Inés del alma mía (20 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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Nuestros soldados hablaban mucho de mujeres, en especial cuando debíamos acampar por varios días y no tenían nada que hacer, sólo cumplir sus turnos de guardia y esperar. Intercambiaban impresiones sobre las indias, se jactaban de sus proezas —violaciones— y comentaban con envidia las del mítico Aguirre. Por desgracia, mi nombre aparecía con frecuencia en esas charlas, decían que yo era una hembra insaciable, que montaba como varón para excitarme con el caballo y que debajo de las sayas llevaba bragas. Esto último era cierto, no podía cabalgar a horcajadas con los muslos desnudos.

El soldadito más joven de la expedición, un chico llamado Escobar, de sólo dieciocho años, que había llegado al Perú como grumete cuando todavía era un niño, se escandalizaba con esos chismes. Todavía no lo había mancillado la violencia de la guerra y se había hecho una idea romántica de mí. Estaba en la edad en que uno se enamora del amor. Se le puso entre ceja y ceja que yo era un ángel arrastrado a la perversión por los apetitos de Valdivia, quien me forzaba a servirlo en la cama como una mujerzuela. Supe esto por las criadas indias, como me he enterado siempre de lo que ocurre a mi alrededor. No hay secretos para ellas, porque los hombres no se cuidan de lo que dicen delante de las mujeres, tal como no se cuidan delante de sus caballos o sus perros. Suponen que no entendemos lo que oímos. Observé con disimulo la conducta del muchacho y comprobé que me rondaba. Con la disculpa de enseñar trucos a Baltasar, que rara vez se despegaba de mi lado, o pedirme que le cambiara el vendaje en un brazo herido, o le enseñara a hacer mazamorra de maíz, porque sus dos indias eran inútiles, Escobar se las arreglaba para acercarse a mí.

Pedro de Valdivia consideraba a Escobar poco más que un mocoso y no creo que se preocupara por él antes de que los soldados empezaron a hacerle bromas. Apenas los demás se dieron cuenta de que su interés por mí era más romántico que sexual, no lo dejaron en paz, provocándolo hasta arrancarle lágrimas de humillación. Era inevitable que tarde o temprano las burlas llegaran a oídos de Valdivia, quien empezó a hacerme preguntas insidiosas y pasó a espiarme y a ponerme trampas. Enviaba a Escobar a ayudarme en labores que correspondían a las criadas, y éste, en vez de objetar la orden, como hubiera hecho otro soldado, corría a complacerlo. A menudo encontré a Escobar en mi tienda porque Pedro lo había mandado a buscar algo cuando sabía que yo estaba sola. Supongo que debí enfrentar desde un principio a Pedro, pero no me atreví, los celos lo convertían en un monstruo y podía imaginar que yo tenía ocultos motivos para proteger a Escobar.

Este juego satánico, que empezó a poco de salir de Tarapacá, fue olvidado durante la espantosa travesía del desierto, donde nadie tenía ánimo para tonterías, pero se reanudó con más intensidad en el manso valle de Copiapó. La herida leve que Escobar tenía en un brazo se infectó, a pesar de que se la habíamos quemado, y debía curarlo y cambiarle el vendaje a menudo. Llegué a temer que sería necesaria una intervención drástica, pero Catalina me hizo ver que la carne no olía mal y el muchacho no tenía fiebre. «No más rascándose, pues, señoray, ¿que no lo ves?», me insinuó. Me negué a creer que Escobar se hurgaba la herida para tener el pretexto de que yo se la tratara, pero comprendí que había llegado el momento de hablar con él.

Era la hora del anochecer, cuando empezaba la música en el campamento: las vihuelas y flautas de los soldados, las tristes quenas de los indios, los tambores africanos de los capataces. Junto a una de las fogatas, la cálida voz de tenor de Francisco de Aguirre entonaba una canción picaresca. En el aire flotaba el aroma delicioso de la única comida del día, carne asada, maíz, tortillas al rescoldo. Catalina había desaparecido, como solía ocurrir por las noches, y yo estaba en mi tienda con Escobar, a quien acababa de limpiarle la herida, y mi perro Baltasar, que le había tomado cariño al muchacho.

—Si esto no mejora pronto, me temo que deberemos cortaros el brazo —le anuncié a bocajarro.

—Un soldado manco no sirve de nada, doña Inés —murmuró, lívido de miedo.

—Un soldado muerto sirve aún menos.

Le ofrecí un vaso de chicha de tuna para ayudarlo a pasar el susto y yo misma ganar tiempo, porque no sabía cómo abordar el tema. Por fin, opté por la franqueza.

—Me doy cuenta de que me buscáis, Escobar, y como esto puede resultar muy inconveniente para los dos, de ahora en adelante Catalina os hará las curaciones.

Y entonces, como si hubiera estado aguardando que alguien entreabriera la puerta de su corazón, Escobar me soltó una retahíla de confesiones mezcladas con declaraciones y promesas de amor. Traté de recordarle con quién se estaba propasando, pero no me dejó hablar. Me abrazó con fuerza y con tan mala suerte, que al echarme hacia atrás tropecé con Baltasar y me fui de espaldas al suelo con Escobar encima. A cualquier otro que me atacara así, el perro lo habría destrozado, pero conocía muy bien al joven, creyó que era un juego y, en vez de agredirlo, saltaba en torno a nosotros, ladrando gustoso. Soy fuerte y no tuve dudas de que podía defenderme, por eso no grité. Sólo una tela encerada nos separaba de la gente que había afuera, no podía hacer un escándalo. Con el brazo herido él me mantenía apretada contra su pecho, con la otra mano me sujetaba la nuca y sus besos, mojados de saliva y lágrimas, me caían por el cuello y la cara. Alcancé a invocar a Nuestra Señora del Socorro, preparándome para darle un rodillazo en la ingle, pero ya era tarde, porque en ese momento apareció Pedro con su espada en la mano. Había estado todo el tiempo espiándonos desde el otro cuarto de la carpa.

—¡Nooo! —grité horrorizada cuando lo vi dispuesto a traspasar con su acero al infeliz soldadito.

Con un impulso brutal logré voltearme para cubrir a Escobar, que quedó debajo de mí. Traté de protegerlo de la espada desnuda tanto como del perro, que para entonces había asumido su papel de guardián e intentaba morderlo.

No hubo juicio ni explicaciones. Pedro de Valdivia simplemente llamó a don Benito y le ordenó que ahorcase al soldado Escobar a la mañana del día siguiente, después de misa, delante del campamento formado. Don Benito se llevó al tembloroso muchacho de un brazo y lo dejó en una de las tiendas, vigilado pero sin cadenas. Escobar estaba hecho un guiñapo, pero no por el miedo a morir, sino por el dolor de su corazón destrozado. Pedro de Valdivia se fue a la tienda de Francisco de Aguirre, donde se quedó jugando a los naipes con otros capitanes, y no regresó hasta el amanecer. No me permitió hablar con él, y, creo que por una vez, si lo hubiese hecho, yo no habría encontrado la forma de hacerle cambiar de parecer. Estaba endemoniado de celos.

Entretanto, el capellán González de Marmolejo intentaba consolarme diciendo que lo ocurrido no era mi culpa, sino de Escobar, por desear a la mujer del prójimo, o alguna sandez por el estilo.

—Supongo que no os quedaréis de brazos cruzados, padre. Debéis convencer a Pedro de que está cometiendo una grave injusticia —le exigí.

—El capitán general debe mantener orden entre su propia gente, hija, no puede permitir este tipo de agravio.

—Pedro puede permitir que sus hombres violen y golpeen a las mujeres de otros hombres, pero ¡ay si le tocan a la suya!

—Ya no puede retractarse. Una orden es una orden.

—¡Claro que puede retractarse! La falta de ese joven no merece la horca, lo sabéis tan bien como yo. ¡Id a hablar con él!

—Iré, doña Inés, pero os adelanto que no cambiará de opinión.

—Podéis amenazarlo con la excomunión...

—¡Esa amenaza no puede hacerse a la ligera! —exclamó el fraile, horrorizado.

—En cambio, Pedro sí puede echarse un muerto en la conciencia a la ligera, ¿verdad? —repliqué.

—Doña Inés, os falta humildad. Esto no está en vuestras manos, está en manos de Dios.

González de Marmolejo se fue a hablar con Valdivia. Lo hizo ante los capitanes que jugaban a las cartas con él porque pensó que éstos lo ayudarían a convencerlo de que perdonara a Escobar. Se equivocó de medio a medio. Valdivia no podía dar su brazo a torcer frente a testigos, y además sus compinches le dieron la razón; ellos habrían hecho lo mismo en su lugar.

Entonces me fui a la tienda de Juan Gómez y Cecilia, con la excusa de ver al recién nacido. La princesa inca estaba más bella que nunca, echada sobre un mullido colchón, descansando, rodeada de sus siervas. Una india le sobaba los pies, otra le peinaba el cabello retinto, otra estrujaba leche de llama de un trapo en la boca del crío. Juan Gómez, embelesado, observaba la escena como si estuviera ante el pesebre del Niño Jesús. Sentí un retortijón de envidia: habría dado media vida por estar en el lugar de Cecilia. Después de felicitar a la joven madre y besar al chiquito, cogí de un brazo al padre y me lo llevé afuera. Le conté lo que había ocurrido y le pedí ayuda.

—Vos sois el alguacil, don Juan, haced algo, por favor —le rogué.

—No puedo contravenir una orden de don Pedro de Valdivia —me contestó, con los ojos desorbitados.

—Me da vergüenza recordároslo, don Juan, pero me debéis un favor...

—Señora, ¿me estáis pidiendo esto porque tenéis un interés particular en el soldado Escobar? —me preguntó.

—¿Cómo se os ocurre? Os lo pediría por cualquier hombre de este campamento. No puedo permitir que don Pedro cometa este pecado. Y no me digáis que se trata de una cuestión de disciplina militar, los dos sabemos que son puros celos.

—¿Qué proponéis?

—Esto está en manos de Dios, como dice el capellán. ¿Qué os parece si ayudamos un poco a la mano divina?

Al día siguiente, después de la misa, don Benito convocó a la gente en la plaza central del campamento, donde todavía se alzaba la horca que había servido para el desafortunado Ruiz, con la cuerda preparada. Yo asistí por primera vez, porque hasta entonces me las había arreglado para no presenciar suplicios ni ejecuciones; bastante tenía con la violencia de las batallas y el sufrimiento de los heridos y enfermos que me tocaba sanar. Llevé a Nuestra Señora del Socorro en los brazos, para que todos pudieran verla. Los capitanes se pusieron en primera fila formando un cuadrilátero, les seguían los soldados y, más atrás, los capataces y la multitud de yanaconas, indias de servicio y mancebas. El capellán había pasado la noche en vela rezando, después de haber fracasado en su gestión con Valdivia. Tenía la piel verdosa y ojeras moradas, como solía ocurrirle cuando se flagelaba, aunque sus azotes eran para la risa, según las indias, que sabían muy bien lo que es un látigo en serio.

Un pregonero y un redoble de tambores anunciaron la ejecución. Juan Gómez, en su calidad de alguacil, dijo que el soldado Escobar había cometido un grave acto de indisciplina, había penetrado en la tienda del capitán general con aviesos propósitos y atentado contra su honor. No se necesitaban más explicaciones, a nadie le cupo duda de que el muchacho pagaría con la vida su amor de cachorro. Los dos negros encargados de las ejecuciones escoltaron al reo hasta la plaza. Escobar iba sin cadenas, derecho como una lanza, tranquilo, la mirada fija adelante, como si marchara en sueños. Había pedido que le permitieran lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Se puso de rodillas y el capellán le dio la extremaunción, lo bendijo y le pasó la Santa Cruz para que la besara. Los negros lo condujeron al patíbulo, le ataron las manos a la espalda y le ligaron los tobillos, luego pasaron la cuerda en torno a su cuello. Escobar no permitió que le colocaran una capucha, creo que quería morir mirándome, para desafiar a Pedro de Valdivia. Le sostuve la mirada, tratando de darle consuelo.

Al segundo redoble de tambores, los negros quitaron el soporte bajo los pies del reo y éste quedó colgado en el aire. Un silencio de tumba reinaba en el campamento entre la gente, sólo se oían los tambores. Durante un tiempo que me pareció eterno, el cuerpo de Escobar se balanceó de la horca, mientras yo rezaba y rezaba, desesperada, apretando la estatua de la Virgen contra mi pecho. Y entonces sucedió el milagro: la cuerda se cortó de súbito y el muchacho cayó desplomado al suelo, donde quedó tendido, como muerto. Un largo grito de sorpresa escapó de muchas bocas. Pedro de Valdivia dio tres pasos adelante, pálido como un cirio, sin poder creer lo que había ocurrido. Antes de que alcanzara a dar una orden a los verdugos, el capellán se adelantó con la Santa Cruz en alto, tan perplejo como los demás.

—¡Es el juicio de Dios! ¡El juicio de Dios! —gritaba.

Como una ola sentí primero el murmullo y luego la frenética algarabía de los indios, una ola que se estrelló contra la rigidez de los soldados españoles, hasta que uno se persignó y puso una rodilla en tierra. De inmediato otro siguió su ejemplo, y otro más, hasta que todos, menos Pedro de Valdivia, estuvimos arrodillados. El juicio de Dios...

El alguacil Juan Gómez hizo a un lado a los verdugos y él mismo quitó el lazo del cuello a Escobar, le cortó las amarras de las muñecas y los tobillos y le ayudó a ponerse de pie. Sólo yo noté que entregó la cuerda del patíbulo a un indio y éste se la llevó de inmediato, antes de que a alguien se le ocurriera examinarla de cerca. Juan Gómez ya no me debía ningún favor.

Escobar no fue puesto en libertad. Su sentencia fue conmutada por el destierro, tendría que volver al Perú, deshonrado, con un yanacona por única compañía y a pie. En caso de que lograra evadir a los indios hostiles del valle, perecería de sed en el desierto, y su cuerpo, disecado como las momias, quedaría sin sepultura. Es decir, más misericordioso hubiese sido ahorcarlo. Una hora más tarde abandonó el campamento con la misma calmada dignidad con que caminó hacia el patíbulo. Los soldados que antes se burlaron de él hasta enloquecerlo, formaron dos filas respetuosas y él pasó por el medio, lentamente, despidiéndose con los ojos, sin una palabra. Muchos tenían lágrimas, arrepentidos y avergonzados. Uno le entregó su espada, otro un hacha corta, un tercero llegó halando una llama cargada con unos bultos y odres de agua. Yo observaba la escena desde lejos, luchando contra la animosidad que sentía contra Valdivia, tan fuerte que me ahogaba. Cuando el muchacho ya salía del campamento, le di alcance, desmonté y le entregué mi único tesoro, el caballo.

Nos quedamos siete semanas en el valle, donde se nos sumaron veinte españoles más, entre ellos dos frailes y un tal Chinchilla, sedicioso y vil, quien desde el comienzo conspiró con Sancho de la Hoz para asesinar a Valdivia. A De la Hoz le habían quitado los grillos y circulaba libre por el campamento, acicalado y fragante, dispuesto a vengarse del capitán general, pero bien vigilado por Juan Gómez. De los ciento cincuenta hombres que ahora formaban la expedición, todos menos nueve eran hidalgos, hijos de la nobleza rural o empobrecida, pero tan hidalgos como el mejor. Según Valdivia, eso nada significa, porque sobran hidalgos en España, pero yo creo que estos fundadores legaron sus ínfulas al Reino de Chile. A la sangre altiva de los españoles se sumó la sangre indómita de la raza mapuche, y de la mezcla ha resultado un pueblo de un orgullo demencial.

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