—Un planteamiento muy pragmático. ¿Qué son los subfósiles? ¿Fósiles muy pequeños?
A Marshall se le escapó otra vez la risa.
—Es como llaman los paleontólogos a los fósiles de menos de diez mil años.
—Ah, ya. —Ekberg se volvió hacia Faraday, que seguía jadeando—. Doctor Faraday, usted es biólogo evolutivo, ¿verdad?
Faraday se paró para recuperar el aliento y los demás se detuvieron amablemente para esperarle. Faraday asintió, y cambió la bolsa de hombro.
—¿A qué se dedica?
—Para decirlo de manera sencilla, estudio cómo cambian las especies con el paso del tiempo —resopló.
—¿Y por qué lo hace aquí, en un sitio tan poco acogedor?
—Mi investigación tiene que ver con el efecto del cambio climático en el desarrollo de las especies.
Ekberg esbozó una sonrisa.
—Así que usted sí trabaja sobre el cambio climático, mientras que lo único que hace el doctor Marshall es aprovecharse de él.
En la cabeza de Marshall sonó un rumor de alarmas: Terra Prime había financiado la expedición partiendo de la premisa de que estaría relacionada con el cambio climático. Sin embargo, la sonrisa de Ekberg era amable, así que se limitó a devolvérsela.
Se pararon un momento para que Ekberg pudiera tomar algunas notas más.
Marshall esperó y se puso a observar el horizonte. Después hizo una pausa, apartó de sus ojos los prismáticos y se los dio a ella.
—Mire. En el permafrost, al sudoeste.
Ekberg miró un momento por los prismáticos.
—Hablando del rey de Roma… Dos osos polares. —Tras observarlos unos minutos, devolvió a Marshall los prismáticos—. ¿Tenemos que dar media vuelta?
—Aquí arriba, en la montaña, no tiene por qué pasarnos nada. Lo normal es que alguno de nosotros iría armado.
—Y ¿por qué no lo estamos?
—Porque yo me niego a llevar armas, y Wright es un despistado. Vamos, tenemos que seguir.
Al acercarse al glaciar, Marshall miró con cierto temor la pared de hielo, pero las temperaturas gélidas de los últimos días habían frenado su retirada; el muro glacial se veía prácticamente igual que tres días atrás, cuando la cueva quedó a la vista.
—La cueva es aquello —dijo señalando unas fauces negras junto a la base del glaciar.
Ekberg echó un vistazo y, aunque no lo delatara su expresión, Marshall estuvo seguro de que se sentía decepcionada de no verla por dentro. El biólogo metió una mano en el bolsillo de su parka, sacó una foto grande y satinada y se la dio.
—Aquí está lo que encontramos —dijo—. La sacamos de la película de vídeo.
Ekberg la cogió con ansia y al contemplarla se oyó que se quedaba sin respiración.
—Murió con los ojos abiertos —dijo en voz baja.
Nadie contestó. No hacía falta.
—Dios mío… ¿Qué es?
—No estamos seguros —contestó Marshall—. Como puede ver en la foto, el hielo es muy opaco y solo se aprecian los ojos y un poco del pelo de alrededor, pero nos parece que podría ser un esmilodonte.
—¿Un qué?
—Un esmilodonte. Más conocido como tigre de dientes de sable.
—Lo cual es técnicamente incorrecto —dijo Faraday—, porque el esmilodonte desciende de una línea distinta por completo de la del tigre.
Sin embargo, Ekberg no parecía escucharle. Miraba la foto con los ojos muy abiertos, olvidándose por una vez de la grabadora digital.
—Nos lo parece por los ojos —dijo Marshall—, porque son muy similares a los de los grandes felinos; en realidad, de todos los felinos. Fíjese en que son ojos de depredador, grandes y con la mirada hacia delante. Un iris muy ancho, pupilas verticales. Apuesto a que la autopsia revelará una capa de
tapetum
lucidum
detrás de la retina.
—¿Cuánto tiempo lleva congelado?
—Los esmilodontes se extinguieron hace unos diez mil años, no sabemos si por el avance del hielo, por la pérdida de su hábitat o la falta de comida, o por un virus que se saltó la barrera entre especies. Teniendo en cuenta la época en la que el glaciar tapó esta cueva, calculo que fue uno de los últimos en morir.
—Aún no estamos muy seguros de cómo se congeló —añadió Faraday. La forma nerviosa de parpadear de sus ojos grandes y acuosos le daba el aspecto de un niño sorprendido—. Lo más probable es que el animal se escondiera en la cueva para huir de una tormenta de hielo y muriera congelado. Tal vez lo hirieron o se consumió de hambre. A menos que muriese de viejo, simplemente… Quizá sepamos más cosas cuando lo analicemos a fondo.
Ekberg había recuperado de inmediato su actitud profesional.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando un agujero limpio y vertical cerca de los despojos, más o menos de un centímetro de ancho.
—Habrá observado que la visión no es muy clara —dijo Marshall—. Este hielo está sucio, con oclusiones y mucho barro prehistórico. Así que pedimos a nuestro becario, Ang, que trajese un escáner a distancia que emite señales de sonar y mide los ecos que se producen.
—Como una sonda de pesca —dijo Ekberg.
—En cierto modo —admitió Marshall, divertido—. Una sonda de pesca de última tecnología. Sin embargo, el estado del hielo impide hacer mediciones exactas, aunque parece que el cuerpo mide unos dos metros y medio de largo.
Calculamos que el peso rondará la media tonelada.
—Más propio de un
Smilodon populator
que de un
Smilodonfatalis
—puntualizó Faraday.
Ekberg meneó despacio la cabeza, sin apartar la vista de la foto.
—Increíble… —dijo—. Miles de años enterrado debajo de un glaciar.
Se quedaron callados unos instantes. Al no moverse, Marshall empezó a notar que el frío penetraba por los bordes de su capucha y que se le entumecían los dedos de las manos y los pies.
—Ha hecho usted muchas preguntas —dijo en voz baja—. ¿Le importaría contestar a una?
Ekberg le miró.
—Adelante.
—Sabemos que Terra Prime pretende hacer algún documental, pero aquí nadie sabe de qué tipo. Suponemos que explicarán nuestro trabajo y que tal vez al final describirán este descubrimiento excepcional, para así dejar constancia para la posteridad. Pero ¿podría darnos más detalles?
En los labios de Ekberg se formó una sonrisa irónica.
—La verdad es que a la cadena no le importa demasiado la posteridad.
—Siga.
—Lo siento, pero los detalles tendrá que dárselos Emilio Conti, el productor ejecutivo. Sin embargo, doctor Marshall, lo que sí puedo asegurarle es que Conti ve esto como un triunfo personal, la culminación de toda su trayectoria profesional. —La sonrisa se hizo más amplia—. Su expedición está a punto de hacerse más famosa de lo que jamás hayan podido soñar.
El alba prendió en las montañas Blue Ridge con un violento estallido de colores. Mientras se alzaba sobre el monte Marshall, el sol tiñó el cielo de otoño con tonos de una intensidad más propia de la paleta de un pintor: naftol y cadmio, magenta y bermellón. Las somnolientas cimas y laderas se encendieron con el manto verde oscuro y azul de los robles, las tuyas, los arces y los nogales americanos. Era como si las montañas exhalasen el aire frío y su aliento se asentara en gruesos mantos de niebla que cubrían los oscuros valles y coronaban las cimas con anillas de gasa, como tonsuras de monjes.
Jeremy Logan frenó junto al puesto de entrada de Front Royal, pagó la estancia en el aparcamiento y pisó con suavidad el acelerador del coche de alquiler.
Había maneras más rápidas de llegar (la Skyline Drive era sinuosa como una serpiente y no se podía ir a más de cincuenta y cinco por hora), pero aún era temprano y no circulaba por esa carretera desde sus acampadas infantiles con su padre. El aparcamiento desaparecía al fondo en una bruma aterciopelada, promesa de un viaje de descubrimiento a la vez que nostálgico.
En el equipo de música del coche sonaba
La Bohéme
(la versión de 1946 de Toscanini, con la soprano Licia Albanese de protagonista). Lo apagó para concentrarse en el paisaje. El mirador del valle de Shenandoah: se acordó que pararon ahí a comer unos bocadillos de jamón picante y hacer unas fotos con la Instamatic. A continuación, Low Gap, Compton Gap y Jenkins Gap: aparecieron todos sucesivamente en el parabrisas, ofreciendo —casi a regañadientes— sus espectaculares vistas del río Shenandoah y las faldas montañosas de Virginia, salpicadas de manchas. Logan, que había pasado su infancia en los llanos de Carolina del Sur, recordó que cuando vio todo aquello por primera vez, con ojos de niño, no podía creer que hubiera tantos paisajes impresionantes concentrados en una superficie relativamente tan pequeña.
En el mojón de la milla 27 pasó al lado del desvío por donde se subía a pie a Knob Mountain. También había parado allí con su padre, para recorrer los tres kilómetros de ascensión. Se acordó de que hacía calor y de que la cantimplora que llevaba colgada del cuello le mojaba el pecho con gotitas frías de condensación.
A su difunto padre, que era historiador y no estaba acostumbrado al ejercicio, el paseo lo dejó sin resuello. Al llegar a la cima habló a Logan de su cáncer.
En Thornton Gap, Logan salió de la Skyline Drive y tomó por la estatal, bordeando el río hasta dejar atrás el parque nacional. En Sperryville giró hacia el sur por la Ruta 231 y siguió los letreros de Oíd Rag Lodge.
Al cabo de diez minutos estaba a la sombra de la montaña.
Oíd Rag, con sus mil metros, era una cumbre no muy alta, pero famosa por la dificultad de escalar sus rocas hasta la cima desnuda. Sin embargo, si era tan conocida no era tanto por las excursiones cuanto por el hotel de lujo situado a sus pies, en un valle en forma de cuenco. Oíd Rag Lodge parecía un gran
chateau,
aunque desentonaba terriblemente en aquella zona agreste de Virginia. Logan se metió por el camino privado de acceso y aceleró por una suave cuesta; empezó a asomar el hotel, con sus muros monolíticos de piedra caliza y sus vidrieras de colores vivos enmarcadas por molduras. El laberíntico edificio estaba rematado con extravagantes cúpulas y minaretes de cobre.
Pasó al lado de un campo de golf exuberantemente verde, de treinta y seis hoyos, y se internó por el camino de grava blanca perfectamente rastrillada que llevaba a la puerta cochera. Tras darle las llaves al mozo que le estaba esperando, entró.
—¿Desea una habitación? —preguntó la recepcionista.
Logan sacudió la cabeza.
—Vengo para la visita guiada.
—Las visitas del bunker empiezan a las diez.
—He concertado una visita privada. Me llamo Logan.
Deslizó una tarjeta de visita sobre el mostrador de mármol.
Ella la examinó, se giró hacia la pantalla del ordenador y pulsó unas cuantas teclas.
—Muy bien, señor Logan. ¿Tendría la amabilidad de tomar asiento en el vestíbulo?
—Gracias.
Logan recogió el maletín, cruzó el espacio amplio y resonante situado debajo de la cúpula y fue a sentarse entre dos grandes columnas corintias envueltas en seda roja.
Aunque durante siete décadas Oíd Rag Lodge había recibido a la nobleza virginiana aficionada al golf y la caza, desde hacía unos años el hotel había adquirido prestigio internacional porque a partir de 1952 había albergado un bunker subterráneo, grande y secreto, para los miembros del gobierno de Estados Unidos. En caso de guerra nuclear, los miembros del Congreso y del Senado, además de otros funcionarios, podrían refugiarse en el bunker de debajo de Oíd Rag Lodge para coordinar las operaciones militares, aprobar nuevas leyes y garantizar la continuidad del gobierno del país, en el supuesto, de que Estados Unidos mantuviera un gobierno. Logan sonrió ligeramente al mirar el opulento vestíbulo. Era del todo lógico que los miembros del gobierno hubieran elegido un lugar como aquel para refugiarse: lo bastante lejos de Washington para evitar lo peor del holocausto, pero con todo lo necesario para capear el Armaguedón con lujo y comodidad. Pese a estar en desuso desde los años ochenta, el bunker no había sido desclasificado hasta 1992; ahora se había convertido en un museo histórico, un imán para los teóricos de la conspiración, y una excéntrica atracción turística.
Logan alzó la mirada y vio que un hombre bajo y algo rechoncho, con traje blanco de hilo y sombrero panamá, cruzaba el vestíbulo. Llevaba unas gafas redondas y negras y tenía la cara muy rosada. Le tendió una mano.
—¿El doctor Logan?
Logan se levantó.
—Sí.
—Soy Percy Hunt, el historiador oficial del hotel. Seré su conductor durante la visita de esta mañana.
«Conductor —se dijo Logan, estrechando su mano—. Así deben de llamar a los guías turísticos en Oíd Rag Lodge.» —Se lo agradezco mucho.
—Es usted de Yale, si no me equivoco… —Hunt echó un vistazo a un papelito doblado—. ¿Profesor de historia medieval?
—Sí, aunque ahora mismo estoy en excedencia.
Hunt guardó el papel en la chaqueta.
—Muy bien. ¿Me acompaña, por favor?
Llevó a Logan al fondo del vestíbulo, que daba a un pasillo con moqueta mullida y grabados deportivos en las paredes.
—El bunker tiene dos entradas —dijo—. Una gran puerta exterior en la parte trasera de la montaña (para los camiones y los vehículos pesados) y un ascensor detrás de la sala de reuniones del hotel. Nosotros entraremos por la segunda.
Cruzaron una piscina cubierta adornada con falsos mármoles griegos, un salón de banquetes y otro de baile y entraron en la sala de reuniones, grande y bien decorada. Hunt siguió caminando hacia la doble puerta del fondo, cubierta con el mismo papel de pared que el resto de la sala.
—El Congreso habría usado este espacio para reunirse, siempre que se mantuviera en pie —dijo—. De lo contrario habrían usado las salas más pequeñas de abajo. —Señaló la pared que tenían delante—. Esto aguanta las puertas blindadas que protegen el ascensor del bunker.
Abrió las puertas con cierta dificultad, dejando a la vista un espacio pequeño con otra puerta al fondo. Después de abrirla con una llave que llevaba colgada de una leontina, hizo pasar a Logan a un ascensor grande y pintado de verde.
Tras cerrar la puerta, utilizó la misma llave para poner en marcha el ascensor, que no tenía botones de pisos ni ningún tipo de indicador luminoso.
La bajada fue muy larga. Al cabo de unos treinta segundos, Hunt se volvió hacia su huésped.
—Bien, doctor Logan —dijo—, ¿qué parte concreta le interesa? ¿Los cuadros técnicos? ¿Las habitaciones? ¿La enfermería? Lo pregunto porque los investigadores que conciertan visitas particulares como esta suelen circunscribirse a un ámbito de conocimiento en particular. Cuantas más cosas me diga, mejor podré ayudarle.