Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (21 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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«Debería vernos cuando salimos en grupo con la gente de Sensory», comentó Heylmun. «Nos pasamos los platos del pan y al final cada uno tenemos la mitad de lo que habíamos pedido y un poco de lo que han pedido los demás».

Llegó la sopa. Las dos la probaron. «Mmmm… es fantástica», dijo Civille elevando la mirada al cielo. Me pasó la cuchara para que la probase. Heylmun y Civille comían tomando pequeños bocados rápidos y, al mismo tiempo, hablaban y se interrumpían como viejas amigas, saltando de un tema a otro. Eran muy divertidas y hablaban muy deprisa. Pero la charla nunca se imponía a la comida, sino al revés: parecía que hablaban sólo para estimularse antes de probar el siguiente bocado, y cuando lo tomaban, sus caras reflejaban la mayor concentración. Heylmun y Civille no se limitan a comer. Piensan en la comida. Sueñan con la comida. Comer con ellas es como ir a comprar un violonchelo con Yo-Yo Ma o como pasarse por casa de Giorgio Armani por la mañana mientras decide lo que va a ponerse. «Mi marido dice que vivir conmigo es como estar en una degustación permanente», comentó Civille. «En mi familia están hartos. ¡Deja de hablar de lo mismo! ¿Recuerda la escena de la cafetería en la película
Cuando Harry encontró a Sally?
Eso es lo que siento por la comida cuando es buena de verdad».

El camarero vino a proponernos los postres:
crème brûlée
, sorbete de mango y chocolate o helado de fresa, azafrán, maíz dulce y vainilla. Heylmun pidió el helado de vainilla y el sorbete de mango, pero no sin antes sopesar durante mucho tiempo la opción de la
crème brûlée
. «La
crème brûlée
es la prueba de fuego de cualquier restaurante», afirmó. «Depende de la calidad de la vainilla. No me gusta la
crème brûlée
adulterada, porque entonces no se puede saborear la calidad de los ingredientes». Civille pidió un café solo. Al tomar el primer sorbo, hizo un gesto de sobresalto casi imperceptible. «Es bueno, pero no extraordinario», dijo. «Le falta la textura vinosa y tiene demasiada madera».

Entonces Heylmun empezó a hablar de «recuperación», una práctica habitual en algunas fábricas de productos alimenticios que consiste en reciclar ingredientes sobrantes o rechazados de un lote de producción incorporándolos a otro. «Dame una galleta o un aperitivo», comentó, «y no sólo te diré de qué fábrica ha salido, sino además el tipo de recuperación que han usado». Civille intervino para decir que la noche anterior había comido dos galletas (y nombró dos marcas destacadas). «Pude
saborear
la recuperación», añadió, y cambió de expresión. «Hemos dedicado muchos años a desarrollar esta destreza», continuó. «Veinte años. Es como la formación de un médico. Primero está en prácticas y luego es residente. Repites y repites hasta que puedes fijarte en algo y decir de manera muy objetiva cuánto tiene de dulce, o de amargo, o de caramelizado o de carácter cítrico; y dentro de los cítricos, distingues entre el limón, la lima, la uva y la naranja».

En otras palabras: Heylmun y Civille son expertas. ¿Las habría confundido el Reto Pepsi? Por supuesto que no. Y tampoco se habrían dejado arrastrar por el envase de Christian Brothers ni habrían sucumbido fácilmente ante la confrontación entre lo que de verdad no les gustaba y lo que era simplemente inusual. El don de su experiencia estriba en que tienen un conocimiento muy superior de lo que ocurre tras la puerta cerrada del inconsciente. Ésta es la última lección del caso Kenna y la más importante, porque explica por qué es un error primar tan claramente los resultados de la investigación del mercado sobre las reacciones entusiastas de los especialistas del sector, el público del Roxy y los espectadores de MTV2. Las primeras impresiones de los expertos son distintas. No quiero decir con esto que los expertos tengan gustos distintos del resto de la gente, aunque esto sea innegable. Cuando somos expertos en algo, nuestros gustos se vuelven más refinados y complejos. Lo que quiero decir es que los únicos que pueden confiar de verdad en sus reacciones son los expertos.

Jonathan Schooler, de quien ya he hablado en el capítulo anterior, hizo en cierta ocasión un experimento con Timothy Wilson que ilustra muy bien la diferencia. Esa vez se trataba de mermelada de fresa.
Consumer Reports
reunió un panel de expertos en alimentación y les pidió que ordenasen 44 marcas distintas de mermelada de fresa de mayor a menor, de acuerdo con mediciones muy específicas de la textura y el sabor. Wilson y Schooler tomaron las mermeladas que habían quedado en las posiciones 1, 11, 24, 32 y 44 —Knott's Berry Farm, Alpha Beta, Featherweight, Acme y Sorrell Ridge— y las presentaron ante un grupo de estudiantes de instituto. Querían averiguar en qué medida se aproximaban las puntuaciones de los estudiantes a las asignadas por los expertos. El resultado fue que se aproximaban mucho. Los estudiantes colocaron Knott's Berry Farm en segundo lugar y Alpha Beta en el primer puesto (invirtieron el orden de los expertos). Éstos y los estudiantes estuvieron de acuerdo en que Featherweight fuese la número tres. Y, como los expertos, los alumnos pensaron que Acme y Sorrell Ridge eran claramente inferiores a las otras, aunque los primeros consideraron que la última era peor que la Acme, mientras que los estudiantes las clasificaron al revés. Los científicos utilizan una prueba llamada correlación para medir la exactitud con que un factor predice otro y, en conjunto, las puntuaciones de los estudiantes mantuvieron una correlación con las otorgadas por los expertos de 0,55, que es un valor muy alto. Lo que esto indica es que nuestras reacciones ante la mermelada son muy buenas; incluso quienes no somos expertos en estos productos reconocemos una buena confitura cuando la probamos.

¿Pero qué ocurriría si les presentase un cuestionario y les pidiera que enumerasen los motivos por los que prefieren una mermelada a otra? Sería un desastre. Wilson y Schooler pidieron a otro grupo de estudiantes que justificase por escrito las puntuaciones que había dado, y esta vez la Knott's Berry Farm, la mejor según los expertos, apareció en penúltimo lugar, y la Sorrell Ridge, la peor según los expertos, apareció en tercer lugar. La correlación bajó hasta 0,11, lo que significa a todos los efectos que las evaluaciones de los estudiantes no tenían apenas nada que ver con las de los expertos. Esto recuerda los experimentos de Schooler que he descrito con ocasión del caso Van Riper, en los que la introspección destruía la capacidad de las personas para resolver problemas que exigen perspicacia. Al hacerles pensar en las mermeladas, Wilson y Schooler transformaron a los estudiantes en tontos para la evaluación de esos productos.

Ya he hablado de las cosas que deterioran nuestra capacidad para resolver problemas. Ahora quiero hablar de la pérdida de una capacidad mucho más importante: la de conocer nuestro propio pensamiento. Además, en este caso tenemos una explicación mucho más concreta de por qué la introspección confunde nuestras reacciones.

Lo que ocurre es, sencillamente, que no tenemos ninguna forma de explicar lo que nos hace sentir la mermelada. Sabemos de manera inconsciente cuál es la buena: Knott's Berry Farm. Pero de repente se nos pide que expongamos por qué pensamos eso basándonos en una lista de términos que no tienen sentido para nosotros. La textura, por ejemplo. ¿Qué significa? Quizá no nos hayamos preguntado nunca por la textura de una mermelada y, sin duda, no sabemos qué significa; además, es posible que en el fondo no nos importe mucho la textura. Pero ahora ha aparecido en nuestra mente la idea de textura, y pensamos en ella y decidimos que parece un poco extraña y que, en definitiva, quizá no nos guste esta mermelada. Como observó Wilson, lo que ocurre es que encontramos una razón admisible por la que algo nos gusta o nos disgusta, y a continuación ajustamos nuestras auténticas preferencias para adecuarlas a esa razón.

En cambio, los expertos en mermeladas no tienen ninguna dificultad para explicar sus sensaciones. Los degustadores profesionales tienen un vocabulario muy específico que les permite describir con exactitud sus reacciones ante los distintos alimentos. La mayonesa, por ejemplo, se valora en función de seis dimensiones de aspecto (color, intensidad del color, gama de colores, brillo, presencia de grumos y burbujas), diez dimensiones de textura (adherencia a los labios, firmeza, densidad, etc.) y catorce de sabor, divididas en tres grupos: aroma (a huevo, a mostaza, etc.), sabores básicos (salado, ácido y dulce) y componentes químicos (ardiente, picante, astringente). Cada uno de estos factores se valora sobre una escala de 15 puntos. Si, por ejemplo, quisiéramos describir la textura oral de algo, uno de los atributos en que hemos de fijarnos es su carácter escurridizo. En una escala de 15 puntos, en la que 0 es «nada escurridizo» y 15 «muy escurridizo», los alimentos infantiles de carne y salsa de carne de Gerber tienen una puntuación de 2; el yogur de vainilla Whitney, de 7,5, y el batido Miracle, de 13. Si probaran algo no tan escurridizo como el batido Miracle pero más que el yogur de vainilla Whitney, podrían atribuirle 10 puntos. Otro aspecto es el carácter crujiente, que alcanza 2 puntos en el caso de las barras de chocolate bajas en grasa de Quaker, 5 en el de los aperitivos Keebler Cluc y 14 en el de los copos de maíz Kellogg's. Todos los productos del supermercado pueden analizarse con arreglo a estas variables, que con el paso de los años acaban por incorporarse al inconsciente del experto analista. «Hicimos las galletas Oreo», dijo Heylmun, «y las descompusimos en 90 atributos de aspecto, sabor y textura». Hizo una pausa, y estoy seguro de que estaba recreando mentalmente el gusto de una Oreo. «Resultó que hay once atributos que probablemente son cruciales».

Nuestras reacciones inconscientes proceden de una sala cerrada en cuyo interior no podemos mirar. Pero con la experiencia aprendemos a usar nuestro comportamiento y nuestra formación para interpretar y descodificar lo que hay detrás de nuestros juicios instantáneos y primeras impresiones. Es algo muy parecido a lo que se hace ante el psicoanalista: durante años se analiza el inconsciente con ayuda de un terapeuta experto hasta que se empieza a comprender cómo funciona el pensamiento. Heylmun y Civille han hecho lo mismo, aunque en lugar de psicoanalizar sus sentimientos han psicoanalizado los sentimientos que les inspiran la mayonesa y las galletas Oreo.

Todos los expertos hacen esto, formal o informalmente. Gottman no estaba conforme con sus reacciones instintivas ante las parejas. Por tanto, grabó en vídeo a miles de hombres y mujeres, analizó cada segundo de las cintas y pasó los datos por un ordenador; y ahora puede sentarse junto a una pareja en un restaurante y seleccionar unos cuantos datos reveladores sobre su matrimonio para extraer conclusiones sobre el mismo con la mayor seguridad. A Vic Braden, el entrenador de tenis, le frustraba saber que un jugador estaba a punto de cometer doble falta y no saber por qué lo sabía. Ahora se ha asociado con expertos en biomecánica que están filmando y analizando digitalmente a tenistas profesionales en el momento del saque para averiguar cuál es el aspecto del saque que Braden capta de forma inconsciente. ¿Por qué quedó Thomas Hoving tan convencido en sólo dos segundos de que el kurós del Museo Getty era falso? Porque durante su vida había contemplado innumerables esculturas antiguas y había aprendido a entender e interpretar esa primera impresión que cruzó su mente. «Durante mi segundo año en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York tuve la suerte de contar con un conservador europeo que estuvo prácticamente todo el tiempo conmigo», afirma. «Pasamos una tarde tras otra sacando objetos de las cajas y colocándolos en la mesa. Trabajábamos en los almacenes, y había miles de objetos. Todos los días nos quedábamos hasta las diez, y no sólo para echar una ojeada de rutina. Estudiábamos las cosas con mucha atención, una y otra vez». En aquellas noches que pasó en el almacén construyó en su inconsciente una especie de base de datos. Aprendió a emparejar la sensación que le producía un objeto con lo que había aprendido formalmente sobre su estilo, sus antecedentes y su valor. Siempre que nos topamos con algo que conocemos bien, que dominamos, esa experiencia y esa pasión cambian de manera fundamental nuestras primeras impresiones.

Esto no significa que cuando nos encontramos fuera de nuestros ámbitos de pasión y experiencia nuestras reacciones sean invariablemente erróneas. Sólo significa que son superficiales. Son difíciles de explicar y fáciles de alterar. No están asentadas en un conocimiento auténtico. ¿Creen ustedes, por ejemplo, que sabrían describir con exactitud la diferencia entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola? Resulta sorprendentemente difícil. Los profesionales del análisis de alimentos, como Civille y Heylmun, utilizan una escala llamada DOD,
degree-of-difference
(que llamaremos GdD, grado de diferencia, en castellano), para comparar productos de la misma categoría. La escala va de 0 a 10; el 10 corresponde a dos cosas completamente distintas, y el 1 o el 2 a diferencias de producción entre dos lotes de un mismo producto. Las patatas fritas Wise's y Lay's, por ejemplo, tienen un valor GdD de 8. («¡Dios mío, qué distintas son!», exclama Heylmun. «Las Wise's son oscuras, y las Lay's, uniformes y claras»). Las cosas con un GdD de 5 o 6 son mucho más parecidas, pero aún es posible diferenciarlas. La Pepsi-Cola y la Coca-Cola tienen una puntuación de 4, y en algunos casos la diferencia es aún menor, sobre todo si los refrescos han envejecido un poco, el grado de carbonatación ha disminuido y la vainilla ha adquirido una presencia más acusada y abrupta.

Esto significa que si se nos pregunta lo que pensamos de la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, nuestras respuestas tendrán poca utilidad. Podemos decir si nos gusta. Podemos hacer algunos comentarios vagos y generales sobre el grado de carbonatación o el sabor o la dulzura o la acidez. Pero con un valor GdD de 4, sólo algunos expertos en colas son capaces de captar los delicados matices que diferencian un refresco del otro.

Supongo que algunos de ustedes, en particular los consumidores empedernidos de refrescos de cola, discrepan en este punto. Estoy siendo un poco ofensivo. Ustedes creen que son perfectamente capaces de diferenciar la Pepsi-Cola de la Coca-Cola. De acuerdo; admitamos que son capaces de diferenciar una de otra, incluso cuando el GdD es de alrededor de 4. Pero pónganse a prueba. Pídanle a un amigo que llene un vaso de Pepsi y otro de Coca-Cola y traten de identificarlas. Supongamos que aciertan. Enhorabuena. Repitan ahora la prueba con una ligera variante: pídanle a su amigo que llene tres vasos, dos con una de las colas y el tercero con la otra. En el sector de los refrescos, esto se llama «prueba triangular». Además, no tendrán que diferenciar la Coca-Cola de la Pepsi-Cola, sino únicamente decir cuál de las tres bebidas es distinta de las otras dos. Lo crean o no, averiguarlo les resultará increíblemente difícil. Si se hace esta prueba con un millar de personas, sólo un poco más de un tercio dará la respuesta correcta, una proporción no muy superior a la del mero azar; daría lo mismo echarlo a suertes.

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