A pesar del severo racionamiento impuesto por don Benito, llegó un día en que el agua se terminó. Para entonces estábamos enfermos de sed, teníamos la garganta desollada por la arena, la lengua hinchada, los labios llagados. De pronto nos parecía escuchar el sonido de una cascada y ver una laguna cristalina rodeada de helechos. Los capitanes debían retener a la fuerza a los hombres para que no perecieran arrastrándose en la arena tras un espejismo. Algunos soldados bebían la propia orina y la de los caballos, que era muy poca y muy oscura; otros, enloquecidos, se abalanzaban sobre los yanaconas para arrebatarles las últimas gotas que les quedaban en sus odres de patas. Si Valdivia no impone orden con castigos ejemplares, creo que los hubieran matado para chuparles la sangre. Esa noche vino de nuevo a visitarme Juan de Málaga, alumbrado por la clara luna. Se lo señalé a Pedro, pero no pudo verlo y creyó que yo alucinaba. Mi marido lucía muy mal, sus andrajos estaban encostrados de sangre seca y polvo sideral, tenía una expresión desesperada, como si también sus pobres huesos padecieran de sed.
Al día siguiente, cuando ya nos dábamos por perdidos sin remedio, un extraño reptil pasó corriendo entre mis pies. En muchos días no habíamos visto otra forma de vida que la nuestra, ni siquiera los abrojos que abundaban en otros trechos del desierto. Tal vez se trataba de una salamandra, ese lagarto que vive en el fuego. Concluí que por muy diabólico que fuese el animalejo, de vez en cuando necesitaría un sorbo de agua. «Ahora nos toca a nosotras, Virgencita», le advertí entonces a Nuestra Señora del Socorro. Saqué la varilla de árbol que llevaba en mi equipaje y me puse a rezar. Era la hora del mediodía, cuando la multitud de gente y animales sedientos descansaba. Llamé a Catalina, para que me acompañara, y las dos echamos a andar despacio, protegidas por una sombrilla, yo con un avemaría en los labios y ella con sus invocaciones en quechua. Caminamos un buen rato, tal vez una hora, en círculos cada vez más grandes, cubriendo más y más terreno. Don Benito creyó que la sed me había hecho perder el juicio y, agotado como estaba, le pidió a uno más joven y fuerte, a Rodrigo de Quiroga, que fuera a buscarme.
—¡Por el amor de Dios, señora! —me suplicó el oficial con la poca voz que le quedaba—. Venid a descansar. Os haremos sombra con una tela...
—Capitán, id a decirle a don Benito que me mande gente con picos y palas —lo interrumpí.
—¿Picos y palas? —repitió, atónito.
—Y decidle, por favor, que me traiga también unas tinajas y varios soldados armados.
Rodrigo de Quiroga partió a avisar a don Benito de que yo estaba mucho peor de lo que suponían, pero Valdivia lo oyó y, lleno de esperanza, le ordenó al maestre de campo que me facilitara lo que pedía. Poco después había seis indios cavando un hoyo. Los indios resisten la sed menos que nosotros y estaban tan secos por dentro que apenas podían con las palas y los picos, pero el terreno era blando y lograron cavar un hueco de vara y media de profundidad. Al fondo la arena estaba oscura. De repente, uno de los indios profirió un grito ronco y vimos que empezaba a juntarse agua, primero sólo una leve humedad, como sudor de la tierra, pero al cabo de dos o tres minutos ya había una pequeña charca. Pedro, que no se había movido de mi lado, mandó a los soldados defender el hoyo con sus vidas, porque temió, y con razón, el fiero asalto de mil hombres desesperados por unas gotas del líquido. Le aseguré que habría para todos, siempre que bebiéramos en orden. Así fue. Don Benito pasó el resto del día distribuyendo una taza de agua por cabeza, luego Rodrigo de Quiroga pasó la noche con varios soldados dando de beber a los animales y llenando los barriles y los odres de los indios. El agua surgía con ímpetu; era turbia y tenía un sabor metálico, pero a nosotros nos pareció tan fresca como la de las fuentes de Sevilla. La gente lo atribuyó a un milagro y llamaron al pozo Manantial de la Virgen, en honor a Nuestra Señora del Socorro. Montamos el campamento y nos quedamos en ese lugar tres días, saciando la sed, y cuando continuamos la marcha todavía corría un tenue arroyo sobre la calcinada superficie del desierto.
—Este milagro no es de la Virgen, sino tuyo, Inés —me dijo Pedro, muy impresionado—. Gracias a ti atravesaremos este infierno sanos y salvos.
—Sólo puedo encontrar agua donde la hay, Pedro, no puedo hacerla brotar. No sé si habrá otra fuente más adelante, y, en cualquier caso, no será tan abundante.
Valdivia ordenó que me adelantara media jornada, para ir tanteando el terreno en busca de agua, protegida por un destacamento de soldados, con cuarenta indios auxiliares y veinte llamas para cargar las tinajas. El resto de la gente seguiría en grupos, separados por varias horas, para que no se abalanzaran en tropel a beber en caso de que ubicáramos pozos. Don Benito designó a Rodrigo de Quiroga jefe del grupo que me acompañaba, porque en poco tiempo el joven capitán se había ganado su absoluta confianza. Además, era quien tenía mejor vista; sus grandes ojos castaños podían ver hasta lo que no existía. Si hubiese habido peligro en el alucinante horizonte del desierto, él lo habría descubierto antes que nadie, pero no lo hubo. Hallé varias fuentes de agua, ninguna tan abundante como la primera, pero suficientes para sobrevivir durante la travesía del Despoblado. Un día cambió de nuevo el color del suelo y pasaron dos aves volando.
Cuando terminamos de atravesar el desierto saqué la cuenta de que habíamos viajado casi cinco meses desde la salida del Cuzco. Valdivia decidió acampar y esperar, porque tenía noticias de que su amigo del alma, Francisco de Aguirre, podría juntarse con él en esa región. Nos espiaban indios hostiles en la distancia, sin acercarse. Una vez más pude instalarme en la elegante tienda que nos dio Pizarro. Cubrí el suelo de mantas peruanas y cojines, saqué la vajilla de loza de los baúles, para no seguir comiendo en escudillas de madera, y mandé construir un horno de barro para cocinar como es debido, ya que llevábamos dos meses comiendo cereales y carne seca. En la habitación grande de la tienda, que Valdivia usaba de cuartel general y sala de audiencia y justicia, coloqué su sillón y unos taburetes de suela para los visitantes, que llegaban a horas imprevistas. Catalina pasaba el día recorriendo el campamento, como una sombra sigilosa, para traerme noticias. Nada sucedía entre españoles o yanaconas que yo no supiera. A menudo venían los capitanes a cenar y solían llevarse la desagradable sorpresa de que Valdivia me invitaba a sentarme con ellos a la mesa. Es posible que ninguno hubiese comido con una mujer en su vida, eso no se usa en España, pero aquí las costumbres son más relajadas. Nos alumbrábamos con bujías y lámparas de aceite y nos calentábamos con dos grandes braseros peruanos, porque hacía frío en las noches. González de Marmolejo, que además de fraile era bachiller, nos explicó por qué las estaciones están cambiadas y cuando es invierno en España es verano en Chile y a la inversa, pero nadie lo entendió y seguimos pensando que en el Nuevo Mundo las leyes de la Naturaleza están desquiciadas. En la otra pieza de la tienda Pedro y yo teníamos la cama, un escritorio, mi altar, nuestros baúles y la batea para el baño, que no se había usado en mucho tiempo. A Pedro le había disminuido el temor al baño y de vez en cuando aceptaba meterse en la batea y que yo lo enjabonara, pero siempre prefería lavarse a medias con un trapo mojado. Fueron días muy buenos, en los que volvimos a ser los enamorados que fuimos en el Cuzco. Antes de hacer el amor le gustaba leerme sus libros favoritos en voz alta. Él no sabía, porque yo deseaba darle una sorpresa, que el clérigo González de Marmolejo me estaba enseñando a leer y escribir.
Unos días después Pedro partió con algunos de sus hombres a recorrer la región en busca de Francisco de Aguirre y a ver si podía parlamentar con los indios. Era el único que creía posible entenderse con ellos. Aproveché su ausencia para darme un baño y lavarme el cabello con quillay, una corteza de árbol chileno que mata los piojos y mantiene el pelo sedoso y sin canas hasta la tumba. Conmigo no dio ese resultado, porque lo he usado siempre y tengo la cabeza blanca; bueno, por lo menos no estoy medio calva, como tantas otras personas de mi edad. De tanto caminar y cabalgar, me dolía la espalda, y una de mis indias me dio una friega con un bálsamo de peumo, preparado por Catalina. Me acosté muy aliviada, con Baltasar a los pies. El perro tenía diez meses y todavía era muy juguetón, pero había alcanzado buen tamaño y se podía adivinar su temple de guardián. Por una vez no me atormentó el insomnio y me dormí pronto.
Pasada la medianoche me despertaron los sordos gruñidos de Baltasar. Me senté en la cama, tanteando en la oscuridad con una mano en busca de un chal para cubrirme y sujetando con la otra al perro. Entonces sentí un ruido ahogado en la otra sala y no tuve duda de que había alguien allí. Primero pensé que Pedro había vuelto, porque los centinelas de la puerta no habrían dejado entrar a nadie más, pero la actitud del perro me puso sobre alerta. No había tiempo de encender una lámpara.
—¿Quién va? —grité, asustada.
Hubo una pausa tensa y enseguida alguien llamó en la oscuridad a Pedro de Valdivia.
—No se encuentra aquí. ¿Quién lo busca? —pregunté, ahora con voz airada.
—Disculpad, señora, soy Sancho de la Hoz, leal servidor del capitán general. Me ha tomado mucho tiempo llegar hasta aquí y deseo saludarlo.
—¿Sancho de la Hoz? ¿Cómo os atrevéis, caballero, a entrar en mi tienda en mitad de la noche? —exclamé.
Para entonces Baltasar ladraba a rabiar, lo que alertó a los guardias. En cosa de minutos acudieron don Benito, Quiroga, Juan Gómez y otros, con luces y sables desenvainados, para hallar en mi habitación no sólo al insolente De la Hoz, sino a otros cuatro hombres que lo acompañaban. La primera reacción de los míos fue arrestarlos de inmediato, pero los convencí de que se trataba de un malentendido. Les rogué que se retiraran y ordené a Catalina que improvisara algo de comer para los recién llegados, mientras me vestía deprisa. De mi propia mano les escancié vino y les serví la cena con la debida hospitalidad, muy atenta a lo que quisieron contarme de las penurias de su viaje.
Entre copa y copa me asomé afuera para decirle a don Benito que enviara de inmediato un mensajero en busca de Pedro de Valdivia. La situación era muy delicada, porque De la Hoz tenía varios partidarios entre la gente descontenta y floja de nuestra expedición. Algunos soldados acusaban a Valdivia de haber usurpado la conquista de Chile al enviado de la Corona, ya que las cédulas reales de Sancho de la Hoz tenían más autoridad que el permiso dado por Pizarro. Sin embargo, De la Hoz no contaba con ningún respaldo económico, había dilapidado en España la fortuna que le tocó como parte del rescate de Atahualpa, no había podido conseguir dinero, naves ni soldados para la empresa y su palabra valía tan poco que había estado preso en el Perú por deudas y estafas. Sospeché que pretendía deshacerse de Valdivia, apoderarse de la expedición y continuar la conquista de Chile solo.
Decidí tratar a los cinco inoportunos visitantes con las mayores consideraciones, para que entraran en confianza y bajaran la guardia hasta que volviera Pedro. Por lo pronto, los atiborré de comida y en la garrafa del vino puse suficiente adormidera para tumbar a un buey, porque no quería escándalo en el campamento; lo último que convenía era tener a la gente dividida en dos bandos, como podía ocurrir si De la Hoz establecía dudas sobre la legitimidad de Valdivia. Al verme tan amable, los cinco desalmados debieron de reírse a mis espaldas, satisfechos de haber engañado con su desparpajo a una estúpida mujer, pero antes de una hora estaban tan ebrios y drogados, que no opusieron la menor resistencia cuando llegaron don Benito y los guardias a llevárselos. Al registrarlos descubrieron que cada uno de ellos llevaba un puñal con empuñadura de plata labrada, todos iguales, y entonces no cupo duda de que se trataba de una teatral conspiración para asesinar a Valdivia. Los puñales idénticos sólo podían ser idea del cobarde De la Hoz, quien así distribuía en cinco partes la responsabilidad del crimen. Nuestros capitanes querían ajusticiarlos allí mismo, pero les hice ver que una decisión tan grave sólo podía ser tomada por Pedro de Valdivia. Se requirió mucha astucia y firmeza para impedir que don Benito colgara a De la Hoz del primer árbol a su alcance.
Tres días después regresó Pedro, ya informado de la conspiración. Sin embargo, la noticia no logró agriarle el ánimo, porque había encontrado a su amigo Francisco de Aguirre, quien llevaba varias semanas esperándolo, y además traía consigo a quince hombres a caballo, diez arcabuceros, muchos indios de servicio y suficiente alimento para varios días. Con ellos nuestro contingente aumentó a ciento treinta y tantos soldados, según recuerdo; ése fue un milagro mayor que el Manantial de la Virgen.
Antes de discutir con sus capitanes el asunto de Sancho de la Hoz, Pedro se encerró conmigo para oír mi versión de lo ocurrido. A menudo se dijo que yo tenía a Pedro hechizado con encantamientos de bruja y pociones afrodisíacas, que lo atontaba en la cama con aberraciones de turca, le absorbía la potencia, le anulaba la voluntad y, en buenas cuentas, hacía lo que me daba la gana con él. Nada más lejos de la verdad. Pedro era testarudo y sabía muy bien lo que quería; nadie podía hacerle cambiar de rumbo con artes de magia o de cortesana, sólo con argumentos de la razón. No era hombre de pedir consejo abiertamente y menos a una mujer, pero en la intimidad conmigo se quedaba callado, paseándose por el cuarto, hasta que yo atinaba a ofrecer mi opinión. Procuraba dársela con cierta vaguedad, para que al final creyera que la decisión era suya. Este sistema siempre me sirvió bien. Un hombre hace lo que puede, una mujer hace lo que el hombre no puede. No me parecía acertado ajusticiar a Sancho de la Hoz, como sin duda merecía, porque estaba protegido por las cédulas reales y tenía una numerosa parentela, con conexiones en la corte de Madrid, que podía acusar a Valdivia de sedición. Mi deber era evitar que mi amante terminara en el potro de tormento o el patíbulo.
—¿Qué se hace con un traidor como éste? —masculló Pedro, paseándose como un gallo de pelea.
—Tú siempre has dicho que a los enemigos conviene tenerlos cerca, donde se los puede vigilar...
En vez de enjuiciar a los acusados de inmediato, Pedro Valdivia decidió darse tiempo para averiguar cómo estaban los ánimos entre sus soldados, recoger las pruebas de la conspiración y desenmascarar a los cómplices ocultos entre los nuestros. Sorpresivamente, dio orden a don Benito de levantar el campamento y continuar hacia el sur, llevando a sus prisioneros engrillados y muertos de miedo, todos menos el necio de Sancho de la Hoz, quien se creía por encima de la justicia y, a pesar de los hierros, seguía en su afán de ganar adeptos a su causa y de acicalarse. Exigió una india de servicio en la cárcel para almidonarle la gola, aplancharle las calzas, enrizarle el cabello, rociarle con perfume y pulirle las uñas. Los hombres recibieron mal la noticia de partir, porque estaban cómodos en ese lugar, era fresco, había agua y árboles. Don Benito les recordó a grito destemplado que las decisiones del jefe no se cuestionaban. Mal que mal, Valdivia los había conducido hasta allí con un mínimo de inconvenientes; el paso del desierto había sido un éxito, sólo habíamos perdido tres soldados, seis caballos, un perro y trece llamas. A los yanaconas que faltaban nadie los contó, pero según Catalina debían de ser unos treinta o cuarenta.