El tamaño de la corteza prefrontal es un elemento que nos distingue de los demás primates, que tienen regiones prefrontales mucho más pequeñas. A diferencia de lo que sucede con otras regiones cerebrales especializadas en una determinada tarea, estos centros ejecutivos requieren más tiempo para realizar su trabajo. Pero, como ocurre con el resto de los repetidores cerebrales multiuso, la región prefrontal es mucho más flexible y capaz de enfrentarse a un rango mucho más amplio de tareas que cualquier otra estructura neuronal.
«La corteza prefrontal —me dijo Cohen— ha transformado el mundo humano hasta un punto en el que ya nada es ya física, económica ni socialmente igual.»
La capacidad creativa de los circuitos prefrontales nos ayuda a esquivar los mismos escollos generados por el genio humano (como las guerras por el control del petróleo provocadas por el consumo de gasolina, la sobreabundancia de calorías de las granjas industrializadas, los delitos informáticos, etcétera, etcétera, etcétera). Si tenemos en cuenta que muchos de esos peligros y tentaciones se asientan en los deseos más primordiales de la vía inferior ante la explosión de oportunidades de autocomplacencia y abuso proporcionados por la vía superior nos daremos cuenta de que nuestra supervivencia depende, en gran medida, de esta última.
Como dijo Cohen: «Es cierto que ahora podemos acceder fácilmente a lo que queremos, como azúcar y grasas, pero todavía debemos aprender a equilibrar mejor nuestros intereses a corto y a largo plazo».
Este equilibrio depende de la capacidad de la corteza prefrontal de decir “no” a los impulsos (y de negarnos, en consecuencia, una segunda ración de mousse de chocolate) o pensárnoslo mejor (y convertir así una respuesta violenta en otra más amable), en cuyo caso, la vía superior domina a la inferior.
Decir “no” a los impulsos
Semana tras semana, un hombre de Liverpool (Inglaterra) jugaba a los mismos números de la lotería nacional: 14, 17, 22, 24, 42 y 47. Un buen día, mientras contemplaba las noticias en la televisión, se enteró de que esa misma secuencia había obtenido el premio de dos millones de libras, pero entonces se dio cuenta de que, por primera vez, había olvidado echar a tiempo su boleto y, abrumado por la desesperación, acabó suicidándose.
Esta tragedia aparece citada en un artículo científico sobre el remordimiento que se deriva de una decisión equivocada. Esos sentimientos se originan en la corteza orbitofrontal, despertando la punzada de recriminaciones y reproches que acabaron sacando de sus casillas a ese pobre jugador de lotería. Pero los pacientes que presentan lesiones en los circuitos de la corteza orbitofrontal carecen de ese tipo de sentimientos y jamás se lamentan, en consecuencia, de las ocasiones perdidas.
La corteza orbitofrontal ejerce una influencia moduladora “descendente” sobre el funcionamiento de la amígdala, fuente de impulsos y oleadas emocionales ingobernables. Es precisamente por ello que, quienes tienen lesionados esos circuitos inhibidores, se comportan como niños que no saben reprimir sus impulsos emocionales y son incapaces, en consecuencia, de dejar de imitar el rostro de la persona con la que se encuentran. Y es que, al carecer de ese dispositivo de seguridad emocional, se encuentran a merced de las respuestas de la amígdala.
Esos pacientes tampoco muestran la menor preocupación por errores sociales que atormentarían a otros. Así, por ejemplo, no tienen problema alguno en besar y abrazar a un completo desconocido, en contar chistes que harían las delicias del más escatológico de los niños de tres años o en revelar alegremente sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles, ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar. Tal vez sepan explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular el funcionamiento de la inferior.
La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en las noticias de la noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta que se origina en una sobreexcitación de la amígdala que envía equivocadamente oleadas de pánico a cualquier señal que evoque vagamente el trauma original. En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría adecuadamente esos sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla sumido en el fragor de la batalla, sino viendo sencillamente la televisión.
Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como “Tengo ganas de gritar” o “Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo”), la corteza orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que realmente está ocurriendo (“Estoy en una biblioteca” o “Ésta no es más que la primera cita”) y los modula en consecuencia, actuando como una especie de freno emocional.
En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos, por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse “virtualmente” en un chat online, una investigación que puso de manifiesto que, cerca del veinte por ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades abiertamente sexuales y en las que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y28 hasta las propuestas más desinhibidas.
Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, cuando acompañó a los diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba profundamente con la desinhibición verbal mostrada en su conducta online.
Es de suponer que ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en una conversación tan manifiestamente sexual en el caso de haberse tratado de un encuentro cara a cara. La relación interpersonal directa nos permite establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos bien o mal encaminados.
Desde hace mucho tiempo —casi desde los mismos orígenes de Internet— se sabe que la conducta de los adultos que están conectados online es muy desinhibida. La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya.
Pensándolo bien...
“¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero, pensándolo bien... esto no tiene pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo, en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito!”
Eso fue, aproximadamente, lo primero que pensó al contemplar la fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió tan afligida que estuvo a punto de llorar. Después de echarle una segunda ojeada más detenida y pensárselo mejor, sin embargo, esa primera impresión cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a acudir a una boda, su tristeza se trocó en gozo. Y es que, cuando nuestra percepción cambia, también lo hacen nuestras emociones.
Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner que, a los treinta y pocos años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral de que hoy en día30 dispone la ciencia. Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de psicología de Columbia, me explicó sus métodos.
En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario del RMNf Research Center de Columbia yace tumbado sobre una camilla dentro del largo y oscuro cilindro de un equipo de resonancia magnética, llevando sobre su cabeza una especie de pajarera encargada de registrar las ondas de radio emitidas por los átomos de su cerebro. Un espejo diestramente colocado en ángulo de 45° sobre la jaula proporciona una semblanza de contacto reflejando una imagen proyectada desde el extremo más alejado de la camilla, la zona en la que los pies del sujeto asoman del aparato.
Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, utilizando auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia diversidad de encuentros interpersonales.
En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los pensamientos y sentimientos que la imagen le suscitase. Luego fue invitada a echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales desencadenantes de su tristeza.
La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que está sucediendo en la fotografía —un funeral— y activa, en consecuencia, los circuitos de la tristeza.
Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando la amígdala dispara sus reacciones para activar otras áreas del cerebro, los centros corticales del pensamiento todavía no han acabado de analizar la situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos, agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se articulan nuestras primeras impresiones (‘¡Qué triste! Está llorando en un entierro’).
La reconsideración deliberada de la fotografía (‘No es un entierro, sino una boda’), acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por otro más positivo e inicia una cascada de mecanismos que acaban silenciando a la amígdala y otros circuitos relacionados con ella.
Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que, cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de ciertas áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala. Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se mantuviera la vía inferior.
Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará.
Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera objetiva y desapegada —como si no tuviéramos la menor implicación personal con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los profesionales de la salud)— el malestar de otra persona, como el sufrimiento de un paciente gravemente enfermo, pongamos por caso.
Otra vía superior diferente y menos directa se activa cuando consideramos la situación del paciente desde una perspectiva más positiva diciéndonos, por ejemplo, que no está tan enfermo, que posee una constitución fuerte y que lo más probable es que se recupere. Al cambiar de este modo el significado de lo que percibimos, se modifica también su impacto emocional ya que, como dijo Marco Aurelio hace ya unos milenios, el sufrimiento «no se debe a la cosa misma sino al modo en que la estimamos, algo que podemos revocar en cualquier momento».
Los datos proporcionados por esta reevaluación nos permiten corregir la idea tan difundida como equivocada de que nos hallamos a merced de nuestra vida mental, «porque lo que pensamos, sentimos y hacemos discurre automáticamente en el tiempo que dura un parpadeo».
Como dice Ochsner, «la idea de que todo sucede “automáticamente” resulta muy deprimente. A fin de cuentas, la reevaluación modifica nuestra respuesta emocional y, cuando la realizamos deliberadamente, logramos un mayor control consciente de nuestras emociones».
El simple hecho de nombrar mentalmente las emociones que experimentamos puede refrenar también el funcionamiento de la amígdala, una forma de reevaluación que tiene grandes implicaciones en nuestra vida social. Por un lado, afirma la posibilidad de modificar nuestras reacciones reflejas negativas hacia alguien, reconsiderando más detenidamente la situación y reemplazando una actitud irreflexiva por otra más útil tanto para los demás como para nosotros mismos.
La vía superior también nos proporciona la posibilidad de responder del modo en que más nos guste, aun frente a un contagio indeseado. En tal caso, en lugar de vernos desbordados por el miedo histérico de alguien, podemos mantener la calma y proporcionar una ayuda más eficaz y, si alguien se halla demasiado agitado y no queremos compartir su estado, podemos protegernos del contagio y permanecer resueltamente en nuestro estado de ánimo preferido.
Son muchos los retos a los que nos enfrenta la vida y, si bien la vía inferior nos brinda una primera posibilidad de respuesta, la superior nos permite decidir la que realmente queremos dar.
La remodelación de la vía inferior
David Guy tendría unos dieciséis años de edad cuando experimentó su primer ataque de ansiedad. Ocurrió en clase de inglés, cuando su maestro le invitó a leer en voz alta su redacción semanal.