Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (28 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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En una ocasión, Fyfe dirigió un proyecto en el condado de Dade, Florida, donde se produjo un número excepcionalmente alto de incidentes violentos entre agentes de policía y civiles. Imagínense la tensión que causó tanta violencia. Algunos colectivos sociales acusaron a la policía de falta de sensibilidad y racismo. La policía respondió con actitud iracunda y a la defensiva; la violencia, dijeron, era una parte trágica aunque inevitable de la labor policial. Era el pan de cada día. En todo caso, Fyfe decidió mantenerse ajeno a la polémica y realizar el estudio. Colocó observadores en los coches-patrulla y les pidió que tomaran nota de todos los comportamientos de los policías y les puntuaran según el grado de correspondencia entre su actuación y las técnicas adecuadas de formación. «Eran cosas del tipo: ¿aprovechó el agente los lugares que le brindaban la posibilidad de ponerse a cubierto? Nosotros formamos a los agentes para que procuren por todos los medios no ofrecer un blanco fácil, de manera que es el malo quien tiene que decidir si le van a disparar o no. Así que nos fijábamos en aspectos como si los agentes se mantuvieron a cubierto en la medida de lo posible o si entraron directamente por la puerta principal. ¿Tuvieron el arma apartada del sospechoso en todo momento? ¿Tenían la linterna en la mano no dominante? Al recibir un aviso de robo, ¿pidieron más información o sólo dijeron "es un diez-cuatro"? ¿Pidieron refuerzos? ¿Coordinaron su método de actuación? (por ejemplo, "tú disparas y yo te cubro"). ¿Dieron una vuelta para examinar el vecindario? ¿Colocaron otro coche en la parte posterior del edificio? Una vez que entraron en el lugar en cuestión, ¿enfocaron las linternas hacia un lado? (porque si en el interior hay alguien armado, disparará al foco de luz). Si habían parado un vehículo, ¿miraron la parte trasera del mismo antes de acercarse al conductor? Ese tipo de cosas».

Lo que Fyfe descubrió fue que los agentes lo hacían verdaderamente bien cuando estaban cara a cara con un sospechoso y cuando lo habían detenido. En tales situaciones, hicieron lo «correcto» un 92 por ciento de las veces. Pero el modo en que se acercaron a la escena del delito fue nefasto y su puntuación fue sólo de 15 por ciento. Ahí residía el problema. No adoptaron las medidas necesarias para evitar el autismo transitorio. Y cuando el condado de Dade se concentró en la mejora de la actuación policial antes de enfrentarse con el sospechoso, el número de reclamaciones contra los agentes y el de lesiones a policías y civiles cayó en picado. «A nadie le gusta ponerse en una posición en la que la única manera de defenderse es disparando a otro», dice Fyfe. «Si tienes que depender de tus reflejos, alguien va a salir herido y sin necesidad alguna. Si aprovechas la inteligencia y te pones a cubierto, casi nunca será necesario tomar una decisión instintiva».

«Algo me dijo que no disparara aún»

Lo valioso del diagnóstico de Fyfe es cómo da la vuelta a la cuestión tan debatida de los tiroteos policiales. Los detractores de la conducta policial se centran siempre en las intenciones de agentes concretos. Hablan de racismo y parcialidad deliberada. Los defensores de la policía, por su parte, se escudan siempre en lo que Fyfe denomina «el síndrome de la fracción de segundo»: un agente acude cuanto antes al lugar de los hechos, ve al malo, no hay tiempo para pensar, actúa. Esa situación requiere que se acepten las equivocaciones como algo inevitable. En definitiva, ambos puntos de vista son derrotistas. Dan por sentado que una vez iniciado un incidente crucial, no puede hacerse nada para impedirlo o dominarlo. Y cuando intervienen las reacciones instintivas, esa opinión se generaliza. Pero es una suposición errónea. Hay un aspecto fundamental en el que el pensamiento inconsciente no se diferencia del pensamiento consciente: en ambos podemos desarrollar nuestra capacidad para tomar decisiones rápidas a base de formación y experiencia.

¿Son inevitables la excitación extrema y la ceguera mental en condiciones de estrés? Desde luego que no. De Becker, cuya empresa presta servicios de seguridad a personajes públicos, somete a sus guardaespaldas a un programa de lo que él llama «inoculación de estrés». «En la prueba que realizamos, la persona a la que se ofrece protección le dice al guardaespaldas: "Acérquese; oigo un ruido", y según éste dobla la esquina, ¡pum!, le disparan. No se hace con un arma real. La bala no es más que una cápsula de plástico que deja una marca, pero la sientes. Y has de seguir adelante. A continuación, decimos: "Tienes que hacerlo de nuevo", y esta vez le disparamos según entra en la casa. Pues bien, la cuarta o quinta vez que recibes un disparo simulado, ya es otra cosa». De Becker hace un ejercicio parecido en el que solicita a los guardaespaldas en prácticas que se enfrenten a un perro furioso repetidas veces. «Al principio, su frecuencia cardiaca es de 175. Ni siquiera ven con claridad. Pero la segunda o la tercera vez las pulsaciones bajan a 120, después a 110 y entonces ya pueden funcionar». Ese tipo de entrenamiento, realizado una y otra vez en combinación con experiencias de la vida real, hace variar esencialmente la forma en que un agente de policía reacciona ante una situación violenta.

La lectura del pensamiento es asimismo una capacidad que mejora con la práctica. Para Silvan Tomkins, tal vez el mejor lector del pensamiento, era casi una obsesión. Cuando nació su hijo Mark, se tomó un periodo sabático de la Universidad de Princeton y se quedó en su casa de Jersey Shore, observando con minuciosidad la cara del niño, analizando los patrones de emoción —los ciclos de interés, alegría, tristeza e ira— que refleja fugazmente la cara de un bebé en los primeros meses de vida. Reunió un archivo compuesto por miles de fotografías de caras humanas con todas las expresiones imaginables, y aprendió la lógica de los surcos, las arrugas y los pliegues, las sutiles diferencias entre una cara a punto de sonreír y una a punto de llorar.

Paul Ekman ha elaborado varios tests sencillos sobre la capacidad de las personas para leer el pensamiento. En uno de ellos reproduce una secuencia corta de un vídeo en el que cerca de una docena de personas afirma haber hecho algo que ha hecho o no. La labor de los que se someten al test es adivinar quién miente. Las pruebas son sorprendentemente difíciles. La mayoría de la gente alcanza un resultado similar al que habría conseguido eligiendo las respuestas al azar. ¿Y quién responde bien?

Los que han practicado. Las víctimas de un derrame cerebral que han perdido la capacidad de hablar, por ejemplo, son maestros, ya que su enfermedad les ha obligado a ser mucho más sensibles a la información que hay escrita en la cara de la gente. Las víctimas de malos tratos continuados en su niñez también responden correctamente: al igual que los que han sufrido un derrame, han tenido que practicar el difícil arte de la lectura del pensamiento; en su caso, el pensamiento de unos padres alcohólicos o violentos. Ekman organiza incluso seminarios para los cuerpos policiales en los que enseña a los alumnos a mejorar sus aptitudes de lectura del pensamiento. Con sólo media hora de práctica, afirma, una persona puede convertirse en un experto en la percepción de microexpresiones. «Yo tengo una cinta para el curso, y a los alumnos les entusiasma», dice Ekman. «Al comienzo no son capaces de ver ninguna de esas expresiones. Pero treinta y cinco minutos después, las ven todas. Lo que quiere decir que es una habilidad accesible».

En una de las entrevistas de David Klinger, éste conversa con un veterano agente de policía que ha participado en situaciones violentas muchas veces durante su carrera profesional y que se ha visto obligado otras tantas a leer el pensamiento de personas en momentos de estrés. Lo que cuenta el agente a continuación es un magnífico ejemplo de cómo un momento de gran estrés, en las manos apropiadas, puede dar un giro completo. Era de noche. El policía iba persiguiendo a tres adolescentes, miembros de una banda. Uno de ellos saltó por una valla, otro cruzó corriendo delante del coche y el tercero se quedó inmóvil, apenas a trescientos metros del agente, paralizado por la luz. El agente recuerda:

Cuando yo salía del coche, por el lado del pasajero, el muchacho se llevó la mano derecha al cinturón y comenzó a buscar algo. Después vi que la mano seguía bajando en dirección a la entrepierna y que intentaba llegar a la zona del muslo izquierdo, como si tratara de coger algo que se le estaba escurriendo por la pernera.

Mientras rebuscaba en los pantalones, empezó a darse la vuelta hacia mí. Me miraba fijamente, y yo le dije que no se moviera: «¡Quieto! ¡No te muevas! ¡No te muevas! ¡No te muevas!». Mi compañero le gritaba también: «¡Quieto! ¡Quieto! ¡Quieto!». Mientras le daba órdenes, desenfundé el revólver. Cuando llegué a apenas un metro y medio de él, el chico dejó al descubierto una automática de cromo del 25. Entonces, en cuanto tuvo la mano a la altura del vientre, dejó caer el arma sobre la acera. Le detuvimos, y ahí acabó todo.

Creo que la única razón por la que no disparé fue su edad. Tenía catorce años, pero aparentaba nueve. Si hubiera sido un adulto, seguramente le habría disparado. Percibí la amenaza del arma, qué duda cabe. Vi con toda claridad que era de cromo y tenía empuñadura nacarada. Pero yo llevaba las de ganar, y quería concederle el beneficio de la duda un poco más, sólo porque parecía muy joven. En mi opinión, el hecho de que yo fuera un agente con gran experiencia tuvo mucho que ver con la decisión que tomé. Vi en su cara que estaba muy asustado, algo que ya había percibido en otras situaciones, y eso me llevó a pensar que si le concedía un poquito más de tiempo, me daría la oportunidad de no dispararle. El resultado fue que yo le miré, vi lo que sacaba de los pantalones, lo identifiqué como un arma y vi adonde iba a dirigir la boca de esa pistola a continuación. Si el muchacho hubiera subido la mano un poco más arriba del cinturón, si la hubiera apartado más de la zona del estómago de modo que yo hubiera visto que dirigía el arma hacia mí, todo habría terminado. Pero no llegó a subir el cañón, y algo en mi interior me dijo que no disparara aún.

¿Cuánto duró este enfrentamiento? ¿Dos segundos? ¿Un segundo y medio? Observen que la experiencia y la habilidad del agente le permitieron estirar esa fracción de tiempo, calmar la situación, seguir recopilando información hasta el último momento. El agente ve salir el arma. Ve la empuñadura nacarada. Imagina la dirección que va a tomar la boca. Espera a que el muchacho decida si levanta el arma o sencillamente la deja caer. Y durante todo ese tiempo, incluso cuando va siguiendo el recorrido del arma, mira también a la cara del muchacho, para ver si es peligroso o sólo está asustado. ¿Hay un ejemplo más magnífico de juicio instantáneo? He aquí lo que se consigue con formación y experiencia: la capacidad de extraer una enorme cantidad de información significativa a partir de una mínima cantidad de experiencia. Para un novato, ese incidente habría transcurrido en una especie de neblina. Pero no fue neblinoso en absoluto. Cada momento, lo que dura un abrir y cerrar de ojos, está compuesto de una serie de partes diferenciadas en movimiento, y cada una de esas partes brinda una ocasión para la intervención, la reforma y la corrección.

Tragedia en la Avenida Wheeler

Pues bien, ahí estaban: Sean Carroll, Ed McMellon, Richard Murphy y Ken Boss. Era ya tarde. Se encontraban en la zona sur del Bronx. Vieron a un joven negro que parecía comportarse de forma extraña. Aunque no pudieron verle bien, puesto que pasaron delante de él en coche, se pusieron de inmediato a elaborar una teoría que explicara tal comportamiento. Por ejemplo: no era un hombre corpulento, sino bastante pequeño. «¿Y qué significa pequeño? Pues que lleva un arma», afirmó Becker, tratando de imaginar lo que pasó por sus mentes en ese momento. «Estaba ahí fuera, solo, a las doce y media de la noche. En un barrio tan malo como ése. Solo. Un tipo negro. Tiene un arma; si no, no estaría ahí. Y, por si fuera poco, es pequeño. ¡Hacen falta huevos para estar ahí en mitad de la noche! Tiene un arma. Ésa es la explicación que se da uno mismo». El coche dio marcha atrás. Carroll dijo más tarde que le «sorprendió» que Diallo siguiera allí. ¿No sale corriendo cualquier tipo malo en cuanto ve un coche lleno de policías? Carroll y McMellon salieron del automóvil. McMellon gritó: «¡Policía! ¿Podemos hablar?». Diallo permaneció inmóvil. Estaba aterrado, desde luego, y el terror se le notaba en la cara. Dos hombres altísimos, que no pintaban nada en absoluto en ese barrio y a esas horas, le habían abordado. Diallo se dio la vuelta y entró corriendo en el edificio, momento en el que se perdió la ocasión para leer el pensamiento. En ese instante se trataba ya de una persecución, aunque Carroll y McMellon no tenían la misma experiencia que tenía el agente que vio la pistola de empuñadura nacarada subir en dirección a él. Eran novatos. Nuevos en el Bronx, nuevos en la Unidad de Delincuencia Callejera y nuevos en el inimaginable estrés que causa perseguir por un pasillo oscuro a un hombre al que creían armado. El ritmo cardíaco se acelera vertiginosamente. Se reduce el campo de atención. La Avenida Wheeler es una zona antigua del Bronx. La acera está a continuación de la cuneta, y entre la acera y el apartamento de Diallo sólo hay cuatro escalones. Aquí no hay espacio en blanco. Cuando los agentes salieron del coche patrulla, McMellon y Carroll se quedaron a apenas tres o cuatro metros de Diallo. Éste echa a correr. ¡Una persecución! Carroll y McMellon ya estaban un poquito excitados. Y en ese momento, ¿cuál era su frecuencia cardiaca? ¿175? ¿200? Diallo se encontraba en el portal, apoyado en la puerta interior del edificio. Giró el cuerpo hacia un lado mientras rebuscaba algo en el bolsillo. Carroll y McMellon no tenían un lugar donde ponerse a cubierto o esconderse: aquí no había un montante de la puerta del coche que les pudiera servir de escudo, que les permitiera tomarse el momento con más calma. Estaban en la línea de fuego, y lo que Carroll vio fue la mano de Diallo y la punta de algo negro. Luego resultó ser una cartera. Pero Diallo era negro, era tarde, estaban en la zona sur del Bronx, el tiempo en un momento así se mide en milisegundos y, en tales circunstancias, todos sabemos que las carteras parecen siempre armas. La cara de Diallo podría haberle transmitido algo diferente, pero Carroll no miraba a la cara de Diallo; aunque lo hubiera hecho, no es seguro que hubiera comprendido lo que veía en ella. En ese momento no leía el pensamiento. Para los efectos, era aurista. Sólo estaba pendiente de lo que fuera a sacar Diallo del bolsillo, al igual que Peter sólo estaba pendiente del interruptor de la luz en la escena del beso de George y Martha. Carroll gritó: «¡Tiene un arma!». Y empezó a disparar. McMellon cayó hacia atrás y también comenzó a disparar —y la conjunción de un hombre que cae hacia atrás y la detonación de un arma parece significar sólo una cosa: le han alcanzado—. Así que Carroll siguió disparando, y McMellon, al ver disparar a su compañero, continuó disparando a su vez, y Boss y Murphy, al ver disparar a los primeros, saltaron del coche y procedieron a disparar también. Los periódicos del día siguiente dieron mucha importancia al hecho de que se dispararan cuarenta y una balas, pero la realidad es que cuatro personas con pistolas semiautomáticas pueden disparar cuarenta y un tiros en cuestión de dos minutos y medio. De hecho, es probable que todo el incidente, de principio a fin, no durara más de lo que se tarda en leer este párrafo. Pero en esas pocas milésimas de segundo se tomaron las suficientes medidas y decisiones como para llenar toda una vida. Carroll y McMellon le gritan algo a Diallo. Mil uno. Él entra en la casa. Mil dos. Los agentes corren tras él atravesando la acera y suben los escalones de la entrada. Mil tres. Diallo se queda en el portal, buscando algo en el bolsillo. Mil cuatro. Carroll grita: «¡Tiene un arma!». Empieza el tiroteo. Mil cinco. Mil seis. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Mil siete. Silencio. Boss se acerca corriendo hasta donde está Diallo, mira al suelo y grita: «¿Dónde coño está el arma?», y después se dirige corriendo calle arriba, hacia la Avenida Westchester, porque con los gritos y el tiroteo se ha desorientado. Carroll se sienta en la escalera, junto al cuerpo de Diallo, acribillado a balazos, y empieza a llorar.

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