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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (49 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Todo esto afecta muy directamente a nuestro funcionamiento en el aula y en el entorno laboral. No se trata tan sólo de que, cuando estemos distraídos, pensemos con menos claridad, sino que también perdemos el interés por las cosas que nos importan. Los psicólogos que se han dedicado a estudiar los efectos del estado de ánimo en el aprendizaje han llegado a la conclusión de que, cuando los estudiantes no están atentos ni se encuentran a gusto en clase, sólo absorben una pequeña parte de la información que se les proporciona.

Los mismos problemas se aplican tanto a los maestros como a los líderes del mundo empresarial. Los sentimientos negativos debilitan la empatía y el interés. Las evaluaciones realizadas por los directivos que están de mal humor, por ejemplo, son peores, centran excesivamente su atención en los aspectos problemáticos y expresan opiniones más desaprobadoras. Y lo mismo, muy probablemente, ocurre también en el caso de los maestros.

El funcionamiento más adecuado de la vía superior tiene lugar en un rango de estrés que va de bajo a moderado, más allá del cual se dispara el funcionamiento de la vía inferior.

Una clave neuronal del aprendizaje

La tensión se palpa en el ambiente de esa clase de química. Todo el mundo está nervioso porque sabe que, en cualquier momento, el profesor puede llamarles a la pizarra para que solucionen un complicado problema de química que sólo sabrán resolver los alumnos más avanzados. Es un momento en que los buenos alumnos se sienten orgullosos y todos los demás avergonzados.

En el aire flotan amenazas sociales como el miedo al juicio del profesor o el hecho de parecer estúpido a los ojos de los compañeros que activan las hormonas ligadas al estrés y disparan, en consecuencia, la tasa de cortisol, un miedo social que entorpece el funcionamiento de los mecanismos cerebrales del aprendizaje.

Existen grandes diferencias interpersonales en la ubicación de la cúspide de la U. Los estudiantes que pueden “asumir” un mayor estrés sin perder, por ello, el acceso a las habilidades de la vía superior se muestran imperturbables en la pizarra, independientemente de que respondan bien o mal (y muy probablemente, cuando sean adultos, tengan éxito en profesiones de alto riesgo como accionistas de Wall Street, que pueden ganar o perder una fortuna en un parpadeo del mercado). Los más susceptibles, sin embargo, a la activación del eje HPA, se descubrirán mentalmente paralizados aun en situaciones de bajo estrés. Es por ello que, quienes no estén bien preparados para el examen sorpresa de química o aprenden más lentamente, sólo padecerán cuando sean llamados para salir a la pizarra.

El hipocampo, ubicado cerca de la amígdala, en el cerebro medio, es un órgano fundamental para el aprendizaje. Esta estructura permite el paso del contenido de la “memoria operativa” —es decir, la nueva información provisionalmente ubicada en la corteza prefrontal— al almacenamiento a largo plazo, un acto neuronal que constituye la esencia misma del aprendizaje. Cuando finalmente nuestra mente relaciona estos nuevos datos con lo que ya sabemos, podremos recordar la nueva información semanas o incluso años más tarde.

Lo que el estudiante escucha en clase o lee en un libro discurre a través de senderos neuronales que funcionan sin un ápice de comprensión. De hecho, todo lo que nos sucede en la vida, todos los detalles que recordamos, dependen del hipocampo. La retención continua de los recuerdos requiere de una gran actividad neuronal. En realidad, la inmensa mayoría de la neurogénesis —es decir, el proceso de creación de nuevas neuronas y el establecimiento de conexiones con las demás— tiene lugar en el hipocampo.

El hipocampo es especialmente vulnerable al estrés emocional continuo a causa de los efectos dañinos del cortisol. En situaciones de estrés prolongado, el cortisol ataca a las neuronas del hipocampo, enlenteciendo y aun reduciendo el número total de neuronas, lo que provoca un impacto desastroso sobre el aprendizaje. Es por ello que las depresiones graves y los traumas intensos, por ejemplo, desencadenan un flujo continuo de cortisol que provoca la muerte de las neuronas del hipocampo. Con la recuperación, sin embargo, el hipocampo provoca el aumento del número de neuronas y su correspondiente crecimiento.

Cuando el estrés es menos intenso, largos períodos de una elevada tasa de cortisol parece impedir el desarrollo de esas neuronas. De este modo, el cortisol activa el funcionamiento de la amígdala al tiempo que deteriora el hipocampo, dirigiendo nuestra atención hacia las emociones y restringiendo la capacidad de asimilar nueva información. De hecho, lo que nos preocupa deja, en tal caso, una impronta tan profunda que, pasado el día del examen sorpresa, recordamos mucho más claramente los pormenores de la situación relacionados con el miedo que el contenido concreto del examen.

Los resultados de cierta simulación realizada para determinar los efectos del cortisol sobre el aprendizaje en la que una serie de universitarios tenían que aprender de memoria una lista de palabras e imágenes después de haber recibido una inyección que aumentaba su tasa de cortisol, pusieron de relieve la misma U invertida de la que estamos hablando. Así pues, los que habían recibido una dosis de suave a moderada recordaban más fácilmente, al cabo de un par de días, lo que habían memorizado. En el caso de haber recibido una dosis elevada, sin embargo, el cortisol deterioraba su recuerdo, muy probablemente a causa del papel esencial desempeñado por el hipocampo.

Esto tiene implicaciones muy profundas sobre el tipo de atmósfera escolar que favorece el aprendizaje. Recordemos que el entorno social afecta tanto a la cantidad como al destino de las neuronas recién creadas. Y, si tenemos en cuenta que las nuevas células necesitan un mes para madurar y cuatro más para establecer vínculos con el resto de las neuronas, cualquiera entenderá que el entorno que rodee al sujeto durante ese período determina parcialmente la forma y la función final de esas neuronas. Es por ello que las nuevas células que facilitan el recuerdo durante un semestre codificarán en sus vínculos lo que hayan aprendido durante ese tiempo... y que esa codificación, en consecuencia, será mejor cuanto más adecuado al aprendizaje sea el tono emocional.

El desasosiego, por el contrario, dificulta el aprendizaje. Hace ya casi medio siglo, Richard Alpert —que entonces se hallaba en Stanford— demostró experimentalmente lo que todo estudiante sabe, que la ansiedad elevada interfiere con la capacidad de aprobar un examen. Una reciente investigación con estudiantes universitarios que debían pasar un examen de matemáticas descubrió que, cuando se les decía que ese examen era una mera “práctica”, puntuaban un diez por ciento mejor que cuando creían que formaba parte de un equipo que dependía de su puntuación para obtener un premio en metálico... lo que corrobora que el estrés social provoca un deterioro en el funcionamiento de la memoria operativa. También hay que señalar el dato curioso de que el déficit de esta capacidad cognitiva básica fue más intenso en los alumnos más inteligentes.

Consideremos ahora el caso de un grupo de estudiantes de dieciséis años cuyas puntuaciones en una prueba sobre capacidad matemática realizada a escala nacional los ubicaba en el percentil 95 (es decir, que se hallaban en el 5 por ciento más elevado). El experimento en cuestión determinó que algunos de ellos eran muy buenos en clase de matemáticas mientras que otros, por el contrario, tenían dificultades pese a hallarse extraordinariamente capacitados. La investigación realizada al respecto demostró que el factor esencial que explicaba esa diferencia radicaba en que, cuando aquéllos se sumían en sus estudios, se hallaban concentrados y muy a gusto el 40 por ciento de las veces, cosa que en éstos —los más ansiosos— sólo ocurría un 30 por ciento de las ocasiones. Los peores estudiantes de matemáticas, por su parte, sólo experimentaban esos estados óptimos el 16 por ciento de las veces y una gran ansiedad en torno al 55 por ciento.

Dada la extraordinaria importancia que parecen tener las emociones en el rendimiento, la principal tarea emocional de los profesores y de los líderes empresariales es la misma, contribuir a que sus alumnos y subordinados alcancen y se mantengan el mayor tiempo posible en la cúspide de la U invertida.

Poder y flujo emocional

Cada vez que una reunión parecía estancarse, el presidente lanzaba una crítica sobre alguno de los presentes que pudiera “asumirla” (habitualmente el jefe de marketing, que era su mejor amigo) y, después de haber llamado de ese modo la atención de los asistentes, proseguía la reunión. Esa táctica revivía súbitamente el interés de todo el mundo y los movilizaba desde el aburrimiento hasta el compromiso.

Las expresiones de disgusto del líder se sirven del contagio emocional. Adecuadamente calibrados, este tipo de ataques puede llamar la atención y movilizar a los empleados. Son muchos los líderes que saben que, si bien una dosis adecuada de irritación pueden resultar muy movilizadora, su exceso puede resultar paralizante. El mejor modo de saber si un mensaje desagradable ha sido bien calibrado consiste en ver si moviliza a las personas hasta su zona de rendimiento óptimo o si, por el contrario, les lleva más allá y les sume en la región en la que el desasosiego socava el rendimiento.

El poder también influye en el contagio emocional, determinando sobre cuál de los cerebros implicados gravitará la interacción. Y hay que decir que las emociones fluyen con especial intensidad desde la persona socialmente más dominante a la menos dominante.

En este sentido, los seres humanos atribuimos naturalmente más importancia y prestamos más atención a lo que dice y hace la persona más poderosa del grupo. Esto amplifica la intensidad del mensaje emocional transmitido por el líder y confiere a sus emociones una cualidad especialmente contagiosa. Como escuché decir, en cierta ocasión, a un líder de una pequeña organización: «Cuando estoy enfadado, los demás se contagian como si de la gripe se tratara».

El tono emocional del líder tiene una importancia realmente extraordinaria. Cuando el líder, por ejemplo, transmite una mala noticia (su decepción, por ejemplo, con un empleado que no ha conseguido alcanzar sus objetivos) con un tono cordial, los asistentes la valoran positivamente. Cuando, por el contrario, una buena noticia (la satisfacción por haber alcanzado el objetivo previsto) se transmite con una expresión taciturna, los presentes tienen la sensación de que las cosas no van bien.

Este efecto de la emoción se vio corroborado por un experimento en el que cincuenta y seis jefes de equipos simulados de trabajo se vieron externamente movilizados hacia estados de ánimo positivos y negativos y posteriormente se determinó el impacto emocional que ello provocaba en los grupos que dirigían. Los miembros del equipo dirigido por los líderes optimistas revelaron un estado de ánimo más positivo y se hallaban también mejor coordinados y obtenían más con menos esfuerzo. Los equipos dirigidos por jefes gruñones, por su parte, demostraron hallarse más descoordinados y también eran más ineficaces. Pero lo peor de todo fue que los esfuerzos alentados por el miedo para complacer al líder les llevó a elegir las peores estrategias y a tomar decisiones equivocadas.

Mientras que las expresiones de disgusto adecuadamente dosificadas del jefe pueden resultar muy eficaces, el simple enfado resulta, sin embargo, contraproducente como técnica de liderazgo. Cuando el líder apela de manera sistemática al mal genio para movilizar a sus subordinados quizás se hagan más cosas, pero no necesariamente se hacen bien. Además, los estados de ánimo negativos socavan inevitablemente el clima emocional e impiden el adecuado funcionamiento del cerebro.

Bien podríamos reducir el liderazgo a la serie de intercambios sociales mediante los cuales el líder moviliza las emociones de sus subordinados en un sentido positivo o negativo. En los intercambios de mayor cualidad, por ejemplo, el subordinado siente la atención, la empatía, el apoyo y la positividad de su jefe mientras que en los peores, por el contrario, se siente aislado y amenazado.

Este mismo tipo de efecto se manifiesta también en aquellas otras relaciones en las que una persona tiene poder sobre otra como, por ejemplo, en las relaciones maestro-discípulo, médico-paciente y padre-hijo. Todas éstas son, obviamente, relaciones muy diferentes pero, a pesar de ello, pueden resultar muy beneficiosas y alentar el desarrollo, la educación o la curación de la persona menos poderosa.

Este potencial, sin embargo, se desaprovecha con demasiada frecuencia. Consideremos, por ejemplo, el caso de una trabajadora del ámbito de la asistencia sanitaria que acababa de perder a su bebé recién nacido y que, mientras estaba recuperándose en el hospital, recibió la visita de su jefe. Ella suponía que había ido para brindarle su apoyo ante una pérdida tan devastadora. Pero, cuando se enteró de que lo único que le interesaba era saber cuándo volvería a su trabajo, se enfadó tanto que solicitó ser trasladada a otro departamento.

Esa insensibilidad del jefe no sólo corre el riesgo de desaprovechar a los trabajadores más brillantes, sino que también socava su eficacia cognitiva. Los líderes socialmente inteligentes ayudan a sus subordinados a contener y a recuperarse del desasosiego emocional. Aunque sólo sea desde la perspectiva de la empresa, el líder no debería mostrarse indiferente, sino reaccionar empáticamente y actuar en consecuencia.

Los jefes: El bueno, el feo y el malo

Cualquier trabajador reconocerá fácilmente la existencia de dos tipos de jefes, uno con el que le gusta trabajar y el otro del que quieren librarse. Independientemente del tipo de gente y del lugar, las listas que al respecto han generado grupos muy diversos, desde reuniones de directores generales hasta congresos de maestros de la escuela en ciudades tan diferentes como Sao Paulo, Bruselas y St. Louis (Missouri), se asemejan a la siguiente:

El buen jefe El mal jefe

escucha es alentador es sociable es valiente

tiene sentido del humor es empático es resolutivo es responsable es humilde es completamente insensible

es incrédulo

es reservado

intimida

tiene mal genio

es egocéntrico

es indeciso

es culpabilizador

es arrogante

comparte la autoridad

es desconfiado

Así pues, los mejores jefes son personas seguras, empáticas y conectadas, personas que nos hacen sentir tranquilos, valorados e inspirados, mientras que los peores son personas distantes, difíciles y arrogantes que, en el mejor de los casos, nos hacen sentir incómodos y, en el peor, despiertan nuestro resentimiento.

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