Inteligencia Social (15 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

BOOK: Inteligencia Social
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En ese mismo instante, su mente se vio desbordada por imágenes de sus compañeros de clase porque aunque, por aquel entonces, ya quería ser escritor y empezaba a experimentar con nuevas técnicas, sabía perfectamente que sus compañeros no tenían el menor interés en la escritura y no tendrían empacho alguno en burlarse de él.

David se esforzó denodadamente en evitar lo que se imaginaba el mayor de los ridículos, pero ello no impidió que se viese paralizado por el miedo. Su rostro enrojeció, sus manos empezaron a sudar y el corazón le latía tan deprisa que casi se le cortó la respiración y fue incapaz de articular una sola palabra. Y lo peor era que, cuanto más lo intentaba, mayor era el pánico que experimentaba.

Ese miedo escénico no desapareció con el paso del tiempo. Poco importó que el último curso fuese elegido delegado de clase porque, apenas se enteró de que debía pronunciar un discurso de aceptación, declinó la oferta. Años más tarde, después de haber publicado su primera novela a los treinta años de edad, David sigue sorteando como mejor puede ese tipo de situaciones y rechazando las invitaciones que recibe para hablar en público de su novela.

Son muchas las personas que, como David Guy, tienen miedo a hablar en público. Las encuestas realizadas en este sentido demuestran que ésa es la más frecuente de todas las fobias y que afecta a uno de cada cinco ciudadanos de nuestro país. Pero el miedo escénico no es sino una de las principales modalidades que asume la “fobia social”, término con el que el manual de diagnóstico psiquiátrico denomina a la ansiedad generada por situaciones que van desde el miedo a conocer gente nueva hasta hablar con personas desconocidas, comer en público o incluso usar un lavabo público.

Como bien ilustra el caso de David, el primer episodio de este tipo suele presentarse en la adolescencia, pero el miedo dura toda la vida y quien lo padece hace lo que sea por evitar la situación temida, cuya misma perspectiva basta para desencadenar un ataque de ansiedad.

El miedo al público tiene un extraordinario poder biológico. En tal caso, basta con que el sujeto imagine simplemente las críticas de la audiencia para que la amígdala responda desencadenando un aluvión de hormonas del estrés en lo que bien podemos considerar como el equivalente de un auténtico temporal fisiológico.

Esos miedos aprendidos dependen parcialmente de los circuitos relacionados con la amígdala, un conglomerado neuronal al que Joseph LeDoux denomina “el centro del miedo” y al que lleva estudiando desde hace varias décadas en el Center for Neural Science de la New York University. Según LeDoux, las células de la amígdala en las que se registra la información sensorial y las áreas adyacentes que aprenden el miedo, desencadenan nuevas39 pautas en el momento en que un miedo ha sido aprendido.

Nuestros recuerdos son, en parte, reconstrucciones. Cada vez que evocamos un recuerdo, nuestro cerebro lo reescribe, actualizando el pasado en función de nuestros intereses y preocupaciones presentes. A nivel celular, recuperar un recuerdo significa pues, según LeDoux, “reconsolidarlo”, es decir, modificarlo gracias a una nueva síntesis proteica que nos permite almacenarlo actualizado. Cada vez, pues, que evocamos un recuerdo, reorganizamos su misma configuración química hasta el punto de que, la próxima vez que lo evoquemos, volverá tal y como se vio modificado.

Los datos concretos de la nueva consolidación dependen de lo que aprendamos mientras lo recordemos y, si lo único que experimentamos es el fogonazo del miedo, no haremos más que profundizarlo. Pero la vía superior también puede aportar razón a la inferior porque si, en el momento en que experimentamos el miedo, nos decimos algo que alivie su presión, el mismo recuerdo suele recodificarse con menor intensidad. Así es como podemos aprender a evocar gradualmente el recuerdo temido sin experimentar la emergencia de la angustia en cuyo caso, según LeDoux, las células de la amígdala se reprograman y desarticulan el condicionamiento original del miedo. Es por ello que el objetivo de este tipo de terapia puede ser considerado como una reconfiguración gradual de las neuronas ligadas al miedo aprendido.

Hay veces en que el tratamiento recurre a la exposición real a las situaciones ansiógenas, lo que permite a la persona experimentar la fobia y, simultáneamente, ejercitar el modo de dominarla. Las sesiones de exposición empiezan con una relajación que, muy a menudo, consiste en unos pocos minutos de lenta respiración abdominal, seguida de un enfrentamiento a la situación amenazante en una cuidadosa gradación que culmina en la peor de sus versiones.

Consideremos, por ejemplo, la terapia de exposición para el control de la angustia, que opera del mismo modo que la reducción del miedo. Durante las sesiones que se llevaron a cabo al respecto con policías de tráfico de Nueva York, una policía afirmó haberse dirigido hecha una furia a un motorista que la había insultado llamándola “¡Sucia puta!”. Ésa fue, durante la terapia de exposición, la misma frase que se le repitió, primero en un tono lacónico y luego con una intensidad emocional cada vez mayor que incluso acabó apelando al empleo de gestos obscenos. La tarea de la policía consistía, entretanto, en permanecer sentada lo más tranquila posible. La exposición concluyó con éxito cuando, independientemente de lo aborrecible de la situación, aprendió a mantenerse relajada y pudo volver de nuevo a la calle y rellenar tranquilamente una multa de tráfico en medio de un aluvión de43 improperios.

Hay veces en que los terapeutas hacen todo lo posible por recrear, en el entorno seguro proporcionado por la terapia, la escena desencadenante de un determinado miedo social. Cierto terapeuta cognitivo muy conocido por su experiencia en el tratamiento de la ansiedad recurre a la terapia grupal con una audiencia que ayuda al paciente a superar el miedo a hablar en público. En tal caso, el paciente debe adiestrarse en los métodos de relajación y apelar a pensamientos que puedan contrarrestar los que habitualmente generan su ansiedad, mientras el grupo asume actitudes cada vez más ansiógenas, desde el aburrimiento hasta los comentarios irónicos y la franca desaprobación.

A decir verdad, la intensidad de la exposición debe mantenerse siempre dentro de los límites de lo manejable. Una mujer que tenía que enfrentarse a una audiencia manifiestamente hostil se excusó para ir a al cuarto de baño y, una vez ahí, cerró la puerta y se negó a salir, hasta que finalmente pudieron persuadirla para que continuase el tratamiento.

El simple hecho de revisar, con alguien que nos ayude a contemplarlo desde una perspectiva levemente diferente, un recuerdo doloroso puede, según LeDoux, aliviar gradualmente parte de la ansiedad provocada por el recuerdo perturbador. Ésta puede ser una de las razones que explican la liberación que tiene lugar cuando cliente y terapeuta reprocesan lo sucedido, porque la misma conversación puede modificar el modo en que el cerebro registra lo que está equivocado.

«Esto es algo —según LeDoux— que sucede de manera natural cuando la revisión mental de una determinada preocupación nos permite asumir una nueva perspectiva», empleando así la vía superior para remodelar la inferior.

XXX OJO, LO QUE SIGUE HASTA EL FINAL DEL CAPÍTULO ES UNA NOTA ENMARCADA EN UN RECUADRO XXX

El cerebro social

Como le dirá cualquier neurocientífico, la expresión “cerebro social” no se refiere tanto (como hacía la frenología) a un lóbulo o un nódulo neuronal concreto, como al conjunto de circuitos que orquestan nuestras relaciones interpersonales. Y es que, si bien algunas estructuras cerebrales desempeñan un papel muy importante en el modo en que gestionamos nuestras relaciones,

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no hay ninguna de ellas que se ocupe exclusivamente de nuestra vida social.

Hay quienes opinan que esta amplia diversificación de la responsabilidad neuronal de nuestra vida social quizás se deba al hecho de que, al finalizar el proceso biológico que llevó, en la antigua prehistoria, a la Naturaleza a esculpir el cerebro de los primates, el grupo acabó asumiendo un papel fundamental en nuestro repertorio de supervivencia. Y, para la creación del sistema de gestión de esta nueva posibilidad, la Naturaleza parece haber contado con las estructuras cerebrales disponibles en esa época, combinando diferentes regiones ya existentes en un conjunto coherente de vías que nos sirvieran para afrontar los retos derivados de esas complejas relaciones.

Aunque el cerebro recurra a cualquier parte de la anatomía para tareas muy diversas, pensar en la actividad cerebral en términos de una determinada función, como la interacción social, por ejemplo, proporciona a los neurocientíficos un modo muy sencillo (aunque ciertamente también muy vago) de organizar la de otro modo desalentadora complejidad de los aproximadamente cien mil millones de neuronas y sus cerca de cien billones de conexiones neuronales, la mayor densidad de conexiones conocida por la ciencia. También hay que recordar que esas neuronas se organizan en módulos cuya conducta se asemeja a la de un complejo móvil de Calder en el que el movimiento de un determinado elemento reverbera en todos los demás.

Tampoco debemos olvidar una última complicación y es que la Naturaleza economiza sus recursos. La serotonina, pongamos por caso, es un neurotransmisor que genera sentimientos de bienestar en el cerebro. En este sentido, por ejemplo, los antidepresivos ISRS (“inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina”) incrementan la tasa de serotonina y elevan así el estado de ánimo. Pero hay que señalar que la serotonina también regula el funcionamiento del intestino y que cerca del noventa y cinco por ciento de la serotonina corporal se halla en el tracto digestivo, donde siete tipos diferentes de receptores gestionan actividades que van desde la liberación del flujo de enzimas digestivas hasta el movimiento intestinal.

Del mismo modo que una determinada molécula puede regular la digestión y la felicidad, casi todos los sistemas neuronales que componen el cerebro social parecen controlar un determinado rango de actividad pero, cuando operan en conjunto para hacer frente a una determinada interacción personal, por ejemplo, redes muy remotas acaban coordinándose y estableciendo un conducto neuronal común.

Los métodos de imagen cerebral han posibilitado la mayor parte de la cartografía del cerebro social. Pero, al igual que sucede con un turista que se encuentra de paso por París durante sólo unos días, la imagen cerebral no aspira a visitar todos los lugares interesantes, sino a centrarse exclusivamente en los aspectos más significativos, lo que necesariamente implica sacrificar los detalles. Es precisamente por ello que, si bien las imágenes de la RMNf resaltan la superautopista social que conecta la corteza orbitofrontal con la amígdala, pierden de vista los detalles concretos de los catorce núcleos diferentes aproximados que componen la amígdala, cada uno de los cuales desempeña funciones muy diferentes. Son muchas, pues, las cosas que todavía puede enseñarnos esta nueva rama de la ciencia. (Los lectores interesados en más detalles sobre este tema pueden echar un vistazo al Apéndice B.)

Corteza premotora Corteza prefrontal Corteza ventromedial Corteza orbitofrontal Tallo cerebral

CEREBRO GLOBAL

Corteza cingulada anterior

Ínsula

Hipocampo

Amígdala

SECCIÓN MEDIAL

Algunas de las principales regiones de los circuitos neuronales del cerebro social

CAPÍTULO 6

¿QUÉ ES LA INTELIGENCIA SOCIAL?

Tres adolescentes de doce años se encaminan hacia un campo de fútbol para asistir a clase de gimnasia. Delante va un muchacho regordete seguido de otros dos de aspecto atlético que se mofan de él.

—¿Así que vas a tratar de jugar al fútbol? —pregunta, en tono sarcástico y despectivo, uno de ellos, en una situación que, teniendo en cuenta los códigos sociales que rigen la conducta de esos adolescentes, bien puede desembocar en una pelea.

El chico rechoncho cierra entonces los ojos unos instantes y respira profundamente, como si estuviera preparándose para un enfrentamiento. Pero luego se dirige a los demás con voz tranquila y serena diciendo:

—Sí, ya sé que no juego muy bien al fútbol, pero aun así voy a intentarlo —y luego, tras una breve pausa, agrega—: Pero lo cierto es que sé dibujar muy bien. Mostradme algo y veréis lo bien que lo dibujo. Después, dirigiéndose a su antagonista, añade:

—¡Me parece fantástico que sepas jugar bien al fútbol! ¡Me parece realmente fantástico! A mí también me gustaría jugar tan bien como tú. Quizás, si sigo entrenándome, acabe consiguiéndolo.

—La verdad es que no juegas tan mal —responde entonces el primero, completamente desarmado, en un tono muy afectuoso—: Si te interesa quizás pueda enseñarte algunas cosas.

Este breve episodio constituye un ejemplo magistral de inteligencia social en acción que puede acabar convirtiendo en una buena amistad lo que perfectamente podría haber generado una enemistad. Y es que nuestro aspirante a artista no sólo supo capear las turbulentas corrientes sociales de la enseñanza secundaria, sino que superó también con creces una competición intercerebral invisible y mucho más sutil.

Conservando la serenidad, nuestro héroe se resistió a reaccionar al sarcasmo y acabó llevando a sus ofensores hacia un terreno emocionalmente más amable. Se trata de un ejemplo evidente de una especie de jiujitsu neuronal aplicado al mundo de la relación que transforma la química emocional compartida desde un rango hostil hasta otro positivo.

«La inteligencia social se manifiesta claramente en los ámbitos de la guardería, el patio de recreo, el cuartel, la fábrica y la sala de subastas, pero elude las condiciones formales estándar del laboratorio.» Eso fue lo que dijo Edward Thorndike, el psicólogo de la Columbia University que propuso el concepto, en un artículo publicado en 1920 en el Harper’s Montly Magazine, en el que afirmó claramente la importancia de las relaciones interpersonales en multitud de campos, especialmente el liderazgo. «La falta de inteligencia social puede convertir —escribió— al mejor de los mecánicos de una fábrica en el peor de los capataces.»

Pero, a finales de los cincuenta, David Wechsler, el conocido psicólogo que puso a punto la que actualmente sigue siendo una de las medidas del CI más ampliamente utilizadas, desdeñó la inteligencia social considerándola como «un caso particular de la inteligencia general aplicada al campo de las situaciones sociales».

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