Este radar neuronal está en funcionamiento aun cuando el resto de nuestro cerebro permanezca inactivo. Resulta muy interesante constatar que tres de las cuatro regiones neuronales especialmente más activas —que operan como motores neuronales al ralentí prestos a responder a la menor necesidad—, tienen que ver con los juicios interpersonales y aumentan su actividad cuando vemos o pensamos en las relaciones interpersonales.
Un grupo de UCLA dirigido por Marco Iacoboni (uno de los descubridores de las neuronas espejo) y Matthew Lieberman (uno de los fundadores de la neurociencia social) han utilizado el RMNf para investigar el funcionamiento de estas zonas. Su conclusión es que la actividad por defecto del cerebro —es decir, lo que sucede automáticamente cuando no ocurre nada más— gravita en torno al mundo de las relaciones.
La rápida tasa metabólica de estas redes neuronales “sensibles a las personas” pone de relieve la extraordinaria importancia que ocupa el mundo social en el diseño de nuestro cerebro. Bien podríamos decir que la actividad preferida del cerebro en reposo consiste en la revisión de nuestra vida social, algo que se asemeja a ver una y otra vez nuestro programa de televisión favorito. De hecho, esos circuitos “sociales” sólo parecen aquietarse cuando nos ocupamos de una tarea impersonal, como analizar detenidamente un extracto bancario, una tarea que, como cualquier otra ligada al análisis de los objetos, requiere la puesta en marcha de las correspondientes regiones cerebrales.
Quizás esto explique la ventaja que el cerebro atribuye al mundo interpersonal, que nos lleva a esbozar juicios sobre las personas décimas de segundo antes de lo que sucedería en cualquier otro caso. Cualquier encuentro interpersonal activa estos circuitos, esbozando juicios de gusto o disgusto que predicen si habrá o no relación y, en caso positivo, el curso que tomará.
La progresión de actividad cerebral parte de la corteza cingulada y se expande, a través de las células fusiformes y la vía inferior, hasta otras regiones con las que está muy conectada, especialmente la corteza orbitofrontal y reverbera también en todas las áreas emocionales. Esta red proporciona una sensación general que, con la colaboración de la vía superior, permite esbozar una reacción más consciente, ya sea una acción directa o, como ilustra el caso de Maggie Verver, una simple comprensión silenciosa.
El circuito neuronal que conecta la corteza orbitofrontal con la corteza cingulada anterior entra en acción cada vez que elegimos la mejor respuesta posible ante muchas alternativas. Estos circuitos valoran todo lo que experimentamos, asignándole un valor —de gusto o disgusto— y configurando así también nuestra misma sensación de significado, es decir, de lo que nos importa. Hay quienes actualmente afirman que este cálculo emocional refleja el sistema de valores fundamental en el que se basa el cerebro para organizar nuestro funcionamiento, aunque sólo sea determinando nuestras prioridades en un momento dado. Es por ello que este nódulo neuronal resulta esencial para el proceso de toma de decisiones social y está muy ligado, por tanto, a las conjeturas que hacemos de continuo y acaban determinando el éxito o el fracaso de nuestras relaciones.
Veamos ahora la asombrosa velocidad con la que el cerebro llega a esas comprensiones de la vida social. En el primer momento en que nos encontramos con alguien, estas áreas neuronales esbozan un juicio inicial a favor o en contra en cuestión de 500 milisegundos.
Luego viene la cuestión del modo en que debemos reaccionar a la persona implicada. Una vez que la corteza orbitofrontal ha registrado claramente nuestra decisión, determina la actividad neuronal durante otro veinteavo de segundo en el que las regiones prefrontales cercanas, operando en paralelo, proporcionan información sobre el contexto social y nos ayudan a esbozar una respuesta más adecuada al momento.
La corteza orbitofrontal, usando los datos del contexto, elabora entonces la respuesta más equilibrada entre el impulso primordial (“¡Vete de aquí!”) y la que mejor funciona (como, por ejemplo, pergeñar una excusa para marchar) sin experimentar, por ello, esa decisión como una comprensión consciente de las reglas que guían la decisión, sino como una sensación de “corrección”.
La corteza orbitofrontal, en suma, determina nuestra acción después de enterarse de cómo nos sentimos con alguien y lo hace inhibiendo la primera respuesta instintiva, que podría llevarnos a actuar de un modo que luego lamentaríamos.
Esta secuencia no sólo ocurre una vez, sino que lo hace de continuo durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos desagrada... y, si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente lo que decimos y hacemos al respecto.
Lo que sucede en esos instantes resulta esencial para una vida social satisfactoria.
Las decisiones de la vía superior
Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial pero, sin previo aviso, su hermana la acusaba y atacaba como si estuviera paranoica.
Como me dijo mi amiga: “Cada vez que me acerco a ella, me daña”.
Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una “agresión emocional”, espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a sus llamadas y esperando, en el caso de que su voz en el contestador sonase demasiado enfurecida, un par de días, para darle así el tiempo necesario para calmarse.
Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería alejarse de ella de modo que, cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno mental y no se lo tomaba como algo personal, ejercitando así una suerte de judo mental interior que la protegía del contagio nocivo.
La naturaleza automática del contagio emocional nos torna vulnerables a las emociones aflictivas. Pero ése no es más que el comienzo de la historia porque también podemos, cuando es necesario, apelar a varias estrategias mentales para contrarrestarlo que, cuando una determinada relación se ha tornado destructiva, nos ayudan a establecer una distancia emocional protectora.
La vía inferior opera a gran velocidad, pero ello no nos deja a merced de lo que sucede en ese pequeño intervalo porque, cuando la vía inferior nos causa problemas, la superior puede, no obstante, protegernos.
La vía superior nos proporciona alternativas que discurren fundamentalmente a través de circuitos neuronales ligados a la corteza orbitofrontal. Los mensajes viajan de continuo de un lado a otro de los centros de la vía inferior, que disparan nuestra reacción emocional, incluyendo el simple contagio. Pero la corteza orbitofrontal, sin embargo, también envía un flujo paralelo de información para activar los centros superiores y estimular así nuestros pensamientos al respecto, un ramal ascendente, por decirlo así, que nos proporciona una comprensión más exacta de lo que está sucediendo y posibilita una respuesta más matizada. De este modo, la vía superior y la vía inferior participan en todos nuestros encuentros interpersonales, en los que la corteza orbitofrontal desempeña el papel de estación de relevo.
La vía inferior, con sus neuronas espejo ultrarrápidas, funciona como una especie de sexto sentido que nos permite sentir, aunque sea de un modo vago y sin ser claramente conscientes de la conexión, lo que sienten los demás. Esta especie de empatía primordial instantánea desencadena en nosotros una respuesta emocional completamente ajena a toda intervención del pensamiento.
La vía superior, por el contrario, se activa cuando prestamos una atención deliberada a la persona con la que estamos hablando para comprender mejor lo que está ocurriendo y cambiar, de ese modo, nuestro estado de ánimo, algo que depende fundamentalmente de nuestro cerebro pensante, en particular, de los centros prefrontales. En este sentido, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior activando su inmensa variedad de ramificaciones neuronales y aumentando exponencialmente, en consecuencia, nuestras posibilidades de respuesta a medida que transcurren los milisegundos.
Así pues, mientras que la vía inferior nos proporciona una afinidad emocional instantánea, la superior genera una sensación social más compleja que, a su vez, posibilita una respuesta más apropiada. Y esta flexibilidad procede de los recursos de la corteza cerebral prefrontal, el centro ejecutivo del cerebro.
La lobotomía prefrontal, una moda pasajera de la psiquiatría de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, seccionaba quirúrgicamente la conexión existente entre la corteza orbitofrontal y otras regiones cerebrales (en una forma de “cirugía” primitiva que no era muy distinta a insertar un destornillador a través de la cuenca ocular y rebanar con él una parte del cerebro). Los neurólogos de la época tenían una idea muy difusa de las funciones concretas que desempeñan las distintas regiones cerebrales y más vaga todavía de la corteza orbitofrontal, pero descubrieron que, tras ella, los enfermos mentales anteriormente agitados se tornaban mucho más tranquilos, lo que suponía, dicho sea de paso, una gran ventaja para quienes se veían obligados a trabajar en medio del caos reinante en los manicomios en donde, por aquel entonces, se amontonaban los pacientes psiquiátricos.
Aunque las capacidades cognitivas de los pacientes lobotomizados permanecían intactas, se observó en ellos un par de misteriosos “efectos colaterales”, el achatamiento o desaparición completa de las emociones y el aumento de la desorientación en situaciones sociales nuevas. Hoy en día, la neurociencia sabe que esos efectos se debían al hecho de que la corteza orbitofrontal coordina la interacción entre el mundo social y el modo en que nos sentimos, determinando así nuestra respuesta. Es también por ello que, en ausencia de estas matemáticas interpersonales, los pacientes lobotomizados se hallaban completamente confundidos ante situaciones socialmente novedosas.
Violencia económica
Supongamos que usted y un extraño reciben diez dólares que deben repartirse como mejor quieran. Sigamos suponiendo que ese desconocido le ofrece dos dólares (y se queda con los ocho restantes), una propuesta que cualquier economista consideraría muy razonable porque, a fin de cuentas, dos dólares siempre es mejor que nada. Pero, por más razonable que pueda parecer, la gente suele enfadarse ante tal propuesta y, si lo que se le ofrece no es más que un dólar, llega incluso a indignarse.
Esto es lo que suele ocurrir cuando las personas juegan a lo que los economistas conductistas han denominado Ultimatum Game, un juego en el que uno de los participantes debe formular propuestas que el otro sólo puede aceptar o rechazar y, cuando todas son rechazadas, les deja a ambos sin nada.
No es de extrañar que las propuestas económicamente abusivas desencadenen una especie de violencia económica. Muy usado en simulaciones de toma de decisiones económicas, el Ultimatum Game se ha visto recientemente asociado a la neurociencia social gracias a la obra de Jonathan Cohen, director del Center for the Study of Brain, Mind and Behavior de la Princeton University, que se ha dedicado a investigar lo que sucede en el cerebro de los participantes durante el desarrollo del juego.
Cohen es un pionero en el nuevo campo de la “neuroeconomía”, que se dedica a analizar las fuerzas neuronales que intervienen en los procesos racionales e irracionales de toma de decisiones económicas, un ámbito en el que las vías superior e inferior desempeñan un papel muy importante. Gran parte de la investigación realizada en este campo gira en torno a las áreas cerebrales que se activan en aquellas situaciones interpersonales que nos permiten comprender las fuerzas irracionales que mueven el mercado.
«No es infrecuente —dice Cohen— que, si alguien ofrece un simple dólar, la respuesta del otro sea “¡Vete al infierno!”. Pero ello, según la teoría económica, resulta irracional, porque un dólar es mejor que nada. Esto es algo que resulta desconcertante para los economistas porque, según sus teorías, la gente siempre quiere aumentar sus beneficios y no acaba de entender que haya quienes, para castigar una propuesta que les parece injusta, estén dispuestos a sacrificar el sueldo de un mes.»
Este tipo de enfado es más frecuente cuando el juego tiene lugar en una sola ronda que cuando son varias las rondas que se juegan porque, en este último caso, aumentan las probabilidades de alcanzar un acuerdo satisfactorio.
El Ultimatum Game no sólo enfrenta a una persona contra otra, sino que también establece, dentro de cada una de ellas, un tira y afloja entre la vía superior y la vía inferior, es decir, entre los sistemas cognitivo y emocional. La vía superior descansa básicamente en la corteza cerebral prefrontal, esencial para el pensamiento racional. Como ya hemos visto, el área orbitofrontal yace en el fondo del área prefrontal y custodia las fronteras que la separan de los centros que rigen los impulsos emocionales de la vía inferior, como la amígdala, ubicada en el cerebro medio.
Observando los circuitos neuronales que operan durante las transacciones microeconómicas que enfrentan a las vías superior e inferior, Cohen ha podido determinar la influencia de la corteza racional prefrontal y diferenciarla de las respuestas irreflexivas del tipo “¡Vete al infierno!” características de estructuras de la vía inferior como la ínsula que, durante ciertas emociones, puede reaccionar tan intensamente como la amígdala. El análisis de los escáneres cerebrales realizados por Cohen ha puesto de manifiesto que, cuanto más intensa es la reactividad de la vía inferior, menos racionales son, desde una perspectiva económica, las reacciones de los jugadores y que, cuanto más activa se halla el área prefrontal, más equilibrada, por el contrario, es su respuesta.
En un ensayo titulado “The vulcanization of the brain” (una referencia a la hiperracionalidad característica de Mr Spock, el personaje de Star Trek originario del planeta Vulcano), Cohen analiza la interacción entre el procesamiento neuronal abstracto propio de la vía superior (que valora cuidadosa y deliberadamente los pros y los contras) y la actividad de la vía inferior (más emocional y predispuesta a la respuesta inmediata) y llega a la conclusión de que depende de la pujanza de la región prefrontal, mediadora de la racionalidad.