Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Miró alrededor en busca de algún punto de referencia y lo encontró.
Trepó. No era aquél.
—¡Maldita sea!— exclamó—. ¡Disculpe!— repitió dirigiéndose al anciano, que ahora se encontraba justo delante de él, a unos doce metros de distancia—. Me he despistado. En un momento estoy con usted.
Volvió a bajar, molesto y con mucho sofoco.
Cuando llegó, sudando y jadeante, a lo alto del poste que con toda seguridad era el bueno, se dio cuenta de que, por lo que fuese, el anciano le estaba tomando el pelo.
—¿Qué quieres?— le gritó malhumorado el anciano, sentado ahora en lo alto del poste en el que, según reconoció Arthur, se había estado comiendo el bocadillo.
—¿Cómo ha llegado hasta ahí?— le preguntó Arthur, pasmado.
—¿Crees que te voy a decir así, por las buenas, lo que me ha costado descubrir cuarenta primaveras, veranos y otoños de estar sentado en lo alto de un poste?
—¿Y los inviernos?
—¿Qué pasa con los inviernos?
—¿En invierno no se sienta en ningún poste?
—Sólo porque me pase sentado en un poste la mayor parte de la vida no significa que sea un imbécil. En el invierno me voy al Sur. Tengo una casa en la playa. Me siento en la chimenea.
—¿Puede dar un consejo a un viajero?
—Sí. Que se consiga una casa en la playa.
—Entiendo.
El anciano miró al cálido, seco y árido paisaje. Desde donde estaba, Arthur apenas alcanzaba a ver a la anciana, una mancha diminuta en la distancia, que brincaba de un lado para otro cazando moscas.
—¿La ves?— preguntó de pronto el anciano
—Sí. En realidad, la he consultado.
—¡Mucho que sabe ésa!. Me quedé con la casa de la playa porque ella la rechazó. ¿Qué consejo te dio?
—Que hiciese exactamente lo contrario de lo que ella había hecho.
—En otras palabras, que te busques una casa en la playa.
—Supongo que sí. Bueno, a lo mejor me compro una.
—Humm.
El horizonte estaba bañado en una fétida calma.
—¿Algún otro consejo?— preguntó Arthur— ¿Que no tenga que ver con bienes raíces?
—Una casa en la playa es algo más que eso. Es un bien espiritual— aseguró el anciano, volviéndose para mirar a Arthur.
Extrañamente, el rostro de aquel hombre sólo estaba ahora a sesenta centímetros de distancia. En cierto modo, presentaba una forma enteramente normal, pero su cuerpo estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un poste a doce metros de distancia mientras que su rostro parecía estar a sesenta centímetros de la cara de Arthur. Sin mover la cabeza ni hacer nada raro, se puso en pie y pasó a la punta de otro poste. O sólo era efecto del calor, pensó Arthur, o el espacio era una dimensión diferente para él.
—Una casa en la playa no tiene por qué estar necesariamente en la playa. Aunque las mejores sí lo están— sentenció el anciano, que añadió— : A todos nos gusta emplazarnos en condiciones límite.
—¿De veras
—Donde la tierra se une al agua. Donde la tierra se funde con el aire. Donde el cuerpo se disuelve en la mente. Donde el espacio se convierte en tiempo. Nos gusta estar en un lado y mirar al otro.
Arthur sintió una tremenda emoción. Eso era exactamente lo que prometía el folleto. Ahí tenía un hombre que parecía moverse a través de alguna suerte de espacio Escher y decía cosas verdaderamente profundas sobre toda clase de cosas.
Aunque le ponía nervioso. El anciano pasaba ahora del poste al suelo, del suelo a un poste, de poste a poste, de poste al horizonte y al revés: estaba dejando completamente en ridículo al universo espacial de Arthur.
—¡Deténgase, por favor!— gritó Arthur, de pronto.
—No lo puedes soportar, ¿eh?— contestó el anciano. Sin hacer el menor movimiento ya estaba allí otra vez, sentado con las piernas cruzadas en lo alto de un poste a unos 12 metros de Arthur— , Has venido a pedirme consejo, pero no aguantas nada que no te resulte familiar. Humm. Así que tendremos que decirte algo que ya sepas, pero de forma que te resulte una novedad, ¿no? Pues vuelta a la normalidad, supongo.
Suspiró, mirando a lo lejos con los ojos entornados y expresión sombría.
—¿De dónde eres, muchacho?
Arthur decidió comportarse de manera inteligente. Estaba harto de que todo el que se encontraba le tratase como a un perfecto imbécil.
—¿Sabe lo que vamos a hacer?— dijo Arthur—. Pues mire. Ya que es adivino, ¿por qué no me lo dice usted?
—Sólo estaba dándote conversación— repuso el anciano, suspirando de nuevo y pasándose la mano de un lado a otro de la nuca. Al llevarla de nuevo hacia adelante, tenía un globo terráqueo girando sobre su dedo índice. Era inconfundible. Lo hizo desaparecer. Arthur se quedó atónito.
—¿Cómo lo ha...
—No te lo puedo decir.
—¿Por qué no? Yo vengo de ahí.
—No puedes ver lo que yo veo porque ves lo que ves. No puedes saber lo que yo sé porque sabes lo que sabes. Lo que veo y lo que sé no puede añadirse a lo que ves y lo que sabes porque son cosas de distinta especie. Ni tampoco puede sustituir lo que ves y lo que sabes porque eso supondría sustituirte a ti mismo.
—Espere un momento, ¿lo puedo anotar?— preguntó Arthur, rebuscando entusiasmado en el bolsillo en busca de un lápiz.
—En el puerto espacial puedes coger un ejemplar— le sugirió el anciano—. Tienen estanterías llenas de estas cosas.
—Ah— dijo Arthur, decepcionado—. Bueno, ¿no hay nada más específico para mí?
—Todo lo que ves, oyes o sientes de la forma que sea, es específicamente tuyo. Tú creas un universo al percibirlo, de modo que todo lo que percibes en ese universo es específicamente tuyo.
Arthur lo miró con aire de duda.
—¿Eso también lo puedo encontrar en el puerto espacial?
—Compruébalo.
—El folleto dice— indicó Arthur, sacándolo del bolsillo y mirándolo de nuevo— que pueden darme una oración especialmente hecha para mí y mis necesidades.
—Ah, muy bien. Ahí va una oración para ti. ¿Tienes un lápiz?
—Sí.
Dice así. Vamos a ver: «Líbrame de saber lo que no necesito saber. Líbrame hasta de saber que existen conocimientos que desconozco. Líbrame de saber que he decidido no saber nada de las cosas que he resuelto ignorar. Amén.» Eso es todo. De todas formas, no es más que lo que repites en tu fuero interno sin abrir los labios, así que bien puedes decirlo abiertamente.
—Humm. Pues, gracias...
—Hay otra oración muy importante que acompaña a ésa— prosiguió el anciano— , así que será mejor que la anotes también.
—Muy bien.
Dice así: «Señor, Señor, Señor...» Es mejor añadir eso, por si acaso. Nunca se sabe. «Señor, Señor, Señor. Líbrame de las consecuencias de la oración anterior. Amén». Y ya está. La mayoría de los problemas con que la gente se topa en la vida vienen de que se olvida de esta última parte.
—¿Ha oído hablar alguna vez de un sitio que se llama Stavrómula Beta— preguntó Arthur.
—No.
—Bueno, pues gracias por su ayuda— concluyó Arthur.
—De nada— repuso el anciano sentado en el poste, y desapareció.
Ford se arrojó contra la puerta del despacho del director, se hizo una bola cuando el marco crujió y cedió de nuevo, rodó rápidamente por el suelo hasta el elegante sofá gris de cuero arrugado e instaló tras él su base de operaciones estratégica.
Ése era el plan, al menos.
Lamentablemente, el elegante sofá gris de cuero arrugado no estaba.
¿Por qué tiene la gente— se preguntó Ford mientras giraba en el aire, daba una sacudida, se lanzaba en picado y se guarecía tras el escritorio de Harl—esa estúpida obsesión de cambiar los muebles del despacho cada cinco minutos?
¿Por qué sustituir, por ejemplo, un sofá gris de cuero arrugado que, si bien bastante descolorido, hacía buen servicio, por lo que tenía toda la apariencia de un pequeño carro blindado?
¿Y quién era aquel tío grande con un lanzacohetes al hombro? ¿Alguien de la oficina principal? Imposible. Aquélla era la oficina principal de la Guía. Al menos lo había sido. Sabía Zarquon de dónde serían aquellos tipos de Empresas Dimensinfín. De ningún sitio con mucho sol, a juzgar por el color y la textura de su piel de babosa. Todo aquello era un desatino, pensó Ford. La gente relacionada con la Guía debía ser de sitios soleados.
Había varios, en realidad, y todos parecían llevar más armas y blindaje de lo que suele esperarse en directivos de una empresa, incluso en el agitado y turbulento mundo de los negocios de hoy.
Pero era demasiado suponer, desde luego. Suponía que aquellos individuos altos, de cuello de toro y cara de babosa tenían algo que ver con Empresas Dimensinfín, pero era una suposición razonable y se alegró al ver que en el blindaje llevaban un logotipo que decía «Empresas Dimensinfín». Albergaba, sin embargo, la alarmante sospecha de que no se trataba de una reunión profesional. Tenía, además, la inquietante impresión de que, en cierto modo, aquellas criaturas le resultaban conocidas. Familiares, sí, pero con un atuendo extraño.
Bueno, ya llevaba en la habitación más de dos segundos y medio y pensó que probablemente ya era hora de hacer algo constructivo. Podría tomar un rehén. Eso estaría bien.
Vann Harl estaba en su sillón giratorio con aire alarmado, pálido y tembloroso. Probablemente le habían dado alguna mala noticia, además de un mal golpe en la nuca. Ford se puso en pie de un salto y se lanzó hacia él.
Con el pretexto de atenazarlo por el cuello con una buena doble Nelson, Ford logró introducirle subrepticiamente la Ident-i-Klar en el bolsillo interior.
¡Hecho!
Lo que había venido a hacer ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que largarse de allí soltando un discurso.
—Muy bien— dijo—. Yo...
El individuo grande del lanzacohetes se volvió hacia Ford Prefect para ponerlo en su punto de mira, cosa que Ford no pudo dejar de tachar de conducta irresponsable.
—Yo...— prosiguió. Pero entonces, en un impulso repentino, decidió agacharse.
Hubo un rugido ensordecedor mientras brotaban llamas de la parte posterior del arma y un cohete salía disparado por delante.
El proyectil pasó junto a Ford y dio en el ventanal, que por la fuerza de la explosión se hinchó como una vela entre una lluvia de un millón de fragmentos. El ruido y la presión del aire reverberaron por la habitación en una enorme onda expansivo, lanzando por la ventana un par de sillas, un archivador y a Colin, el robot de seguridad.
¡Ah! Así que después de todo no son totalmente a prueba de cohetes, pensó Ford. A alguien habría que decirle un par de cosas. Soltó a Harl y trató de decidir por qué lado echaría a correr.
Estaba rodeado.
El tipo alto del lanzacohetes estaba situándose en posición de efectuar otro disparo.
Ford no tenía ni idea de qué hacer.
—Oiga— dijo con voz firme. Pero no estaba seguro de cuántas cosas como «Oiga» dichas con voz firme tendría que decir para contenerlo, y no le sobraba el tiempo. Qué coño, pensó, sólo se es joven una vez, y se lanzó por la ventana. Al menos, con eso mantendría el elemento sorpresa de su parte.
Lo primero que tenía que hacer, comprendió resignado Arthur Dent, era buscarse una vida. Lo que suponía encontrar un planeta en el que hubiese vida. Tenía que ser un planeta donde pudiese respirar, estar de pie y sentarse sin sentir molestias gravitatorias. Debía ser un sitio que tuviese bajos niveles de ácido y donde las plantas no fuesen realmente agresivas.
—No me gustaría parecer antrópico en esto— comentó la extraña criatura sentada tras el mostrador del Centro Asesor de Nuevas Colonizaciones de Pintelton Alfa— , pero preferiría vivir en alguna parte donde la gente se pareciese vagamente a mí. Ya sabe. Seres humanos.
Detrás del mostrador, la extraña criatura movió las antenas, aún más extrañas, y pareció bastante sorprendida. Se escurrió del asiento y avanzó despacio arrastrándose por el suelo, ingirió el viejo archivador metálico y luego, con un gran eructo, excretó el cajón pertinente. Sacó de la oreja dos relucientes tentáculos, extrajo unas carpetas, se tragó de nuevo el cajón y vomitó el archivador. Volvió a rastras, se encaramó de nuevo al asiento dejando un rastro de baba y dio un palmetazo con las carpetas en el mostrador.
—¿Ve algo de su agrado?— preguntó.
Arthur hojeó nerviosamente unos papeles mugrientos y húmedos. Sin duda se encontraba en algún lugar remoto de la Galaxia, a la izquierda del universo que comprendía y reconocía. En el espacio donde debería estar su propia casa había ahora un planeta rústico y abominable, anegado de lluvia, poblado de malhechores y puercos de las marismas. Incluso la Guía del autoestopista galáctico sólo funcionaba de forma irregular en aquella parte, razón por la cual se veía obligado a hacer esa especie de indagaciones en aquellos sitios. Siempre preguntaba por Stavrómula Beta, pero nadie había oído hablar de ese planeta.
Los mundos existentes parecían bastante tétricos. Eran poco prometedores porque él no tenía mucho que ofrecer. Se sintió como una verdadera calamidad al comprender que, aunque procedía de un mundo con automóviles, ordenadores, ballet y armagnac, personalmente no sabía nada de esas cosas. No sabía hacerlas. Abandonado a sus propios recursos, era incapaz de fabricar un tostador. Podía hacerse un bocadillo, eso era todo. No había mucha demanda de sus servicios.
Se le cayó el alma a los pies. Y le sorprendió, porque pensaba que ya se le había caído lo más bajo posible. Cerró un momento los ojos. Tenía tantos deseos de estar en casa. Cómo deseaba que su mundo, la Tierra en la que había crecido, no hubiera sido demolido. Deseaba tanto que cuando volviera a abrir los ojos se encontrara a la puerta de su casita en la campiña occidental de Inglaterra, con el sol brillando sobre las verdes colinas, la furgoneta de correos subiendo por el sendero, los narcisos floreciendo en el jardín, mientras a lo lejos la taberna abría a la hora de comer. Tenía tantas ganas de llevarse el periódico a la taberna para leerlo mientras se bebía una pinta de cerveza, Cuánto le apetecía hacer el crucigrama. Sentía unos enormes deseos de quedarse atascado en el 17 vertical.
Abrió los ojos.
La extraña criatura emitía irritadas pulsaciones hacia él, tamborileando sobre el mostrador con una especie de pseudópodos.
Arthur sacudió la cabeza y miró el siguiente papel.
Siniestro, pensó. Y el siguiente.