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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (6 page)

BOOK: Infierno Helado
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Logan miró hacia atrás.

—La verdad es que lo que me interesa no es el bunker, señor Hunt.

Hunt parpadeó.

—¿No? Entonces, ¿por qué…?

—He venido a consultar el archivo Omega.

Abrió mucho los ojos.

—¿El archivo? Lo lamento, pero es imposible.

—La información que contenía el archivo ha sido desclasificada… —Logan echó un vistazo a su reloj—. A las ocho de esta mañana, hace setenta minutos.

Ahora es de acceso público.

—Sí, sí, pero antes hay que cumplir como es debido con los trámites de desactivación: permisos, comprobaciones… Ese tipo de cosas. Las solicitudes tienen que hacerse por los canales indicados.

—A mí solo me interesa una carpeta. Puede observar si quiere. La leeré en su presencia. En cuanto a los canales indicados, creo que estará de acuerdo conmigo en que esto evita cualquier posible objeción.

Logan abrió su maletín, sacó una hoja doblada, con el sello del gobierno de Estados Unidos en la parte superior, y se la dio al hombrecillo, que después de leerla por encima abrió aún más los ojos y se humedeció los labios.

—Muy bien, doctor Logan, muy bien. Pero todavía necesito una autorización verbal…

Logan señaló la firma del final de la carta.

—Si tantas ganas tiene de molestarle, adelante, pero hágalo cuando volvamos al hotel. Si me permite llevar a cabo mi investigación sin trabas, apenas tardaré unos minutos.

Hunt se quitó las gafas, se las limpió con la chaqueta, se las puso otra vez y se ajustó el sombrero de paja.

—¿Puedo preguntarle…? —Le falló la voz. Carraspeó—.

¿Puedo preguntarle qué interés tiene un profesor de historia medieval por el archivo Omega?

Logan le miró con afabilidad.

—Como ya le he comentado, señor Hunt, estoy en excedencia.

El ascensor se abrió con un crujido, frente a un túnel de cemento con una cubierta semicircular y el suelo de rejillas de acero.

—Sígame, por favor —dijo Hunt, que echó a caminar rápidamente por el túnel, gélido y sin ningún tipo de adorno.

Una hilera de bombillas, en apliques circulares, colgadas del techo con varillas iluminaba el corredor. En la parte superior de las paredes, unos tubos pintados de verde se adentraban sinuosamente en el bunker. Hunt iba a paso veloz, como si ya no le apeteciera conversar. Dejaron atrás varios túneles, algo que parecía un dormitorio y una sala grande, en la que había cámaras de televisión y una gran foto del Capitolio tomada cuando los cerezos están en flor que ocupaba toda la pared del fondo. Finalmente, Hunt abandonó el pasillo central y, seguido de Logan, entró en una habitación llena de cuadros eléctricos de control, a la que daba una antecámara pequeña. Una vez en esta última, corrió la falsa pared del fondo y apareció una puerta de metal pesada con bisagras muy macizas. Entonces sacó otra llave del bolsillo y la encajó en la ranura central.

—El archivo está aquí detrás —dijo—. Por favor, busque la carpeta y consúltela tan deprisa como pueda. Tengo que pedir autorización con la máxima premura.

—Iré rápido —contestó Logan.

Hunt asintió, frunciendo el entrecejo. Después giró la llave y tiró de la puerta.

Un chorro de aire salió de la oscuridad del otro lado; un aire enrarecido y lleno de polvo cuyo simple olor aceleró el pulso de Logan.

El archivo Omega era exactamente uno de esos descubrimientos a los que Jeremy Logan (cuyo título de experto en historia medieval, sin alejarse del todo de la realidad, era una especie de cortina de humo) consagraba su vida.

Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el gobierno había aprovechado las medidas de seguridad del bunker del Congreso para almacenar documentos militares secretos y de alto secreto.

Aunque el bunker en sí llevase una década desclasificado, habían sido necesarios muchos más años (y mucha presión política por parte de historiadores, periodistas y defensores de la libertad de información) para acabar con el hermetismo del archivo Omega. Técnicamente, el archivo había sido desclasificado esa misma mañana, aunque, según los trámites habituales, antes de ser de acceso público su contenido debía ser examinado por una serie de representantes de los organismos de seguridad, que aprovechaban para eliminar abundante material que aún se consideraba delicado. Para que se le permitiese una breve consulta antes de que empezara el examen final, Logan había tenido que pedir múltiples favores.

El espacio en el que entró estaba a oscuras, aunque su sexto sentido le dijo que era grande, enorme. Palpó la pared hasta encontrar al menos dos docenas de interruptores, algunos de los cuales pulsó al azar.

Aquí y allá empezaron a encenderse varias hileras de fluorescentes que hacían un ruido sordo al crear islotes de luz en aquel mar de oscuridad. Logan encendió algunas luces más, hasta que todo el archivo quedó a la vista: hileras, hileras y más hileras de armarios de tres metros de altura y color verde aceituna, dispuestos en columnas regulares. Los últimos casi no se veían.

Se quedó en la entrada parpadeando, mientras se acostumbraba a las dimensiones del conjunto. El espacio que tenía delante era más ancho que un campo de béisbol y como mínimo igual de largo. Paseó la mirada por las hileras de carpetas. La cantidad de información potencialmente fascinante (secretos oficiales, patentes científicas, patrimonios culturales y nacionales confiscados y testimonios jurados cuyas contradicciones habrían resultado de lo más esclarecedoras) podrían haberle tenido felizmente ocupado durante años.

Un movimiento inquieto junto a él le recordó que el tiempo se le echaba encima. Con una sonrisa y un gesto de aquiescencia cogió con más fuerza el maletín y echó a andar. La carpeta que le interesaba estaba relacionada con un hecho ocurrido en Italia en 1944. Durante los combates contra los alemanes por el control de Cassino, varias unidades del Quinto Ejército de Estados Unidos requisaron una antigua fortaleza, el
castello
Diavilous. En aquel alcázar, que llevaba mucho tiempo deshabitado, había vivido un alquimista de triste fama, autor de experimentos sumamente inquietantes. Tras la ocupación se había incendiado y el laboratorio secreto del sótano había sido saqueado.

Logan estaba siguiendo el rastro de los logros del alquimista y el destino de sus peculiares experimentos. Ahora sabía que su única esperanza de saber algo más estaba allí, entre los mohosos documentos del archivo Omega.

Avanzó deprisa entre las altas filas de metal, mirando al azar las etiquetas de los armarios. No tardó mucho en llegar a la conclusión de que estaban ordenadas cronológicamente y que se subdividían según el destacamento de las fuerzas armadas. Tardó diez minutos en localizar el año 1944, otros cinco en acotar las carpetas sobre el Quinto Ejército y sesenta segundos en identificar los dosieres relativos a los escenarios italianos de la guerra. Sacó al máximo el cajón correspondiente. Había casi un metro de carpetas de color manila y caqui sobre las operaciones en Cassino. Estaban llenas de polvo y muy descoloridas, pero por lo demás parecía que apenas las hubieran tocado.

Hojeando a toda velocidad los títulos, encontró una gruesa carpeta con la etiqueta FORT DIAVILOUS - TÁCTICA Y ESTRATEGIA.

Echó un vistazo a Hunt, que estaba cerca y le miraba con desaprobación.

—¿Hay alguna mesa de lectura que pueda usar para trabajar?

Hunt parpadeó y aspiró ruidosamente por la nariz.

—Hay un despacho al fondo del pasillo, después de la subestación eléctrica —dijo—. Ya le acompaño.

Logan sacó la carpeta, pero, justo cuando iba a cerrar el cajón, se detuvo. Al sacar la carpeta había aparecido otra detrás, casi igual de descolorida. La etiqueta del título llevaba impresa una sola palabra: FEAR.

La cogió instintivamente. Era muy fina. Detrás había otra carpeta idéntica, con la misma palabra impresa.

¿Dos copias de una carpeta clasificada, guardadas en el mismo sitio? Aquello era muy raro.

Miró con disimulo a Hunt. El hombre caminaba por el pasillo de armarios gigantes, de espaldas a Logan. Este volvió a mirar el cajón, abrió la primera de las dos carpetas idénticas y echó un vistazo a la portada.

MÁXIMO SECRETO

EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS

Destinatario: Comisión Interna de Investigación

Asunto:

(1) Anomalía D1, análisis pormenorizado de

(2) Circunstancias en torno a la muerte del equipo científico

(3) Recomendaciones (urgente)

Autor: H.N. Rose (Oficial al mando de la base Fear)

Fecha: 7 de mayo de 1958

REFERENCIA

B2837(a)

Logan tenía una intuición muy afilada cuando se trataba de investigar hechos anómalos y en ese momento se dispararon las alarmas. Era una oportunidad.

No vaciló. Con el máximo sigilo, abrió su maletín, guardó una de las dos finas carpetas debajo de otros papeles, cerró la tapa y puso la carpeta del
castello
Diavilous encima del cuero negro. Después cerró el cajón y, con una expresión neutra en el rostro, dio media vuelta y siguió a Hunt, el «conductor» de la visita, por el pasillo de cemento para salir del almacén lleno de ecos.

7

En cinco días, la base Fear cambió radicalmente. La plataforma de cemento de algo más de una hectárea que había entre la entrada de la base y el perímetro vallado se convirtió en un hormiguero de actividad frenética. Día y noche llegaban helicópteros y avionetas que descargaban trabajadores, provisiones, comida, combustible y todo tipo de aparatos de aspecto misterioso. Los pasillos silenciosos y mal iluminados del ala central de la base parecían calles de una gran ciudad, llenas de voces, ruido de teclas y zumbidos de máquinas. El suelo estaba cubierto de cables traicioneros, dispuestos a poner la zancadilla a los incautos. El generador de la base, que hasta entonces había funcionado casi al mínimo de su capacidad, lo hacía en ese momento al cincuenta por ciento y llenaba el silencio ártico con su gruñido. La primera reacción del sargento González y sus tres ingenieros militares ante la súbita invasión que había convertido su base somnolienta en un enjambre de urbanitas exigentes y costosos de mantener fue de perplejidad, seguida de irritación. El pequeño equipo trabajaba día y noche, conectando cables rotos, reparando escapes, instalando tubos de calefacción y volviendo habitables varías docenas de habitaciones, prácticamente en desuso durante cincuenta años.

Evan Marshall bajaba por el valle con una nevera al hombro, llena de especímenes. Se paró un momento a medio camino de la base, para descansar y contemplar la pequeña ciudad, bañada por la luz de media tarde.

El equipo del documental se alojaba en la base, lo cual era natural puesto que era donde hacía más calor; había varias habitaciones en el Nivel B para los maquinistas, los técnicos de luces, los publicistas y los ayudantes de producción, y dormitorios de oficiales en el Nivel C, más elegantes, para el productor, el director de fotografía y el representante de la cadena. Aun así el recinto seguía contando con innumerables construcciones anejas. Distinguió varios tipos de cabañas prefabricadas, cobertizos de almacenamiento y otras estructuras provisionales. En un lado, un enorme SnoCat (un todoterreno con orugas gigantescas, como un tanque) custodiaba un depósito de gasolina del que se habría enorgullecido cualquier división del ejército. Al fondo, justo al lado de la valla, se erguía solitaro un cubo con paredes de metal: una misteriosa cámara acorazada de la que los científicos no habían logrado averiguar nada.

Desde esa mañana, con la llegada de Emilio Conti, el productor ejecutivo y creador del proyecto, el ritmo atropellado se había acelerado aún más. Conti no daba ni un respiro. Ahora, siguiendo órdenes suyas, el final del valle glaciar estaba bloqueado por grandes máquinas que dificultaban el acceso de los científicos a su lugar de trabajo. Por lo que había oído Marshall, el productor había dedicado las horas posteriores al aterrizaje a pasearse alrededor de la base y por el permafrost de las inmediaciones con su equipo fotográfico, estudiando cómo caía la luz en la nieve, la lava y el glaciar, y examinándolo todo desde una docena de posiciones distintas, con un gran angular colgado al cuello. Kari Ekberg, que no se separaba ni un momento de él, le había informado de cuáles habían sido sus actividades, le había puesto al corriente de todo y había apuntado las órdenes para los próximos días.

Prometían ser días muy, pero que muy interesantes.

Marshall volvió a coger la nevera, se la colgó en el otro hombro y siguió caminando cuesta abajo. Estaba exhausto; de noche le había costado conciliar el sueño, como de costumbre, y las nuevas y ruidosas incorporaciones a la base Fear no le habían ayudado en absoluto.

Parecía increíble que solo hubiera pasado una semana desde el descubrimiento. En su interior, casi le habría gustado no encontrarlo. Le disgustaba aquel frenesí, tan distinto del enfoque cuidadoso y precavido que adoptaban los científicos. Le disgustaba la actitud evasiva, casi hermética, del equipo del documental acerca de los detalles concretos de su proyecto. Y aún le disgustaba más la distracción y el efecto entorpecedor que aquella gente ejercía en su trabajo. A ellos se les estaba escapando su oportunidad en el hielo. Pensó que lo único bueno de aquellas prisas era que cuanto más rápido trabajara el equipo de rodaje, antes se largarían.

Entró en el campamento, pasando al lado del SnoCat. Al cruzarse con un miembro del equipo de rodaje que llevaba una larga jirafa de metal, tuvo que apartarse para no recibir un golpe. La entrada de la base estaba obstruida por un grupo de empleados de Terra Prime que le daban la espalda. Mientras dejaba la nevera en el suelo y levantaba la tapa para mirar las muestras, oyó voces en tono de queja.

—Te aseguro que es el peor plato en el que jamás he trabajado —dijo alguien—. ¡Y mira que he trabajado en lugares horribles!

—A mí se me congela el culo —dijo otro—. Literalmente. Creo que se me va a gangrenar.

—¿En qué estaba pensando Conti? ¡Mira que ir al quinto pino solo por un pellejo muerto!

—Y esos memos que se pasean por todas partes, estropeando nuestras localizaciones y estorbando.

«Nuestras localizaciones», pensó Marshall, sonriendo con tristeza.

—Hablando de pasear, ¿habéis oído lo que dicen de los osos polares? Si no morimos congelados, seguro que se nos comerán.

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