño fruncido recordándome que no conviene llamar la atención ni provocar envidia. El médico alemán me entregó un baulito con cuchillos, tenazas, otros instrumentos de cirugía y medicamentos: azogue, albayalde fino, mercurio dulce, jalapa en polvo, precipitado blanco, crémor tártaro, sal de saturno, basilicón, antimonio crudo, sangre de drago, piedra infernal, bolo armenio, tierra japónica y éter. Catalina le dio una mirada a los frascos y se encogió de hombros, despectiva. Ella llevaba sus bolsas con el herbolario indígena, que enriqueció por el camino con las plantas curativas de Chile. Además, insistió en llevar la batea de madera para el baño, porque nada le molestaba tanto como la hediondez de los viracochas y estaba convencida de que casi todas las enfermedades eran debidas a la mugre.
En eso estaba cuando llegó a golpear mi puerta un hombre maduro, simplón, con cara de niño, que se presentó como don Benito. Era uno de los hombres de Almagro, curtido por años de vida militar, el único que regresó enamorado de Chile, pero no se atrevía a decirlo en público para que no lo creyeran enajenado. Tan andrajoso como los otros «chilenos», tenía sin embargo una gran dignidad de soldado y no venía a pedir dinero prestado ni a poner condiciones, sino a acompañarnos y ofrecernos su ayuda. Compartía la idea de Valdivia de que en Chile se podía fundar un pueblo justo y sano.
—Esa tierra corre mil leguas de norte a sur y el mar la baña al oeste, mientras que al este hay una sierra tan majestuosa como no se ha visto en España, señora mía —me dijo.
Don Benito nos contó detalles del desastroso viaje de Diego de Almagro. Dijo que el adelantado permitió que sus hombres cometieran atrocidades indignas de un cristiano. Se llevaron del Cuzco a miles y miles de indios atados con cadenas y sogas al cuello, para evitar que escaparan. A los que morían, simplemente les cortaban la cabeza, para no darse el trabajo de desatar a la hilera de cautivos ni detener el avance de la fila, que se arrastraba por la sierra. Cuando les faltaban indios para servirles, se dejaban caer como demonios sobre pueblos indefensos, encadenaban a los hombres, violaban y raptaban a las mujeres, mataban o abandonaban a los niños y, después de robar el alimento y los animales domésticos, quemaban las casas y las siembras. Hacían que los indios cargaran más peso del humanamente posible, incluso que se echaran al hombro a los potrillos recién nacidos y las literas y hamacas en que ellos mismos se hacían transportar para no cansar a sus caballos. En el desierto, más de un viracocha llevaba amarrada a la montura a una india recién parida, para beberle la leche de los senos, a falta de otro líquido, mientras el niño quedaba tirado en las arenas hirvientes. Los negros azotaban hasta la muerte a quienes se doblaban de fatiga, y era tanta el hambre que pasaban los infelices indígenas, que llegaron a comerse los cadáveres de sus compañeros. Al español que era cruel y mataba a más indios, lo tenían por bueno, y al que no, por cobarde. Valdivia lamentó esos hechos, seguro de que él los habría evitado, pero comprendía que así es el desorden de la guerra, como le constaba después de haber presenciado el saqueo de Roma. Dolor y más dolor, sangre por el camino, sangre de las víctimas, sangre que envilece a los opresores.