Al conocer a Francisco de Aguirre sentí de inmediato confianza en él, a pesar de su aspecto intimidante. Con el tiempo aprendí a temer su crueldad. Era un hombronazo exagerado, amigo del ruido, alto y fornido, con la carcajada siempre pronta. Bebía y comía por tres y, según me contó Pedro, era capaz de preñar a diez indias en una noche y otras diez en la noche siguiente. Han pasado muchos años y ahora Aguirre es un anciano sin escrúpulos de conciencia ni rencores, todavía lúcido y sano, a pesar de que pasó años en los pestilentes calabozos de la Inquisición y del rey. Vive bien gracias a una merced de tierra que le cedió mi difunto marido. Sería difícil hallar a dos personas más diferentes que mi Rodrigo, bondadoso y noble, y ese Francisco de Aguirre, tan desenfrenado, pero se querían como buenos soldados en la guerra y amigos en la paz. Rodrigo no podía permitir que su compañero de peripecias terminara como mendigo por la ingratitud de la Corona y la Iglesia, por eso lo protegió hasta que se lo llevó la muerte. Aguirre, quien no tiene un rincón del cuerpo sin cicatrices de batallas, pasa sus últimos días viendo crecer el maíz de su chacra, junto a su mujer, que vino de España por amor, sus hijos y sus nietos. A los ochenta años no está derrotado, sigue imaginando aventuras y cantando las canciones pícaras de su juventud. Además de sus cinco hijos legítimos, engendró más de cien bastardos conocidos, y debe de haber otros cientos que nadie ha contabilizado. Tenía la idea de que la mejor forma de servir a su majestad en las Indias era poblándola de mestizos; llegó a decir que la solución al problema indígena era matar a todos los varones mayores de doce años, secuestrar a los niños y violar a las mujeres con paciencia y método. Pedro creía que su amigo hablaba en broma, pero yo sé que lo decía en serio. A pesar de su desaforado afán de fornicación, el único amor de su vida fue su prima hermana, con quien se casó gracias a un permiso especial del Papa, como me parece que ya conté. Ten paciencia conmigo, Isabel: a los setenta años tiendo a repetirme.
Anduvimos varios días y alcanzamos el valle de Copiapó, donde comenzaba el territorio de gobernación que le correspondía a Pedro de Valdivia. Un grito de júbilo escapó de los pechos españoles: habíamos llegado. Pedro de Valdivia reunió a la gente, se rodeó de sus capitanes, me llamó a su lado y con gran solemnidad plantó el estandarte de España y tomó posesión. Le dio el nombre de Nueva Extremadura, porque de allí provenían él, Pizarro, la mayor parte de los hidalgos de la expedición y yo. Enseguida el capellán González de Marmolejo armó un altar con su crucifijo, su copón de oro —el único oro que habíamos, vislumbrado en meses— y la pequeña estatua de Nuestra Señora del Socorro, convertida en nuestra patrona por la ayuda que nos prestó en el desierto. El clérigo ofició una emotiva misa de acción de gracias y todos comulgamos, con el alma henchida.
El valle estaba habitado por pueblos mezclados y sometidos al incanato, pero se hallaban tan lejos del Perú que la influencia del Inca no era opresiva. Salieron a recibirnos sus curacas con modestos regalos de comida y discursos de bienvenida, que los lenguas traducían, pero no estaban tranquilos con nuestra presencia. Las casas eran de barro y paja, más sólidas y mejor dispuestas que las chozas que habíamos visto antes. También entre estas gentes existía la costumbre de convivir con los antepasados muertos, pero esta vez los soldados se guardaron muy bien de mancillar a las momias. Descubrimos algunas aldeas recién abandonadas, pertenecientes a indios hostiles bajo las órdenes del cacique Michimalonko.
Don Benito hizo instalar el campamento en un sitio resguardado, porque temía que los nativos se tornaran más belicosos cuando comprendieran que no teníamos intención de regresar al Perú, como seis años antes hiciera la expedición de Almagro. A pesar de la necesidad que teníamos de alimentos, Valdivia prohibió saquear los ranchos habitados y molestar a los pobladores, por ver si así conseguíamos ganarlos como aliados. Don Benito había capturado a otros mensajeros que, al ser interrogados, repitieron lo que ya sabíamos: el Inca había ordenado a la población escapar con sus familias a los montes y ocultar o destruir los alimentos, cosa que hizo la mayoría de esos indígenas. Don Benito concluyó que los chilenos —como llamaba a los habitantes de Chile, sin distinción de tribu— seguro habían escondido la comida en la arena, donde era más fácil cavar. Mandó a todos los soldados, menos los de guardia, a recorrer la zona clavando espadas y lanzas en el suelo hasta hallar los entierros, y así consiguió maíz, papas, frijoles e incluso unas calabazas con chicha fermentada que yo confisqué porque serviría para ayudar a los heridos a soportar la brutalidad de las cauterizaciones.
Tan pronto el campamento estuvo listo, don Benito hizo levantar una horca y Pedro de Valdivia anunció que al día siguiente se juzgaría a Sancho de la Hoz y a los otros prisioneros. Los capitanes de probada fidelidad se reunieron en nuestra tienda en torno a la mesa, cada uno en su banqueta de suela y el jefe en su sillón. Ante el asombro general, Valdivia me hizo llamar y me señaló una silla a su lado. Me senté un poco cohibida por las miradas incrédulas de los capitanes, que jamás habían visto a una mujer en un consejo de guerra. «Ella nos salvó de la sed en el desierto y de la conspiración de los traidores, merece más que nadie participar en esta reunión», dijo Valdivia, y ninguno se atrevió a contradecirlo. Juan Gómez, al que se veía muy nervioso, porque Cecilia estaba dando a luz en ese mismo momento, colocó los cinco puñales idénticos sobre la mesa, explicó lo que había averiguado sobre el atentado y nombró a los soldados cuya lealtad estaba en duda, en especial un tal Ruiz, quien había facilitado la entrada de los conspiradores al campamento y distraído a los centinelas de nuestra tienda. Los capitanes discutieron largamente el riesgo de ejecutar a De la Hoz y al fin prevaleció la opinión de Rodrigo de Quiroga, que coincidía con la mía. Yo me guardé muy bien de abrir la boca, para que no me acusaran de ser un marimacho que dominaba a Valdivia. Vigilé que se sirviera vino en las copas, presté atención y asentí mansamente cuando habló Quiroga. Valdivia ya había tomado su decisión, pero estaba esperando que otro lo propusiera para no parecer acobardado por las cédulas reales de Sancho de la Hoz.
Tal como estaba anunciado, el juicio se llevó a cabo al día siguiente en la tienda de los prisioneros. Valdivia fue el único juez, auxiliado por Rodrigo de Quiroga y otro militar, quien actuó de secretario y ministro de fe. Esta vez yo no asistí, pero no me costó nada averiguar la versión completa de lo acontecido. Pusieron guardias armados en torno a la tienda, para contener a los curiosos, y colocaron una mesa, detrás de la cual se sentaron los tres capitanes, flanqueados por dos esclavos negros, expertos en aplicar suplicios y ajusticiar. El ministro de fe abrió sus libracos y preparó su pluma y su tintero, mientras Rodrigo de Quiroga alineaba los cinco puñales sobre la mesa. También habían llevado uno de mis braseros peruanos repleto de brasas al rojo, no tanto para entibiar el ambiente como para aterrorizar a los prisioneros, enterados de que el tormento es parte de cualquier juicio de este tipo; el fuego se usa más con indios que con hidalgos, pero nadie estaba seguro de lo que haría Valdivia. Los acusados, de pie ante la mesa y cargados de cadenas, escucharon durante más de una hora las acusaciones contra ellos. No les cupo la menor duda de que el «usurpador», como llamaban a Valdivia, conocía hasta el último detalle de la conspiración, incluyendo la lista completa de los partidarios de Sancho de la Hoz en la expedición. No había nada que alegar. Un silencio largo siguió a la perorata de Valdivia, mientras el secretario terminaba de anotar en su libro.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó al fin Rodrigo de Quiroga.
Entonces a Sancho de la Hoz se le desinfló el aplomo y cayó de rodillas, clamando que confesaba todo aquello de lo cual se le acusaba menos el propósito de asesinar al general, a quien los cinco respetaban y admiraban y darían sus vidas por servir. Lo de los puñales era una tontería, bastaba verlos para comprender que no eran armas serias. Los otros siguieron su ejemplo, suplicando que se les perdonara y jurando eterna fidelidad. Valdivia los hizo callar. Otro insoportable silencio siguió a sus palabras, y por último el jefe se puso de pie y dictó su sentencia, que a mí me pareció muy injusta, pero me guardé bien de comentarla con él más tarde porque supuse que tendría sus razones para hacer lo que hizo.
Tres de los conspiradores fueron condenados al destierro: tendrían que emprender el regreso a pie al Perú, con un puñado de indios auxiliares y una llama, a través del desierto. Otro fue puesto en libertad sin ninguna explicación. Sancho de la Hoz firmó una escritura —la primera de Chile— para disolver la sociedad con Valdivia y quedó engrillado y preso, sin sentencia por el momento, en el limbo de la incertidumbre. Lo más raro fue que esa noche Valdivia ordenó ejecutar a Ruiz, el soldado que había servido de cómplice pero que ni siquiera se contaba entre los cinco que entraron en nuestra tienda con los famosos puñales. Don Benito en persona vigiló a los negros que lo ahorcaron y luego lo descuartizaron. La cabeza y cada cuarto de su cuerpo, destazado a hachazos, fueron expuestos en ganchos de carnicero en varios puntos del campamento, para recordar a los indecisos cómo se pagaba la deslealtad a Valdivia. Al tercer día, era tan repugnante el olor y eran tantas las moscas, que debieron quemar los restos.
El parto de Cecilia, la princesa inca, fue largo y difícil, porque la criatura estaba volteada en el vientre. Si un niño sobrevive a ese tipo de nacimiento, dicen las comadres que será afortunado. A éste lo sacó Catalina a tirones y salió morado, pero sano y gritón. Fue muy buen augurio que el primer mestizo chileno naciera de pie.
Catalina estaba esperando a Juan Gómez en la puerta de nuestra tienda mientras los capitanes deliberaban sobre la suerte de los conspiradores. Ese hombre, que había pasado peores tribulaciones que cualquiera de los otros valientes, porque en el desierto cedía su ración de agua a su mujer, iba a pie para prestarle su caballo cuando a ella se le accidentó la mula y ponía el pecho para protegerla en los ataques de los indios, se puso a llorar cuando Catalina le colocó a su hijo en los brazos.
—Se llamará Pedro, en honor a nuestro gobernador —anunció Gómez entre sollozos.
Todos celebraron la decisión, menos Pedro de Valdivia.
—No soy gobernador, soy sólo teniente gobernador, representante del marqués Pizarro y de su majestad —nos recordó secamente.
—Ya estamos en el territorio que se os asignó para conquistar, capitán general, y éste es un valle de mucho contento. ¿Por qué no fundamos aquí la ciudad? —sugirió Gómez.
—Buena idea. Pedrito Gómez será el primer niño bautizado en la ciudad —lo apoyó Jerónimo de Alderete, quien aún no se reponía de las fiebres de la selva y estaba agobiado por la perspectiva de seguir andando.
Pero yo sabía que Pedro deseaba seguir hacia el sur, lo más al sur posible, para alejarse del Perú. Su idea era establecer la primera ciudad donde no alcanzaran los largos brazos del marqués gobernador, la Inquisición, los cagatinta y los comemierda, como llamaba en privado a los mezquinos empleados de la Corona que se las arreglaban para jorobar en el Nuevo Mundo.
—No, señores. Seguiremos hasta el valle del Mapocho. Ése es el sitio perfecto para nuestra colonia, según asegura don Benito, quien estuvo allí con el adelantado Diego de Almagro.
—¿A cuántas leguas queda eso? —insistió Alderete.
—Muchas, pero menos de las que ya hemos recorrido —explicó don Benito.
A Cecilia la tratamos primero con infusiones de hojas de huella hasta que expulsó los restos del parto, que estaban retenidos, y luego detuvimos la hemorragia con un licor preparado con raíces de oreja de zorro, receta chilena que Catalina acababa de aprender y que dio pronto resultado. Mientras nuestros soldados se enfrentaban con los indios en diversas escaramuzas, Catalina salía tranquilamente del campamento para juntarse con las indias chilenas e intercambiar remedios. No sé cómo se las arreglaba para pasar entre los centinelas sin ser vista y fraternizar con el enemigo sin que le reventaran el cráneo de un macanazo.
Lo malo fue que con tantas yerbas curativas a Cecilia se le cortó la leche, así es que el pequeño Pedro Gómez se crió con leche de llama. Si hubiera nacido unos meses más tarde, habría contado con varias nodrizas, porque había muchas indias preñadas. La leche de llama le dio una dulzura que habría de ser serio impedimento en su futuro, porque le tocó vivir y guerrear en Chile, que no es lugar para hombres de corazón demasiado tierno.
Y ahora debo referirme a otro episodio que no tiene trascendencia, salvo para un pobre joven de apellido Escobar, pero sirve para mostrar el carácter de Pedro de Valdivia. Mi amante era un hombre generoso, de ideas espléndidas, sólidos principios católicos y un valor a toda prueba —buenas razones para admirarlo—, pero también tenía defectos, algunos bastante graves. El peor fue seguramente su desmedida ambición de fama, que al final le costó la vida a él y a muchos otros; pero el más difícil de sobrellevar para mí fueron sus celos. Sabía que yo no era capaz de traicionarlo, porque no está en mi naturaleza y lo amaba demasiado, ¿por qué entonces dudaba de mí? O tal vez dudaba de sí mismo.
Los soldados disponían de cuantas indias quisieran, unas a la fuerza y otras complacientes, pero seguramente echaban de menos palabras de amor susurradas en castellano. Los hombres desean lo que no tienen. Yo era la única española de la expedición, la manceba del jefe, visible, presente, intocable y, por lo mismo, codiciada. Me he preguntado a veces si fui responsable de las acciones de Sebastián Romero, el alférez Núñez o ese muchacho, Escobar. No encuentro falta en mí, salvo ser mujer, pero eso parece ser crimen suficiente. A nosotras nos culpan de la lujuria de los hombres, pero ¿no es el pecado de quien lo comete? ¿Por qué he de pagar yo por los yerros de otro?
Comencé el viaje vestida como lo hacía en Plasencia —refajos, cotilla, camisa, sayas, toca, mantón, escarpines—, pero muy pronto hube de adaptarme a las circunstancias. No se puede cabalgar mil leguas de lado, a la mujeriega, sin partirse la espalda; tuve que montar a horcajadas. Me conseguí unas bragas de hombre y botas, me quité la cotilla con barbas de ballena, que no hay quien la aguante, y pronto me deshice de la toca y me trencé el cabello, como las indias, porque me pesaba mucho en la nuca, pero nunca anduve descotada ni me permití familiaridades con los soldados. En los encuentros con indios belicosos me ponía yelmo, una coraza liviana de cuero y protecciones en las piernas que Pedro ordenó hacer para mí, de otro modo habría muerto a flechazos en el primer tramo del camino. Si eso incendió el deseo de Escobar y otros de la expedición, no entiendo cómo funciona la mente masculina. Le oí repetir a Francisco de Aguirre que los machos sólo piensan en comer, fornicar y matar, una de sus frases favoritas, aunque en el caso de los humanos ésa no es la verdad completa, ya que también piensan en el poder. Me niego a dar la razón a Aguirre, a pesar de las muchas debilidades que he comprobado en los hombres. No todos son iguales.