Luego son conducidos a habitaciones separadas, donde visionan la grabación y cumplimentan una hoja en la que registran sus pensamientos y sentimientos y lo que sospechan que la otra persona pensaba y sentía en momentos concretos de la interacción. Este tipo de investigación se ha repetido en muchos departamentos universitarios de psicología de nuestro país y de todo el mundo para determinar la capacidad de colegir los pensamientos y sentimientos tácitos de los demás.
Cuando una participante, por ejemplo, afirmó sentirse estúpida por no poder recordar el nombre de uno de sus profesores, su compañero supuso acertadamente “que probablemente se sentía algo extraña” durante ese lapso mientras que, en un error típico de los años de universidad, un muchacho afirmó estar seguro de que su compañera estaba preguntándose si la invitaría a salir, cuando lo cierto es que simplemente estaba recordando una obra de teatro que acababa de ver.
La exactitud empática parece una de las claves fundamentales del éxito de un matrimonio, especialmente durante los primeros años. Cuanta mayor sea la exactitud empática mostrada por las parejas durante el primer o segundo año de su matrimonio, mayor suele ser su nivel de satisfacción y más duradera también la relación. Un déficit de tal competencia, por el contrario, aparece cuando alguien sabe que su pareja se siente mal, pero no tiene la menor idea de lo que está pasando por su mente.
Del mismo modo que las neuronas espejo nos conectan subliminalmente con lo que alguien pretende hacer, la conciencia de esas intenciones posibilita una empatía más exacta que nos permite predecir lo que hará. La comprensión más explícita de los motivos subyacentes de los demás puede ser de vital importancia cuando, por ejemplo, nos hallamos frente a un atracador o una multitud enojada, como bien ilustra el relato con el que iniciábamos este libro de los soldados que se acercaban a la mezquita.
La cognición social
El cuarto aspecto de la conciencia interpersonal es la cognición social, que consiste en el conocimiento del modo en que realmente funciona el mundo social. Las personas diestras en esta competencia cognitiva saben comportarse en la mayoría de las situaciones sociales (como los buenos conocedores de las normas de etiqueta de un restaurante de cinco estrellas) y también son diestros en la semiótica, es decir, en la decodificación de las señales sociales que nos permiten saber, por ejemplo, quién es la persona más poderosa de un grupo.
Este tipo de sabiduría se manifiesta tanto en los adultos que saben interpretar exactamente las corrientes políticas subyacentes de una organización, como el niño de cinco años que enumera a los mejores amigos de cada uno de sus compañeros de clase. A fin de cuentas, las lecciones sociales que aprendimos en el patio de recreo —desde hacer amistades hasta establecer alianzas— forman parte del mismo continuo en el que se hallan las reglas tácitas que permiten la creación de un equipo que funciona y las que gobiernan las intrigas políticas.
Ésta es una habilidad que se manifiesta en una amplia diversidad de situaciones sociales, desde el mejor modo de acomodar a los invitados a un banquete hasta cómo hacer amigos después de mudarse a una ciudad desconocida. No olvidemos que las mejores soluciones provienen de quienes saben detectar la información relevante y buscar tranquilamente las mejores soluciones. La incapacidad crónica de encontrar soluciones a los problemas sociales no sólo dificulta nuestras relaciones, sino que ha sido identificada como una variable interviniente en muchos trastornos psicológicos que van desde la depresión hasta la esquizofrenia.
La cognición social nos ayuda a gestionar adecuadamente las corrientes sutiles y cambiantes del mundo social. Este nivel sofisticado de la conciencia social determina el modo en que damos sentido y atribuimos significado a los acontecimientos sociales. Es este conocimiento del contexto social el que nos permite entender por qué un comentario que una persona considera una broma ocurrente puede parecer insultante a otra y también puede impedirnos advertir por qué alguien es demasiado consciente o se siente embarazado ante un comentario improvisado que para un tercero no tiene la menor importancia.
La comprensión que tenemos del mundo social depende de nuestra forma de pensar, de nuestras creencias y de lo que hayamos aprendido sobre las normas y reglas sociales implícitas que gobiernan las relaciones interpersonales. Este conocimiento resulta esencial para establecer una buena relación con personas de otras culturas, cuyas normas pueden ser muy diferentes de las que hayamos aprendido en nuestro entorno.
Este talento natural para el conocimiento interpersonal ha sido, durante décadas, la dimensión fundamental de la inteligencia social. Hay teóricos que llegan a afirmar que la cognición social, en tanto que inteligencia general aplicada al mundo social, constituye la única medida exacta de la inteligencia social. Pero esta visión se centra más en lo que sabemos sobre el mundo interpersonal que en el modo real en que nos relacionamos con los demás, lo que ha conducido a medidas de la inteligencia social que, si bien evidencian nuestro conocimiento de las situaciones sociales, ignoran el modo en que nos movemos en ellas... una deficiencia realmente lamentable. Quienes destacan en la cognición social pero carecen de las aptitudes sociales básicas se mueven torpemente en el mundo de las relaciones interpersonales.
El efecto de las distintas habilidades de la inteligencia social depende de su adecuada combinación. En este sentido, la exactitud empática se erige sobre la escucha y la empatía primordial y todas ellas alientan la cognición social. Todas las formas de conciencia interpersonal, por otra parte, constituyen los cimientos de las aptitudes sociales, la segunda parte de la inteligencia social.
La sincronía
La sincronía, primera de las aptitudes sociales y fundamento de todas las demás, nos permite emprender una grácil danza no verbal con las personas con las que nos relacionamos. Es por ello que la falta de sincronía obstaculiza nuestra competencia social dificultando, en consecuencia, nuestras interacciones.
La capacidad neuronal de la sincronía descansa en los sistemas de la vía inferior, como los anteriormente mencionados sistemas neuronales osciladores y las neuronas espejo. Para entrar en sincronía es necesario ser capaz de leer instantáneamente los indicios no verbales de la sincronía (que incluyen un amplio rango de interacciones armoniosamente orquestadas, desde sonreír o asentir en el momento adecuado hasta orientar adecuadamente nuestro cuerpo hacia los demás) y actuar en consecuencia, sin pensar siquiera en ello. Quienes no consiguen entrar en sincronía pueden, por el contrario, moverse nerviosamente, quedarse paralizados o, sencillamente, ignorar su fracaso en mantener el ritmo de esta danza no verbal.
Cuando una persona no consigue entrar en sincronía, la otra se siente incómoda y no se preocupa siquiera en establecer rapport. Quienes tienen dificultades en esta habilidad social sufren típicamente de “disemia”, es decir, de la incapacidad de interpretar adecuadamente los signos no verbales que facilitan las relaciones y de actuar en consecuencia. Los indicadores externos de esta sutil incapacidad social resultan evidentes, porque los disémicos ignoran, por ejemplo, las señales que jalonan que una conversación está tocando a su fin e inquietan a sus interlocutores, al no darse cuenta de los signos tácitos que mantienen abierta la comunicación en dos sentidos.
Las investigaciones realizadas sobre la disemia se han llevado fundamentalmente a cabo en el ámbito infantil, porque afecta a muchos niños que sufren de rechazo escolar. El niño que padece este problema no mira a la gente con la que está hablando, no respeta las distancias interpersonales, exhibe expresiones faciales discordantes con su estado emocional o parece indiscreto o indiferente al modo en que se sienten los demás. Y poco importa, en este sentido, que no parezca más que un simple signo de “ser un niño”. porque muchos otros niños de su misma edad no presentan las mismas dificultades.
En el caso de los adultos, la disemia se pone de manifiesto en una conducta igualmente desconectada. La misma ceguera social que muestra el niño disémico origina las dificultades de relación del mundo adulto, desde la incapacidad de advertir los signos no verbales hasta la dificultad en establecer nuevas relaciones. Además, la disemia puede impedir la adecuada gestión de las expectativas sociales propias del mundo laboral. Es por ello que los adultos disémicos suelen terminar socialmente aislados.
Estos déficits sociales no suelen deberse a causas neurológicas como el síndrome de Asperger o el autismo (de los que hablaremos en el Capítulo 9). Cierta investigación realizada en este sentido ha estimado que el 85 por ciento de quienes padecen disemia no han aprendido a leer los signos no verbales o a reaccionar a ellos (por razones que van desde una falta de interacción con pares hasta el hecho de haber vivido en el seno de una familia que seguía normas sociales excéntricas o no desplegaba un determinado rango de emociones), que otro 10 por ciento aproximado se debe a algún trauma emocional que obstaculizó el necesario aprendizaje y que sólo el 5 por ciento presenta trastornos neurológicos diagnosticables.
Actualmente existen varios programas específicamente diseñados para que, tanto los niños como los adultos, dispongan de la posibilidad de aprender estas habilidades y remediar así este fallo del aprendizaje. Esos programas suelen empezar enseñando a la persona a cobrar conciencia de los elementos no verbales de la sincronía, como los gestos, las posturas, el contacto físico, el tono de voz, el contacto ocular y el ritmo. Cuando la persona aprende a usar más eficazmente estos distintos ingredientes hasta que puede, por ejemplo, mantener el contacto ocular mientras habla con alguien sin tener que hacer, para ello, ningún esfuerzo especial.
La resonancia emocional que tiene lugar cuando entramos naturalmente en sincronía con alguien es, obviamente, mucho mayor que cuando tratamos de “construirla” deliberadamente. No resulta difícil advertir, si tenemos en cuenta que los sistemas cerebrales de la vía inferior en los que se basa la sincronía operan de manera espontánea y ajena a la conciencia, que cualquier intento de controlarlos conscientemente pueda entorpecer su funcionamiento. Es por ello que las personas que participan de este tipo de programas tienen la necesidad de “sobreaprender”, ejercitando hasta el punto de que la respuesta nueva y más armoniosa aparece de manera espontánea.
La presentación de uno mismo
Los actores profesionales son especialmente diestros en la habilidad de la presentación de uno mismo que les permite transmitir la impresión deseada. Durante la campaña de 1980 a la candidatura republicana a la presidencia de los Estados Unidos, Ronald Reagan participó en un debate televisado. En el momento en que el moderador desconectó el micrófono antes de que acabase su intervención, Reagan reaccionó poniéndose inmediatamente en pie, cogiendo otro micrófono y afirmando en tono airado “¡Yo he pagado este show! ¡He pagado por este micrófono!”
La multitud aplaudió este despliegue espontáneo de asertividad — especialmente en un hombre conocido por su genio— que ha acabado considerándose como un momento especialmente clave de su campaña. Pero, como posteriormente confirmó su asesor de campaña, ese arranque aparentemente tan natural había sido cuidadosamente planificado para explotar en el momento más adecuado.
El carisma es un aspecto de la presentación de uno mismo. En este sentido, el carisma de un locutor, de un maestro o de un líder, se asienta en la capacidad de despertar en los demás las emociones que ellos mismos experimentan y de arrastrarles hacia esa franja del espectro emocional. Podemos advertir claramente este contagio emocional observando el modo en que una figura carismática se acerca a una muchedumbre. Ese tipo de personas posee un don especial para que los demás se adapten a su ritmo y se contagien de sus sentimientos.
El conferenciante que sabe “conectar” con los demás, abordando cada cuestión con el tono emocional adecuado para lograr el máximo impacto en su público ilustra perfectamente el carisma en acción. Los presentadores saben emplear el momento y la cadencia adecuada aumentando o disminuyendo la amplitud de su tono de voz en el momento adecuado para movilizar a su audiencia. Ellos son los transmisores de una emoción que contagian a su audiencia pero, para ello, se requiere de una habilidad especial.
Veamos, por ejemplo, el caso de cierta universitaria cuya animada energía la hacía muy popular entre sus compañeros. Se trataba de una muchacha que expresaba abiertamente sus sentimientos y no tenía problemas en hacer amigos. Pero lo cierto es que sus profesores tenían una impresión diferente porque destacaba, entre los muchos alumnos de su clase, por sus arrebatos, acompañando todos los comentarios que escuchaba con expresiones manifiestas de gusto o disgusto y sintiéndose, en ocasiones, tan desbordada por sus emociones que no le quedaba más remedio que abandonar el aula.
Según su profesor, esa chica tenía una expresividad exuberante, pero una notable falta de autocontrol. Es por ello que, aunque su expresividad podía serle muy útil en muchos entornos sociales, no le servía de nada en aquellos otros en los que se requiere un cierto grado de contención.
La capacidad de “controlar y encubrir” la expresión de las emociones es, según algunos modelos, clave para la presentación de uno mismo. Quienes son diestros en este dominio se muestran muy seguros de sí mismos y poseen lo que suele denominarse savoir-faire. Son personas que se mueven con naturalidad en cualquier situación, desde el ámbito de las ventas hasta el servicio, la diplomacia y la política, en la que se requiera una respuesta matizada.
Hablando en términos generales, las mujeres son emocionalmente más expresivas que los hombres. Pero hay situaciones en las que las mujeres necesitan equilibrar la expresividad con la presentación de uno mismo. En la medida en que las normas sociales sigan desdeñando la importancia de la expresividad, como ocurre en la mayoría de los puestos de trabajo, las mujeres se ven obligadas a contener ese impulso para poder adaptarse. Nuestra sociedad tiene normas sutiles implícitas específicas para los hombres y para las mujeres. En este sentido, por ejemplo, se considera que los hombres expresan más adecuadamente las emociones de la ira y que las mujeres se mueven mejor en los del miedo y la tristeza. Esta norma también admite tácitamente el llanto de una mujer, aunque lo desaprueba en el caso del hombre.