Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (19 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Además, hay que tener en cuenta un fenómeno llamado transferencia de sensaciones. Es un concepto acuñado por una de las grandes figuras del siglo XX, Louis Cheskin, nacido en Ucrania a principios de ese siglo e inmigrante en Estados Unidos desde la infancia. Cheskin estaba convencido de que cuando la gente valora algo que puede comprar en un supermercado o en unos grandes almacenes, transfiere, sin darse cuenta, sensaciones o impresiones que recibe del envase del producto al producto en sí. Dicho de otro modo: Cheskin creía que casi ninguno diferenciamos —en el nivel inconsciente— entre el envase y el producto. El producto es el envase y el producto juntos.

Uno de los proyectos en los que trabajó Cheskin fue una margarina. A finales de la década de 1940, la margarina no era un producto muy popular. Los consumidores no tenían interés ni en comerla ni en comprarla. Pero Cheskin era un hombre curioso. ¿Por qué a la gente no le gustaba la margarina? ¿El problema de la margarina era intrínseco al producto? ¿O radicaba en las asociaciones que se hacían con ella? Decidió averiguarlo. En aquella época, la margarina era blanca. Cheskin la tiñó de amarillo para que pareciese mantequilla. A continuación preparó una serie de comidas con amas de casa. Como quería sorprenderlas, no dijo que fuesen comidas para probar margarinas, sino que se limitó a invitar a un grupo de mujeres a un acto. «Apuesto a que todas llevarán guantecitos blancos», cuenta Davis Masten, que hoy es uno de los directivos de la consultoría fundada por Cheskin. «[Cheskin] llevó a algunos oradores y sirvió una comida en la que había pequeñas nueces de mantequilla para unas y de margarina para otras. La margarina era amarilla. Nada en el acto hacía pensar que había diferencias. Más tarde se pidió a todos los participantes que puntuasen a los oradores y la comida, y el resultado fue que la "mantequilla" había sido buena. La investigación de mercado predijo que no había futuro para la margarina. Pero Louis dijo: "Vamos a abordar el asunto de una forma más indirecta"».

En ese momento la cuestión de cómo aumentar las ventas de margarina estaba mucho más clara. Cheskin dijo a su cliente que llamase al producto Margarina Imperial, para así poder envolverlo en un envase con una imponente corona. Como descubrió en la comida, el color era decisivo, y le explicó que la margarina había de ser amarilla. También le dijo que la envolviese en papel de aluminio, porque en aquella época esa clase de envoltorio se asociaba con una calidad alta. Y, por supuesto, si se presentan a alguien dos trozos de pan idénticos, uno untado con margarina blanca y el otro con Margarina Imperial amarilla envuelta en papel de plata, el segundo ganará sin el menor esfuerzo en todas las pruebas de degustación. «No pregunte nunca a nadie: "¿La quiere envuelta en papel de plata?", porque la respuesta será siempre: "No lo sé" o "¿Para qué?"», dice Masten. «Lo único que tiene que preguntar es cuál le sabe mejor, y por ese método indirecto sabrá cuáles son las auténticas motivaciones».

La empresa de Cheskin hizo una demostración particularmente elegante de transferencia de sensaciones hace unos pocos años, cuando estudió dos marcas competidoras de
brandy
barato, Christian Brothers y E & J (para que se hagan una idea del segmento del mercado al que pertenecen las dos, la segunda es conocida por sus consumidores como «Easy Jesús»
[1]
). Su cliente, Christian Brothers, quería saber por qué, después de años de ser la marca dominante en su categoría, estaba perdiendo cuota de mercado frente a E & J. Su marca no era más cara. No era más difícil de encontrar en las tiendas. Y tampoco resultaban batidos en el terreno de la publicidad (en este extremo del segmento de los
brandies
se hace muy poca publicidad). ¿Por qué estaban perdiendo terreno?

Cheskin preparó una cata a ciegas con 200 bebedores de
brandy
. Las dos marcas resultaron ser aproximadamente iguales. Por tanto, Cheskin decidió ir un poco más lejos. «Hicimos una nueva prueba con otras 200 personas», explica Darrel Rhea, otro directivo de la firma. «Esta vez les dijimos qué copa tenía Christian Brothers y cuál contenía E & J. En esta ocasión había transferencia de sensaciones a partir del nombre, y Christian Brothers ganó». Estaba claro que la gente tenía asociaciones más positivas con Christian Brothers que con E & J. Esto aumentaba el misterio, pues si Christian Brothers tenía una marca más sólida, ¿por qué estaba perdiendo cuota de mercado? «Así que volvimos a reunir a otras 200 personas, pero esta vez había a la vista botellas de las dos marcas. No hicimos preguntas sobre los envases, pero allí estaban. ¿Y qué ocurrió? La estadística reflejó una preferencia por E & J. Así logramos aislar el problema de Christian Brothers. El problema no estaba en el producto ni en la marca. Estaba en el envase». Rhea sacó una foto de las dos botellas de
brandy
tal como se presentaban en aquella época. La de Christian Brothers parecía una botella de vino; tenía un cuello largo y delgado, y una etiqueta blanquecina sencilla. En cambio, la de E & J era más elaborada, más chata, parecida a un decantador, de vidrio ahumado, con la boca envuelta en papel de estaño y una etiqueta oscura y con relieve. Para confirmar su hallazgo, Rhea y sus colegas hicieron otra prueba más. Sirvieron a 200 personas
brandy
Christian Brothers envasado en botellas de E & J, y
brandy
E & J envasado en botellas de Christian Brothers. ¿Cuál ganó? Christian Brothers, con la mayor diferencia obtenida hasta entonces. Ya tenían el gusto adecuado, la marca adecuada
y
la botella adecuada. La empresa diseñó una botella mucho más parecida a la de E & J y, naturalmente, su problema se resolvió.

Las oficinas de Cheskin están a las afueras de San Francisco, y después de nuestra charla, Masten y Rhea me llevaron al supermercado Nob Hill Farms, uno de esos enormes y luminosos emporios de comida tan frecuentes en las urbanizaciones de Estados Unidos. «Hemos trabajado en casi todos los pasillos», afirma Masten mientras entramos. Ante nosotros se extiende la sección de bebidas. Rhea se inclina y toma una lata de Seven-Up. «Probamos Seven-Up. Teníamos varias versiones, y descubrimos que si se añade un quince por ciento más de amarillo al verde del envase, si se toma este verde y se le añade más amarillo, la gente dice que el sabor a lima o a limón es mucho más acusado. Y se inquieta. "Me estáis cambiando el Seven-Up. Yo no quiero una Nueva Coca-Cola". Es exactamente el mismo producto, pero el envase transmite sensaciones distintas, y en este caso no significa que sea conveniente».

Pasamos de la sección de refrescos a la de productos enlatados. Masten tomó una lata de raviolis Chef Boyardee y señaló la foto del chef que había en la etiqueta. «Se llama Héctor. Conocemos a mucha gente así, como Orville Redenbacher o Betty Crocker o la mujer que aparece en las cajas de uvas Sun-Maid. La regla general es: cuanto más se acerque el consumidor al producto comestible, más conservador será. En el caso de Hector, esto significa que ha de parecer lo que dice que es. El consumidor quiere ver el rostro de un ser humano reconocible con el que identificarse. En general, los primeros planos de la cara funcionan mejor que las fotos de cuerpo entero. Hemos hecho muchas pruebas con Hector. ¿Es posible hacer que los raviolis sepan mejor cambiándole? Ante todo se puede intensificar, transformándolo en un dibujo. Hicimos pruebas haciendo que la fotografía pareciera cada vez más un dibujo. Cuanto más se parece a un personaje de tebeo, más abstracto resulta Hector, y menos influye en la percepción del gusto y la calidad de los raviolis».

Masten tomó una lata de carne Hormel. «También hicimos esto. Probamos el logotipo de Hormel». Señaló el diminuto ramito de perejil que hay entre la «r» y la «m»: «Este ramillete de perejil da frescura a la comida enlatada».

Mientras sostenía un frasco de salsa de tomate de marca Classico, Rhea habló de los significados atribuidos a los distintos envases. «Cuando Del Monte sacó los melocotones de la lata y los metió en un frasco de vidrio, la gente dijo: "¡Vaya! Como los de mi abuela". La gente afirma que los melocotones saben mejor cuando se venden en un frasco de vidrio. Y lo mismo pasa con los helados comercializados en envases cilindricos, por oposición a los que se presentan en envases rectangulares. La gente confía en que sabrán mejor, y está dispuesta a pagar cinco o diez céntimos más, sólo por la fuerza del envase».

Lo que hacen Masten y Rhea es decir a las empresas cómo manipular nuestras primeras impresiones, y es difícil no sentir cierto malestar ante su trabajo. Si se multiplica por dos el tamaño de las virutas de chocolate de un helado y se afirma en el envase: «¡Nuevo! Con virutas de chocolate más grandes!», parece que un aumento del precio de cinco céntimos es justo. Pero si se mete el helado en un envase redondo en lugar de en otro rectangular y también se cobran cinco céntimos más, da la impresión de que nos están tomando el pelo. Bien pensado, no hay diferencia práctica entre las dos cosas. Estamos dispuestos a pagar más por el helado si nos sabe mejor, y envasarlo en un recipiente redondo nos convence de eso con tanta certeza como asegurar que tiene virutas de chocolate más grandes. Es cierto que somos conscientes de una cosa y no de la otra, ¿pero importa eso? ¿Por qué un fabricante de helados debería sacar beneficio sólo de aquello de lo que somos conscientes? Podemos decir que actúan a nuestras espaldas. ¿Pero quién actúa a nuestras espaldas? ¿El fabricante de helados o nuestro inconsciente?

Ni Masten ni Rhea creen que un envase ingenioso pueda permitir a una empresa vender un producto malo. El sabor del producto importa mucho. Lo único que afirman es que cuando nos metemos algo en la boca y decidimos en un instante si nos gusta o no, no sólo reaccionamos a las pruebas que nos aportan las papilas gustativas y la glándulas salivares, sino también a lo que nos dicen los ojos, los recuerdos y la imaginación, y que es una locura para una empresa tener en cuenta una cosa y no hacer caso de la otra.

En ese contexto, el error de Coca-Cola con su nueva fórmula se hace aún más notorio. No sólo dieron demasiada importancia a las catas de sorbo, sino que además confiaron en la cata a ciegas, cuyo fundamento es insostenible. No deberían haberse preocupado tanto por perder las catas a ciegas con la antigua Coca-Cola, y no debería sorprendernos lo más mínimo que el dominio de Pepsi en esas catas jamás se transfiriese al mundo real. ¿Por qué? Porque en el mundo real nadie bebe Coca-Cola con los ojos cerrados. Transferimos a nuestra sensación del sabor de la Coca-Cola todas las asociaciones inconscientes que tenemos con la marca, la imagen, la lata y hasta el inconfundible color rojo del logotipo. «El error que cometió Coca-Cola», dice Rhea, «fue atribuir su pérdida de cuota frente a Pepsi únicamente al producto. En los refrescos de cola, la imagen de marca influye una barbaridad, y eso no lo tuvieron en cuenta. Todas sus decisiones se centraron en el cambio del producto, mientras que Pepsi se centraba en la juventud, convertía a Michael Jackson en su portavoz y hacía muchas cosas estupendas para la marca. Es cierto que la gente prefiere los productos más dulces en las catas, pero a la hora de comprar no lo hace basándose en tales pruebas. El problema de Coca-Cola fue que los tipos de bata blanca del laboratorio tomaron el poder».

¿Tomaron también el poder los tipos del laboratorio en el caso de Kenna? Los profesionales de la investigación de mercados dan por supuesto que basta con reproducir una canción o parte de ella por teléfono o por Internet para obtener de los oyentes una respuesta que constituirá una orientación fiable de lo que sentirán por la canción los compradores. En su opinión, los aficionados a la música pueden seleccionar los datos clave de una nueva canción en unos segundos y, en principio, no es ningún disparate. Pero esa operación necesita un contexto. Es posible diagnosticar rápidamente la salud de un matrimonio, pero para ello no basta con mirar a una pareja jugando al ping-pong. Hay que observarla mientras discute acerca de algo relevante para su relación. Es posible determinar si un médico va a ser denunciado por negligencia a partir de un pequeño fragmento de conversación. Pero la conversación ha de ser entre éste y un paciente. Todos los que animaron a Kenna contaban con esa clase de contexto. Los asistentes al Roxy y al concierto de No Doubt lo vieron en directo. Craig Kallman pidió a Kenna que cantase para él, en su despacho. Fred Durst escuchó a Kenna a través del prisma del entusiasmo de un colega en quien confiaba. Los espectadores de MTV que pidieron a Kenna una y otra vez habían visto su vídeo. Juzgar a Kenna sin más información es como pedir a alguien que escoja entre Pepsi-Cola y Coca-Cola en una cata a ciegas.

«La silla de la muerte»

Hace algunos años, el fabricante de muebles Herman Miller, Inc., contrató a un diseñador industrial llamado Bill Stumpf y le encargó una nueva silla de oficina. Stumpf había trabajado antes con Herman Miller, sobre todo con otras dos sillas llamadas Ergon y Equa. Pero Stumpf no quedó satisfecho con esos trabajos anteriores.

Aunque las dos se vendieron bien, el diseñador pensaba que Ergon era una creación torpe e inmadura. Equa era mejor, pero la habían copiado tantas firmas que ya no le parecía nada especial. «Mis sillas anteriores eran todas parecidas», afirma Stumpf. «Quería algo diferente». A su nuevo proyecto lo llamó «Aeron», y la historia de Aeron ilustra un segundo problema, más profundo, que se plantea al medir las reacciones de las personas: es difícil explicar las sensaciones provocadas por cosas poco familiares.

La idea de Stumpf era hacer la silla más perfecta imaginable desde el punto de vista ergonómico. Ya lo había intentado con Equa, pero con el modelo Aeron fue aún más lejos. Dedicó, por ejemplo, un trabajo enorme a resolver el mecanismo que conecta el respaldo con lo que los diseñadores llaman el plano del asiento. En una silla normal, estos dos elementos están conectados por una simple articulación que permite reclinarse hacia atrás. El problema de esta articulación estriba en que la silla no pivota igual que las caderas, de modo que, al reclinar el respaldo hacia atrás, la camisa se sale de los pantalones y, además, la espalda se ve sometida a una tensión excesiva. En el modelo Aeron, el plano del asiento y el respaldo se movían de manera independiente gracias a un complejo mecanismo, aparte de otras muchas ventajas. El equipo de diseño de Herman Miller quería brazos totalmente ajustables, una cosa más fácil de lograr si éstos se montan en el respaldo que si se acoplan debajo del asiento, que es lo habitual. Querían maximizar el apoyo para los hombros, por lo que el respaldo era más ancho por arriba que por abajo, mientras que casi todas las sillas están hechas justamente al revés, y se estrechan hacia la parte superior. Por último, querían que la silla resultase cómoda para quienes permanecen durante mucho tiempo sentados ante una mesa. «Me fijé en los sombreros de paja y en otras cosas, como los muebles de mimbre», recuerda Stumpf. «Nunca me han gustado las sillas de gomaespuma o foam tapizadas de tela, me parecen calientes y pegajosas. La piel es como un órgano, respira. Esta idea de lograr algo transpirable, como un sombrero de paja, me atraía». Al final se decidió por una malla elástica especialmente diseñada y tensada sobre el bastidor de plástico. Mirando a través de ella se veían las palancas, los mecanismos y los accesorios que quedaban bien expuestos a la vista por debajo del plano del asiento.

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