Read Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? Online
Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
A continuación, Ekman comenzó a superponer unidades de acción, una tras otra, a fin de componer las expresiones faciales más complicadas, que son las que reconocemos en general como emociones.
La expresión de felicidad, por ejemplo, es básicamente la suma de las unidades de acción seis y doce: contracción de los músculos que levantan el carrillo (el orbicular de los ojos y la porción orbitaria del nervio óptico) en combinación con el cigomático mayor que sube las comisuras de los labios. La expresión de miedo se forma con las unidades de acción una, dos y cuatro, o, con mayor precisión, la uno, la dos, la cuatro, la cinco y la veinte, con o sin las unidades veinticinco, veintiséis o veintisiete. Es decir: el músculo que levanta la parte interna de la frente (la porción media del músculo frontal) más el que levanta la parte externa de la frente (la porción lateral del frontal), más el que hace que baje la ceja (el depresor superciliar), más el que sube la parte superior del párpado (elevador del párpado superior), más el que estira los labios (risorio), más el correspondiente a la apertura de los labios (el depresor del labio inferior), más el que suelta la mandíbula (masetero). ¿La indignación? Es sobre todo la unidad de acción número nueve: arrugar la nariz (elevador común del ala de la nariz y del labio superior), aunque a veces es la número diez, y en ambos casos puede combinarse con las unidades quince o dieciséis o diecisiete.
Lo que hicieron al final Ekman y Friesen fue organizar todas estas combinaciones, así como las reglas para leerlas e interpretarlas, en el Sistema de Codificación de las Acciones Faciales (FACS es el acrónimo en inglés), y redactar con ellas un documento de quinientas páginas. Es una obra extrañamente fascinante, llena de detalles como los movimientos que pueden hacerse con los labios (alargarlos, acortarlos, estrecharlos, ensancharlos, aplanarlos, abultarlos, apretarlos y estirarlos); o los cuatro cambios de la piel que hay entre los ojos y las mejillas (protuberancias, ojeras, bolsas y arrugas), y la distinción crucial entre los surcos infraorbitales y el surco nasolabial. John Gottman, de cuya investigación sobre el matrimonio me ocupé en el capítulo 1, lleva años colaborando con Ekman y utiliza los principios del FACS para analizar los estados emocionales de las parejas. Otros investigadores han empleado el sistema de Ekman para estudiar todo tipo de cosas, desde la esquizofrenia a las cardiopatías; incluso lo han usado los responsables de la animación por ordenador de Pixar
(Toy Story)
y DreamWorks
(Shrek)
. Dominar por completo el FACS lleva semanas, y sólo hay quinientas personas en todo el mundo con certificación para usarlo en investigación. Ahora bien, los que lo dominan adquieren un nivel extraordinario en la percepción de los mensajes que nos enviamos mutuamente cuando nos miramos a los ojos.
Ekman recordó la primera vez que vio a Bill Clinton, durante las primarias del Partido Demócrata de 1992. «Estaba observando sus expresiones faciales y le dije a mi mujer: "Éste es el clásico niño malo. He aquí un tipo que quiere que le pillen con las manos en la masa y que, a pesar de ello, le sigamos queriendo". Le vi una expresión que es una de sus favoritas. Es una mirada que parece decir: "Mamá, aquí me tienes con las manos en el tarro de mermelada; quiéreme, mamá, porque soy un pillo". Se trata de las unidades de acción números doce, quince, diecisiete y veintidós, con la mirada hacia arriba». Ekman hizo una pausa y luego reconstruyó esa secuencia especial de expresiones que vio en la cara de Clinton: había contraído el cigomático mayor, la unidad número doce, formando una sonrisa clásica, y a continuación había bajado la comisura de los labios con el triangular de los labios, la número quince; había doblado el mentoniano, la número diecisiete, que eleva la barbilla, luego había apretado ligeramente los labios para formar la unidad veinticuatro y, por último, había elevado la mirada: fue como si el propio «Slick Willie» (Willie el escurridizo)
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hubiera irrumpido de repente en la habitación.
«Yo conocía a un miembro del departamento de comunicación de Clinton, así que me puse en contacto con él. Le dije: "Mira, Clinton tiene una manera de girar los ojos hacia arriba, acompañada de cierta expresión, que lo que transmite es: 'Soy un niño malo'. En mi opinión, no debería hacerlo. Yo podría enseñarle, en dos o tres horas, a no hacerlo". A lo que él me respondió: "No podemos arriesgarnos a que la gente se entere de que acude a un experto en mentir"». La voz de Ekman se fue apagando. Estaba claro que a él le gustaba Clinton y que quería que su expresión no fuera más que un tic facial sin significado. Ekman se encogió de hombros. «Por desgracia, supongo, lo que él necesitaba era que le pillaran. Y le pillaron».
Lo que Ekman quiere decir es que la cara es una fuente de información acerca de las emociones de una riqueza enorme. En realidad lo que afirma es aún más atrevido, además de esencial para comprender el funcionamiento de la lectura del pensamiento: que la información que hay en nuestra cara no es sólo una señal de lo que pasa en el interior de nuestra mente; en cierto sentido,
es
lo que pasa en el interior de nuestra mente.
Los comienzos de esta percepción se produjeron cuando Ekman y Friesen se sentaron por vez primera uno frente a otro para trabajar con las expresiones de ira y aflicción. «Pasaron semanas hasta que uno de nosotros admitió por fin que se sentía muy mal después de una sesión en la que nos habíamos pasado todo el día poniendo esas caras», comenta Friesen. «Entonces el otro se dio cuenta de que también él se había sentido mal, así que empezamos a prestar atención a esos estados». Volvieron a ello y comenzaron a examinar lo que les pasaba a sus cuerpos durante esos movimientos faciales concretos. «Hicimos, pongamos por caso, la unidad de acción número uno, es decir, levantar la parte interior de las cejas, y la número seis, que es levantar las mejillas, y la número quince, bajar la comisura de los labios», dijo Ekman. «Lo que descubrimos es que esa expresión por sí misma basta para crear cambios en el sistema nervioso autónomo. Cuando ocurrió por vez primera, nos quedamos pasmados. No lo esperábamos en absoluto. Y nos pasó a los dos. Nos sentíamos fatal. Lo que estábamos generando era tristeza, angustia. Y si se bajan las cejas, que es la número cuatro; se sube la parte superior del párpado, la cinco; se encogen los párpados, la siete, y se aprietan los labios, la veinticuatro, lo que se genera es ira. El ritmo cardíaco subía diez o doce pulsaciones. Las manos se calentaban. Mientras se hace, no se puede desconectar uno del sistema. Es muy, muy desagradable».
Ekman, Friesen y otro colega, Robert Levenson (que también fue colaborador de John Gottman durante muchos años: el mundo de la psicología es un pañuelo), decidieron tratar de documentar este efecto. Reunieron a un grupo de voluntarios y los conectaron a unos monitores que medían la frecuencia cardiaca y la temperatura corporal (las señales fisiológicas de tales emociones son la ira, la tristeza y el miedo). A la mitad de los voluntarios se indicó que intentara recordar y revivir una experiencia especialmente estresante. A la otra mitad sólo se le enseñó a componer en sus caras las expresiones que corresponden a emociones de estrés, como la ira, la tristeza y el miedo. Pues bien, en el segundo grupo, el de las personas que estaban actuando, se observaron las mismas respuestas psicológicas, las mismas frecuencia cardiaca y temperatura corporal altas que en el primer grupo.
Unos pocos años después, un equipo de psicólogos alemanes realizó un estudio similar. Mostró unos dibujos animados a un grupo de personas, algunas de las cuales tenían que sujetar un bolígrafo en los labios (una acción que impide la contracción de cualquiera de los dos músculos principales de la sonrisa, el risorio y el cigomático mayor), mientras que otras tenían que apretar un bolígrafo entre los dientes (lo que causaba el efecto opuesto y les obligaba a sonreír). A los integrantes de este último grupo los dibujos les parecieron mucho más divertidos. Tal vez estos resultados sean difíciles de creer, ya que damos por sentado que primero sentimos una emoción y después expresamos, o no, esa emoción en la cara. Pensamos que la cara es un residuo de la emoción. En todo caso, lo que reveló el estudio es que el proceso funciona también en la dirección opuesta. La emoción puede
empezar
igualmente en la cara. La cara no es un escaparate secundario de nuestros sentimientos interiores. Es un componente de igual valor en el proceso emocional.
Este punto esencial tiene enormes repercusiones en el acto de leer el pensamiento. Al principio de su carrera, por ejemplo, Paul Ekman filmó a cuarenta pacientes psiquiátricos entre los que había una mujer llamada Mary, un ama de casa de cuarenta y dos años. Tenía en su historial tres intentos de suicidio, y sobrevivió al último —una sobredosis de pastillas— porque alguien la había encontrado a tiempo y la había llevado rápidamente al hospital. Sus hijos mayores ya no vivían en casa, su marido no le hacía caso y ella estaba deprimida. La primera vez que estuvo en el hospital, Mary se limitó a quedarse sentada llorando, aunque pareció responder bien al tratamiento. Pasadas tres semanas, le dijo a su médico que se sentía mucho mejor y que quería un permiso de fin de semana para ver a su familia. El médico accedió, pero justo cuando Mary estaba a punto de salir del hospital, ésta confesó que el auténtico motivo por el que deseaba un permiso era para intentar suicidarse de nuevo. Varios años después, cuando un grupo de jóvenes psiquiatras preguntaron a Ekman cómo se podía saber si un paciente suicida estaba mintiendo, éste recordó la película que habían grabado de Mary y decidió comprobar si allí estaba la respuesta. Se le ocurrió que, si la cara era en verdad una guía fiable de las emociones, ¿no podrían ver en la película si Mary estaba mintiendo cuando dijo que se sentía mejor? Ekman y Friesen comenzaron a analizar la película en busca de alguna pista. La reprodujeron una y otra vez durante decenas de horas, mientras examinaban en cámara lenta cada gesto y cada expresión. Hasta que por fin vieron lo que buscaban: cuando el médico preguntó a Mary qué planes tenía para el futuro, un gesto de total desesperación atravesó la cara de la paciente, aunque fue tan rápido que resultaba casi imperceptible.
A esas expresiones fugaces, Ekman las denomina «microexpresiones», que son un tipo de expresión facial muy particular y esencial. Muchas expresiones faciales pueden hacerse de forma voluntaria. Yo no tendría dificultad alguna en parecer severo mientras les echo una bronca, como tampoco la tendrían ustedes para interpretar mi mirada. Pero nuestras caras también se rigen por otro sistema, involuntario, que genera expresiones sobre las que no tenemos un control consciente. Por ejemplo, pocos de nosotros podemos hacer de forma voluntaria la unidad de acción número uno, la muestra de tristeza. (Una excepción notable, señala Ekman, es Woody Alien, que utiliza la porción media del frontal para poner esa característica mirada suya entre cómica y afligida). En cualquier caso, cuando somos infelices levantamos la parte interna de las cejas sin darnos cuenta. Observen si no a un bebé cuando se echa a llorar. Por lo común, la porción media del frontal sale disparado hacia arriba como si tiraran de él. Asimismo, hay una expresión que Ekman ha bautizado como «la sonrisa de Duchenne», en honor a Guillaume Duchenne, neurólogo francés del siglo
XIX,
a quien se deben los primeros intentos de documentar con una cámara el funcionamiento de los músculos de la cara. Si yo les pidiera que sonriesen, ustedes doblarían el cigomático mayor. En cambio, si lo hicieran de forma espontánea, como respuesta a una emoción auténtica, no sólo contraerían el cigomático, sino que tensarían el músculo que rodea el ojo, que se llama orbicular. Resulta casi imposible tensar este músculo a nuestro antojo, e igualmente difícil es evitar que se tense cuando sonreímos ante algo agradable de verdad. Es un tipo de sonrisa que «no obedece a la voluntad», como escribió Duchenne. «Su ausencia deja en evidencia al amigo hipócrita».
Cuando experimentamos una emoción básica, los músculos faciales la expresan de forma automática. Tal respuesta puede persistir en el rostro sólo una fracción de segundo o ser detectable únicamente si se colocan unos sensores eléctricos en la cara. Pero siempre se produce. Silvan Tomkins comenzó una vez una conferencia diciendo a voz en grito: «¡La cara es como el pene!», refiriéndose a que la cara tiene, en gran medida, su propia mente. Esto no significa que no tengamos dominio sobre nuestras caras. Podemos usar el sistema muscular voluntario para intentar reprimir esas respuestas involuntarias. Ahora bien, es frecuente que una pequeña parte de la emoción reprimida —como el sentimiento de que uno se sienta muy infeliz aunque lo niegue— salga al exterior. Eso es lo que le pasó a Mary. Nuestro sistema expresivo voluntario es la forma que tenemos de indicar intencionadamente nuestras emociones. Pero nuestro sistema expresivo involuntario es incluso más importante en muchos aspectos: es el modo en que nos ha equipado la evolución para que podamos reflejar nuestros verdaderos sentimientos.
«Seguro que le ha sucedido alguna vez que alguien le haya hecho una observación sobre su expresión, y usted no sabía que la tuviera», dice Ekman. «Ese alguien le pregunta entonces: "¿Por qué te enfadas?" o "¿De qué te ríes?". Podemos oír nuestras voces, pero no ver nuestras caras. Si supiésemos lo que refleja nuestra cara, podríamos ocultarlo. Aunque eso no sería necesariamente bueno. Imaginen que todos tuviésemos un interruptor con el que pudiéramos desactivar a voluntad nuestras expresiones faciales. Si los bebés tuvieran un interruptor así, no sabríamos lo que sienten. Sería un problema para ellos. Se podría rebatir, si se quiere, que el sistema habría evolucionado de tal modo que los padres sabrían cómo cuidar de sus hijos. O imagínense que estuvieran casados con alguien que tuviese el interruptor. Sería imposible. Si nuestras caras no funcionaran así, no creo que se produjeran los emparejamientos, los amores a primera vista, las amistades o las relaciones estrechas».
Ekman introdujo una cinta del juicio a O. J. Simpson en el reproductor de vídeo. Reproducía la secuencia en que Kato Kaelin, el greñudo huésped de Simpson, es interrogado por Marcia Clark, la fiscal principal del caso. Kaelin estaba sentado en el estrado de los testigos, con mirada ausente. Clark le hacía una pregunta hostil. Kaelin se inclinaba hacia adelante y respondía con suavidad. «¿Se ha fijado?», me preguntó Ekman. Yo no había visto nada. A Kato y sólo a Kato, inofensivo y pasivo. Ekman detuvo la cinta, la rebobinó y volvió a reproducirla a cámara lenta. En la pantalla se veía a Kaelin echándose hacia adelante para responder a la pregunta, y, en esa fracción de segundo, la cara le cambiaba por completo. La nariz se le arrugó conforme doblaba el elevador común del ala de la nariz y del labio superior. Tenía los dientes al descubierto, las cejas hacia abajo. «Es casi una unidad de acción número nueve completa», dijo Ekman. «Es indignación, con algo de ira también, y la clave está en que cuando se bajan las cejas, lo normal es que los ojos no estén tan abiertos como están ahí. La elevación del párpado superior es un componente de la ira, no de la indignación. Es muy rápido». Ekman detuvo la cinta y volvió a reproducirla, mirando atentamente a la pantalla. «La verdad es que parece un perro gruñendo».