Pero el gerente jamás prestó el mismo tipo de cuidado a los trabajadores sociales sobre cuyas espaldas recaía, a fin de cuentas, el trabajo esencial de la organización. Jamás les preguntó cómo se sentían, nunca les alentó ni mostró el menor respeto por sus pacientes esfuerzos. Su relación emocional con ellos era prácticamente nula, sólo hablaba con ellos en términos abstractos y se desentendía de su frustración y de la rabia que sentían cuando disponían de esa extraña oportunidad. Bien podría decirse que el único resultado era la desconexión.
Pero ello no significaba que no cuidase a ninguno de sus subordinados, porque lo cierto es que mantenía una curiosa relación con la persona encargada de recaudar fondos que, a su vez, le respondía del mismo modo. Era como si ambos se apoyasen mutuamente escuchándose sus problemas y ofreciéndose consoladores consejos, pero ambos estaban igualmente desconectados de sus subordinados.
Paradójicamente, la supervisora apoyaba mucho más a su jefe que el apoyo que recibía de él. Esta inversión del flujo natural, en la que quien debe recibir apoyo se ve obligado a darlo —característico también de las familias disfuncionales en las que el padre abdica de su responsabilidad y, en una curiosa permuta de roles, busca el apoyo de sus hijos— resulta lamentablemente demasiado frecuente.
Algo parecido sucedía también con la supervisora en cuestión que, si bien se apoyaba en los trabajadores, también se despreocupaba de ellos. En cierta reunión en la que un trabajador le preguntó si había conseguido ya el formulario utilizado por otra organización para recopilar los datos de los casos de abuso infantil, por ejemplo, la supervisora afirmó haberlo intentado sin éxito, momento en el cual otro trabajador social se ofreció para conseguirlo. Así es como, con la excusa de estar soportando una gran tensión emocional, los supervisores suelen delegar sus responsabilidades en los trabajadores sociales.
En este tipo de organizaciones, el grueso del cuidado es el que tiene lugar entre los mismos trabajadores sociales. Emocionalmente descuidados por sus supervisores, enfrentados a presiones terribles y escapando como pueden del burnout, tratan así de protegerse emocionalmente. Eso era patente en las reuniones que celebraban por su cuenta en ausencia de la supervisora, en las que se interesaban por cómo les iba, se escuchaban atenta y empáticamente y se brindaban apoyo emocional concreto y, hablando en términos generales, se cuidaban mutuamente.
Fueron muchos los trabajadores sociales que comentaron a Kahn que, cuanto más cuidados se sentían, en mejores condiciones se hallaban para cuidar a los demás. Como dijo uno de ellos «Cuando me siento bien tratado, me entrego en cuerpo y alma».
Pero la entrega emocional no correspondida acaba cobrándose siempre su peaje. Y es que, a pesar de todos los esfuerzos realizados, los trabajadores se hallaban emocionalmente exhaustos. No es de extrañar que, en la medida en que pasaba el tiempo, fueran alejándose emocionalmente de su trabajo hasta que acabaron “quemándose “y abandonándolo. A los dos años y medio, catorce personas pertenecientes a los seis escalafones diferentes de la empresa habían renunciado a su trabajo.
Sin la necesaria recarga, los cuidadores terminan emocionalmente vacíos. Sólo cuando los trabajadores de la salud se sienten apoyados cuando lo necesitan, están en condiciones de ofrecer lo mismo a sus pacientes. Pero el trabajador social, el médico o la enfermera “quemados”, carecen de recursos emocionales.
Curando al curador
Pero hay otro argumento más pragmático que corrobora la importancia de la compasión en el ámbito de la medicina porque, en términos de eficacia de costes —el criterio utilizado por las organizaciones para tomar decisiones—, contribuye a la conservación del personal valioso. Y ésta conclusión viene avalada por un estudio sobre el “trabajo emocional “realizado por trabajadores de la salud, especialmente las enfermeras.
Las enfermeras que se ven afectadas por su trabajo tienden a perder la sensación de importancia de su misión y tienen una peor salud física y una mayor tendencia a renunciar a su trabajo. Según los investigadores, estos efectos se derivan del hecho de que las enfermeras acaban “contagiándose” de la inquietud, la ira y la ansiedad de los pacientes, una negatividad que amenaza con desbordar y afectar a las relaciones que mantienen con los demás, ya sean pacientes o compañeros de trabajo.
Las enfermeras que, por su parte, mantienen relaciones más positivas con sus pacientes, tienen un estado de ánimo más positivo y se sienten emocionalmente mejor. Cuestiones tan sencillas como hablar amablemente o mostrar afecto lleva a las enfermeras a estresarse menos con su trabajo y con los encuentros con los pacientes y demás miembros del personal. Además, las enfermeras emocionalmente más conectadas tienen una mejor salud física, la sensación de que la suya es una misión importante y abandonan también menos su trabajo.
Cuanto más tensa está una enfermera con sus pacientes, mayor es la tensión que recibe de ellos y cuanto más alienta, por el contrario, su bienestar y el bienestar de sus familias, mejor se siente. Obviamente, cualquier enfermera atravesará, a lo largo de un día de trabajo, por ambos tipos de situaciones, pero los datos sugieren que, cuanto más aliente los buenos sentimientos, mejor se sentirá ... y la ratio de emociones positivas/negativas se halla, en cierta medida, en sus propias manos.
Una de las cuestiones que generan más tensión emocional es estar escuchar continuamente las quejas de los demás, un problema que suele conocerse con el nombre de “fatiga de la compasión” y que consiste en verse desbordado por la angustia de la persona a la que se está tratando de ayudar. Pero éste es un problema cuya solución no consiste en que el cuidador deje de escuchar, sino en encontrar el adecuado apoyo emocional. En un entorno médico compasivo, personas como las enfermeras, que se hallan en la misma vanguardia de la lucha contra el dolor y la desesperación, necesitan “metabolizar” el sufrimiento inevitable, lo que contribuiría a aumentar su resiliencia emocional. Las instituciones deben asegurarse de que las enfermeras y demás miembros del personal tienen el suficiente apoyo como para ser empáticos sin llegar a “quemarse”.
Del mismo modo que las personas cuyo trabajo las torna más vulnerables a las lesiones provocadas por el estrés sostenido se toman de vez en cuando un tiempo de descanso, quienes desempeñan un trabajo emocionalmente estresante también podrían beneficiarse de una pausa para recuperarse. Pero ese tiempo no se institucionalizará mientras los gestores sigan sin reconocer la importancia — en ocasiones crucial— del esfuerzo emocional que, junto a otras obligaciones, se ven obligados a afrontar quienes se dedican a la profesión sanitaria.
Resulta sorprendente que el componente emocional de los trabajos relacionados con la salud no suela considerarse “verdadero “trabajo, pero si lo consiguiéramos, los trabajadores sanitarios podrían funcionar mucho mejor. El problema consiste en prestar más atención a estas dimensiones en la práctica de la medicina, porque no es algo que suela tenerse en cuenta al considerar las solicitudes de empleo y menos todavía en el ámbito de los líderes de la medicina.
Lo peor sin embargo es que, al elegir a sus líderes, la medicina parece incurrir en lo que cierto observador irónico calificó como la tendencia que lleva a ascender a las personas a su nivel de incompetencia. Esto significa, por ejemplo, que la elección de un jefe de departamento o de un ejecutivo suele basarse exclusivamente en su experiencia técnica individual como cirujano, sin tener en cuenta capacidades tan esenciales como la empatía.
«Cuando las personas se ven ascendidas a posiciones directivas sin considerar sus habilidades interpersonales, sino tan sólo su experiencia médica —señala Joan Strauss, directora del departamento de mejora del servicio del famoso Massachussets General, adscrito a la Harvard University— deberían pasar antes por un proceso de entrenamiento. En este sentido, por ejemplo, es muy frecuente que sean incapaces de relacionarse de un modo abierto y respetuoso... sin caer en los extremos del bobo y del déspota.»
Los estudios que se han dedicado a comparar los factores que determinan el desempeño de los líderes “estrella” y de los mediocres en el ámbito del servicio humano han puesto de relieve que lo que realmente importa no tiene tanto que ver con el conocimiento médico o las habilidades técnicas como con la inteligencia emocional y social. Obviamente, el conocimiento médico es muy importante en el caso de los líderes del entorno sanitario, pero existe una determinada competencia umbral que deberían poseer todos los profesionales que se dedican a la salud. Lo que realmente diferencia a los líderes en el ámbito de la medicina va mucho más allá de las habilidades estrictamente técnicas e incluye competencias interpersonales tales como la empatía, la resolución de conflictos y el desarrollo de los demás. A fin de cuentas, la medicina compasiva necesita líderes compasivos, es decir, líderes que sepan proporcionar a sus subordinados un fundamento emocional desde el que poder trabajar seguros.
Las relaciones curativas
A sus cuarenta años de edad, el prestigioso abogado de Boston Kenneth Schwartz fue diagnosticado de cáncer de pulmón. El día antes de la operación acudió, como le habían dicho, al departamento de precirugía del hospital y se sentó a esperar a que le llamaran en una sala de espera atestada mientras las enfermeras iban presurosas de un lado a otro.
Cuando finalmente le llamaron, entró en un despacho en el que una enfermera le pasó una entrevista preoperatoria. Al comienzo le pareció muy brusca hasta el punto de que, según dijo, se sintió como otro paciente sin rostro. Pero, en cuando se enteró de que tenía cáncer de pulmón, su rostro se suavizó, le tomó la mano y le preguntó cómo se sentía.
En el momento en que Schwartz le habló de su hijo Ben, de dos años de edad, fue como si ambos se despojasen súbitamente de los roles de paciente y enfermera. Entonces ella le dijo que su sobrino también se llamaba Ben y, cuando se despidieron le aseguró enjugándose las lágrimas que, aunque no formaba parte de su cometido habitual, iría a visitarle antes de la operación.
Cuando, al día siguiente, estaba sentado en una silla de ruedas esperando que le llevasen a la sala de operaciones, recibió su visita y, sujetándole la mano y con los ojos llorosos, le deseó suerte.
Ése no fue sino el primero de una serie de encuentros bondadosos y compasivos con el personal médico que, como dijo Schwartz, «hicieron tolerable lo insoportable».
Poco antes de su muerte, que tuvo lugar unos meses después, Schwartz hizo una generosa aportación para fundar el Kenneth B. Schwartz Center del Massachussets General Hospital, una fundación que aspira a que más pacientes puedan beneficiarse de ese tipo de cuidados, una fundación que, dicho en sus propias palabras, «aliente y proporcione un apoyo médico compasivo» que ofrezca esperanza a los pacientes, apoyo a los cuidadores y ayuda durante el proceso de curación.
El Schwartz Center entrega un “premio anual a la compasión” para honrar al personal médico que se haya mostrado especialmente bondadoso en el trato con los pacientes y que, en ese sentido, pueda servir de modelo a los demás. Otra innovación muy prometedora del Center consiste en una variante de los encuentros habituales en los que el personal médico se entera de los últimos descubrimientos realizados en su campo. En lugar de ello, los “Schwartz Center Rounds” proporcionan al personal del hospital la posibilidad de reunirse para compartir sus preocupaciones y sus miedos, que se basan en la premisa de que la comprensión de sus sentimientos y de sus respuestas permite a los cuidadores mejorar la conexión personal que establecen con sus pacientes.
«Cuando celebramos nuestro primer “Schwartz Center Round” —dice la doctora Beth Lown, del Mt. Auburn Hospital de Cambridge (Massachussets)— no esperábamos a más de sesenta o setenta personas, lo que ya está muy bien pero, para nuestra sorpresa, se presentaron unas ciento sesenta, un dato que refleja claramente la necesidad de hablar sinceramente de lo que conlleva nuestro trabajo.»
Como representante de la American Academy on Physicians and Patients, la doctora Lown tiene una perspectiva única. Desde su punto de vista: «La cultura hospitalaria va erosionando lentamente las motivaciones que llevan a tantas personas a interesarse por la medicina, reemplazándola por una orientación biomédica que se centra básicamente en la tecnología y tiene por objeto dar cuanto antes de alta al paciente. El problema, pues, no consiste tanto en saber si es posible enseñar la empatía, sino en determinar lo que hacemos mal para erradicarla del corazón de los estudiantes de medicina.»
Que los exámenes para expedir el título incluyan hoy en día una valoración de las habilidades interpersonales refleja la importancia que está empezando a cobrar, en el ámbito médico, el cultivo de habilidades como el rapport y el establecimiento de relaciones. Pensemos, por poner sólo un ejemplo, en la importancia de la entrevista médica —que, hablando en general, el médico llevará a cabo unas 200.000 veces a lo largo de toda su carrera—, que proporciona al médico y al paciente una oportunidad extraordinaria para establecer una buena alianza de trabajo.
La mente analítica del médico ha dividido a la entrevista en siete partes discretas, desde el modo de empezar hasta la recopilación de información y la planificación del tratamiento y cuyas líneas directrices no se centran tanto en las dimensiones médicas —que se dan por sentadas— como en los aspectos humanos.
Entre otras muchas cosas, por ejemplo, estas directrices subrayan la importancia de que el médico permita que el paciente acabe sus frases, en lugar de dirigir la conversación desde el comienzo y que procure responder a todas sus preocupaciones y preguntas. Es necesario establecer una conexión personal que permita al médico entender el modo en que el paciente percibe la enfermedad y el tratamiento. Los criterios de la entrevista, en suma, necesitan destacar la empatía y el establecimiento del rapport.
«Aunque éstas sean —en opinión de la doctora Lown— habilidades que puedan ser enseñadas y aprendidas, deben ser practicadas y cultivadas como cualquier otra competencia clínica». De este modo —concluye— los médicos no sólo serán más eficaces, sino que los pacientes asumirán más fácilmente al tratamiento y estarán más satisfechos con el cuidado que reciben.